Cada traidor es “un” traidor; pero cuando “el” traidor es un “idiota” el drama humano está servido…
Título original: The
Informer
Año: 1935
Duración: 91 min.
País: Estados Unidos
Dirección: John Ford
Guion: Dudley Nichols (Novela: Liam O'Flaherty)
Música: Max Steiner
Fotografía: Joseph H. August
(B&W)
Reparto: Victor McLaglen, Heather Angel, Preston Foster, Margot Grahame,
Wallace Ford, Una O'Connor, Donald Meek, J.M. Kerrigan.
¡Menudas sorpresas me depara
siempre aventurarme en una película de Ford, siguiendo mi programa totalitario
sobre su cine! ¡Que joya me he reservado para lo que ya intuyo como el último
tramo, cuando no sé de qué recursos habré de tirar para conseguir algunas
películas que se me antojan como tesoros sepultados bajo toneladas de tierra!
De momento me conformo con esta joya del claroscuro expresionista que se mezcla
con un planteamiento de novela de Dostoievski, porque el retrato del delator
corto de luces, instinto de supervivencia, ceguera social y generosidad
instintiva es un portento de película. Algunos críticos le afean la imaginería
religiosa que a mí, sin embargo a fuer de agnóstico, pero educado desde niño en
la irracionalidad del alienador sentimiento religioso, me ha emocionado
profundamente, porque la realización de Ford consigue escenas que lo entroncan
directamente con el mejor cine de inspiración religiosa de Dreyer.
En un Dublín
reconstruido en estudio, de ahí las sombras y la niebla que disimulan los
perfiles exactos del paisaje urbano de la ciudad, transcurre la aventura de un
pobre hombre grande y fuerte como un Sansón bíblico, sumido en la marginación y
la pobreza, a quien se le mezclan dos imágenes con una fuerza tan poderosa que
es capaz de arrastrarlo a la perdición de Judas, la cita bíblica del cual,
cuyas monedas arrojó al templo por desesperación, encabeza la película: de una
parte, el cartel de busca y captura de un rebelde irlandés por quien se pagan
20 libras; de otro, el del cartel de un transatlántico a Usamérica cuyo pasaje
cuesta 10 libras. Por el medio, el encuentro con una prostituta en la miseria
que anhela hacer ese viaje. Ya los primeros compases de la película, cuando el cartel
del viejo compañero de lucha lo arranca el viento de la pared y rueda por la
acera hasta pegarse a la pierna del protagonista como si fuera una señal del
azar o de los dioses de la maldad, nos indican la joya cinematográfica que
vamos a ver. A lo largo de una noche densa, fría, oscura, verdadera materialización
del infierno helado reservado para los delatores, se levanta el compasivo
retrato de la perdición de un hombre perdido en la niebla de su debilidad
mental, cuyos pasos vamos siguiendo con el encogimiento de corazón que nos
provoca la condena inapelable de un «inocente» cuya desesperación, a pesar de
la traición, nos conmueve. No es de extrañar, viendo el caso, que en los sistemas
judiciales la enajenación mental sea una eximente.
Ford traza dos líneas
narrativas que habrán de confluir, al final, en el juicio clandestino de los
combatientes contra el delator: por una parte, la larga noche hacia la
perdición de un hombre manejado a su antojo por el primer vivales que descubre
que posee ese «tesoro» de 40 libras y está dispuesto a esquilmárselo en
invitaciones y francachelas, burdel de lujo incluido; y, por otra, las
indagaciones clandestinas del Ejército de Liberación para dar con el culpable
de la delación, en el bien entendido de que tal acto es el mas infamante de los
actos posibles, y más, en una situación de lucha contra el invasor, algo que
este también comparte, lo que se manifiesta cinematográficamente de un modo
excepcional en el modo como el «traidor» es pagado, acercándole con un bastón
el dinero sobre la mesa, para ni siquiera tocar lo que consideran algo «sucio».
Toda la película está llena de detalles de ese profundo simbolismo y de una
espectacular imaginería; y parte de esa realización lo forma la aparición en
las húmedas paredes del cartel del prófugo como una dentellada en la conciencia
del traidor. Todo, al protagonista, se le vuelve inhóspito, y a pesar de que su
generosidad lo entroniza como el campeón de los hambrientos y remediador de
doncellas, por lo que sucede en el burdel, pero que no revelo, él sigue sin querer
ser consciente de que lo que hizo no se debiera a la causa mayor de facilitar a
su enamorada un pasaje para Usamérica y sacarla, así, dela pobreza y la humillación
del ejercicio de la prostitución.
No quiero
revelar muchos detalles de la película, porque quienes no la hayan visto se van
a llevar un sorpresón. Está claro, por lo que he dicho, que se trata de una
película en la que el protagonista ha de realizar un prodigio de interpretación
para empatizar con él y seguir con el alma en vilo su viaje al fondo de la
noche. Y así sucede, Victor McLaglen hizo el papel de su vida y ganó en 1935 el
Oscar al mejor actor, lo que le reconocía como uno de los grandes. No fue el
único papel importante en su carrera, pero sí aquel en el que el protagonismo
suyo acapara casi toda la película, ¡y no defraudó! Solo quiero mencionar que,
a mi modesto entender crítico, Ford subrayó, muy tímidamente, un cierto
paralelismo entre Frankestein y este Gyipo descomunal cuya fortaleza física es
tan potente como enorme su debilidad
mental. Hay una escena en casa de la enamorada, donde se ha refugiado tras escapar
de sus captores y del primer intento de «ejecución», junto a la chimenea
encendida, con ella acunándolo en su regazo que parece propiamente la escena
del monstruo con la niña junto a las aguas en el clásico de James Whale: El
monstruo y la pureza de corazón. Antes, hemos de recordarlo, cuando él le da a
ella las libras para que se saque el pasaje, cuando ella se entera del origen
de los dineros, estos se le caen de las manos…
Ford tiene
cuatro Oscar al mejor director y, francamente, pocos me parecen, dada la
envergadura de buena parte de su producción. El delator le hizo conseguir
el primero, pero, para entonces, Ford era ya una leyenda dentro del cine…
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