sábado, 8 de diciembre de 2018

«Cold War», de Pawel Pawlikowski, el amor glacial (y maldito).



 El amor imposible, eterno y constante, más allá de la muerte: Cold Ward o cierta afectación estética de la puesta en escena para un intermitente amor entre desiguales. 
Título original:  Zimna wojna
Año: 2018
Duración: 88 min.
País: Polonia
Dirección: Pawel Pawlikowski
Guion: Pawel Pawlikowski, Janusz Glowacki
Fotografía: Lukasz Zal (B&W)
Reparto: Joanna Kulig,  Tomasz Kot,  Agata Kulesza,  Borys Szyc,  Cédric Kahn,  Jeanne Balibar, Adam Woronowicz,  Adam Ferency,  Adam Szyszkowski.

Aunque el título llame a engaño, Guerra fría,  y aunque el contexto político determina el curso del amor que nace entre un músico folclorista y jazzístico, y una hermosísima cantante de canciones tradicionales, la película solo tangencialmente se centra en cómo afecta aquel fenómeno histórico al amor profundo entre ambos músicos, si bien ello se acentúa al final de la historia con mayor intensidad, cuando el músico exiliado, por amor a ella, decide dejarlo todo y volver a su país para “recuperarla”. El esteticismo de la película, con un blanco y negro que funciona a las mil maravillas, no solo para describir la miserable y tenebrosa realidad social de los empobrecidos años 50, se impone a la historia de tal manera que la propia historia de amor entre los dos protagonistas, tan atractivos ambos, aunque ella más, queda como desangelada, fría, impostada, tópica y algo superficial. Se recupera al final, pero incluso en esos momentos, tan cerca ya de la devastación total, queda un poso de incomprensión en el aire que vuelve injustificables y algo caprichosas no pocas decisiones de los protagonistas. Sí, es un amor fou, pero está muy lejos de la pasión absoluta. Cae más de lleno en el desencuentro absoluto y en la incomunicación, lo cual se suma a la escasa sofisticación de ella y a la muy superior profesionalización y cosmopolitismo de él. Las primera media hora de película es absorbente y espectacular: el trabajo de campo de él, como músico folclorista grabando por los pueblos perdidos de Polonia viejas canciones que no quiere que desaparezcan con los nuevos tiempos del realismo socialista, en el que todo, incluso las canciones populares -convenientemente adaptadas, como le dice el jerarca del Partido-, han de convertirse en armas de propaganda masiva del Régimen, es un tramo fantástico de la película, e incluso más interesante que la propia historia de amor que le sucederá en la labor de captar el interés del espectador. Esa labor de campo me recuerda, por un lado a Joaquín Díaz, el gran folclorista castellano, heredero de Agapito Marazuela, y, por otro, en la música clásica, a Béla Bartók y su labor con el folclore húngaro. El aire documental y la rusticidad de los elementos con que graban  el material consiguen una sensación de vida casi aventurera que impresiona al espectador. Sobre todo por las requeteadversas condiciones atmosféricas en que han de realizar tal labor. Las canciones folclóricas, además, son, como todos los folclores del mundo, de una belleza congénita  especial. Me parecía estar escuchando uno de aquellos programas prodigiosos de la emisora clásica de RNE dirigido por Sofía Noel:  La vida en música. Cuando realizan el casting para seleccionar cantantes para el coro, una joven capta la atención del músico y ahí se inicia un romance que se va alternando con una muestra de la labor folclórica, música y danza, que se ve con supremo agrado, y en el que la joven cada vez va ganando mayor protagonismo, aunque su relación con el director musical tiene un extraño aire clandestino de difícil explicación, aunque el interés del jerarca del partido por ella supone, me imagino, una invitación a andarse con pies de plomo. Cuando, tras el cambio al repertorio “socialista”, sugerido por las autoridades, el grupo folclórico amplía el radio de sus conciertos, aparece la tentación de pasar de Berlín a la “zona libre” y especialmente a Francia, cuna, entonces, de una pasión por el jazz en la que el músico puede abrirse paso. Se trata de emprender una vida alejada de ese ordenancismo totalitario que ni siquiera respeta las verdaderas raíces del arte popular; pero en ese momento crucial, ella, temerosa y apegada a su patria, no se decide a dar el paso y seguirlo, por temor a no poder “ser”, es decir, por miedo de convertirse, fuera de su medio de toda la vida, en una don nadie. Más tarde si lo hace, y él trabaja para convertirla en una cantante moderna que actualiza, en clave de jazz, la rica herencia folclórica polaca, y ha de reconocerse que el arreglo de la canción tradicional que hemos conocido de otras dos formas a lo largo de la película, cantada en un club parisino con una iluminación al estilo de los grandes recitales en el Olympia es uno de los momentos más bellos de la película, junto con el insuperable momento final que no revelaré por nada del mundo y que justifica, por sí solo, que se vea la película. La relación entre ambos se deteriora y ella, que está convencida de ser un fardo para él y sus excelentes relaciones, con hombres y mujeres, en un mundo en el que ella parece estar de más, decide marcharse de nuevo a Polonia, donde acaba casándose y teniendo un hijo con el jerarca del partido, además de dedicarse a una canción moderna, imitación de la canción italiana propia del Festival de San Remo, que la convierten, peluca negra incluida, en “otra” mujer, extrañada totalmente de su vida y de lo que la rodea. Es justo en ese momento cuando él acaba decidiendo que quiere rescatarla, razón por la cual se presenta en la embajada de su país, un extraordinario plano con la ventana abierta y la Torre Eiffel al fondo, y con un funcionario que trata de persuadirlo de seguir disfrutando del “bien” que tiene en vez de perderlo todo y volver a su patria para afrontar una condena que lo llevará a la cárcel. Entonces entramos, de nuevo, en una fase de la historia que supera el bache sufrido en un intermedio parisino demasiado tópico, los celos incluidos, y recobramos el esplendor de los inicios. El tramo final podemos considerarlo, con el principio folclórico, lo mejor de la película, y el desenlace último, de antología, uno de los mejores finales del cine. Te deja un sabor de boca extraordinario, aunque no logra extinguir cierto tedio al que el espectador ha de saber sobreponerse para poder disfrutar del final como debe. Aunque algo más floja que Ida, quizás por la falta de historia propiamente dicha, que no compensa una realización esmeradísima, la película tiene, con todo, un alto nivel de calidad y prueba de ello son las adhesiones entusiastas que recibe, y de las que me veo en el trance de discrepar, matizadamente.

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