sábado, 19 de diciembre de 2020

«El gran combate» y «El soñador rebelde», de John Ford, en sus renqueantes... postrimerías.

 


Un extraño  western como apología de los indios y la airada juventud irlandesa del dramaturgo Sean O’Casey

 

Título original: Cheyenne Autumn 

Año; 1964

Duración: 160 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: John Ford

Guion: James R. Webb, Mari Sandoz (Novela: Howard Fast)

Música: Alex North

Fotografía: William H. Clothier

Reparto: Richard Widmark, Carroll Baker, Karl Malden, Sal Mineo, Dolores del Rio, Ricardo Montalban, Gilbert Roland, Arthur Kennedy, Elizabeth Allen, John Carradine, Patrick Wayne, Victor Jory, Mike Mazurki, George O'Brien, Sean McClory, Judson Pratt, Carmen D'Antonio, Ken Curtis, James Stewart, Edward G. Robinson, Harry Carey Jr., Ben Johnson.

 


Título original: Young Cassidy

Año: 1965

Duración: 100 min.

País: Reino Unido

Dirección: Jack Cardiff, John Ford

Guion: John Whiting (Novela: Sean O'Casey)

Música: Sean O'Riada

Fotografía: Edward Scaife

Reparto: Rod Taylor, Maggie Smith, Julie Christie, Flora Robson, Jack MacGowran, Sian Phillips, T.P. McKenna, Julie Ross, Robin Sumner, Philip O'Flynn, Michael Redgrave.

 

         Con un año de distancia, y tocando ya el final de una carrera que es representativa de la Historia del Cine desde los tiempos del mudo hasta los más sofisticados sistemas de filmación y proyección, pero librándose de la triste era de las sagas galácticas, los superpoderes, la animación digital, las catástrofes y las comedias alocadas para jovencitos borrachos y salidos, el maestro John Ford dirigió dos películas de dos de sus géneros favoritos: el western e Irlanda, su auténtica patria emocional. El gran combate, que engaña desde el título al espectador, pues El otoño cheyenne, si nos ajustamos literalmente al título original, como El otoño del patriarca, es una expresión ya asentada en nuestra lengua para expresar la decadencia de lo que un tiempo fue vigoroso. La apología de los bravos guerreros cheyenes, un nombre que bastaba para meter el espanto en el cuerpo a los colones que invadieron el oeste usamericano en lucha contra las tribus que vivían en él desde incontables generaciones, es una suerte de declaración de principios de quien siempre pasó, para la propaganda que le era adversa, poco menos que por un racista asqueroso e insufrible. La defensa de los indios se manifiesta ya desde los primeros compases iniciales de la película, cuando esperan sin moverse, bajo un sol implacable, al «jefe blanco» para negociar su regreso a las tierras fértiles de las que los desalojaron para acorralarlos en un desierto estéril donde no tienen otro futuro que la extinción. Coincide esta crítica, ya es curiosidad, con el reciente nombramiento de Deb Haaland, como Secretaria de Interior en el próximo gobierno de Biden, la primera descendiente de aquellos indios que forman parte de la mitología individual de casi cualquier niño del mundo: Cochise, Sitting Bull, Manitú… en acceder a tan alto puesto. Pues lo primero que choca, en la película de Ford, acaso porque vemos a un pueblo derrotado y humillado es, en parte por los actores de origen hispano -que dicen ellos- que forman parte del reparto, una suerte de hieratismo forzado que se compadece poco y mal con la bravura atribuida a dicho pueblo. La solidaridad de la maestra cuáquera que los enseña/adoctrina/unsamericaniza se une a la predisposición hacia ellos del militar encarnado por Richard Widmark y enseguida se nos muestran los dos lados de la tensión que se desatará cuando decidan, ignorando las órdenes militares, regresar a sus tierras originarias. Tras la primera batalla entre indios -que incomprensiblemente están armados hasta los dientes- y militares, y producirse la muerte del jefe de la guarnición que los vigilaba, se desata una ola de histeria periodística que poco menos que enlaza con aquel “peligro soviético” del ¡Que vienen los rusos!, de Norman Jewison, aunque sin pizca de gracia hasta que, de repente, con un cambio de escenario, de tono y de todo, lo que era una penosa marcha de miles de quilómetros a través del desierto en condiciones inhumanas y con la amenaza constante de la escaramuza bélica, la película nos brinda un intermedio cómico al estilo de los entremeses con que se alegraban las obras clásicas, un auténtico «corto» desconcertante, metido como con calzador en la aventura trashumante de los indios, en el que asistimos a una partida de poker de Wyat Earp,James Stewart, y Doc Holliday, Arthur Kennedy, en un salón en el que hasta incluso acabará actuando, el Marshall legendario, de cirujano, antes de participar, ambos jugadores, en una suerte de aventura loca de los ciudadanos que se lanzan a la carrera para luchar contra los indios y «defender» su territorio, unidos a un carro de damas alegres que perderán algo más que el carro en la loca carrera a ritmo de anacrónica charlestón. Exige, sin duda, una interpretación, ese intermedio que sigue al amarillismo de la prensa y que precede a la última parte, en la que, en pleno invierno, y encerrados sin fuego ni comida en una suerte de granero, los indios escapan a sangre y fuego del fuerte donde un militar ordenancista, Karl Malden, los retiene, antes de que llegue, para negociar con ellos el «jefe blanco» encarnado por Edward G. Robinson, quien, ante la escasez de tabaco para refrendar su acuerdo, lo firma con los indios con un cigarro habano, en una suerte de pirueta cómica que cierra una película muy extraña, poco definida y con unos interpretaciones y episodios que rozan continuamente lo inverosímil, aunque se base en una marcha histórica. Infiel a los paisajes reales, Ford hace desfilar a sus indios por el Monument Valley de sus amores, ¡y de los nuestros!, pero hay algo envarado, artificial, poco natural, en los indios que en modo alguno suponen ya ninguna amenaza para nadie. Digamos que priman las buenas intenciones sobre la buena realización, aunque no deja de haber planos inmejorables que nos recuerdan la maestría del autor.

         El soñador rebelde, de tema irlandés, porque es la biografía de los años jóvenes del dramaturgo Sean O’Casey, nos retrata entre el heroísmo de la clase trabajadora y ese otro heroísmo indiscutible que es el autodidactismo, la vida de un joven impulsivo que compagina la lucha por la independencia de Irlanda con la aspiración a convertirse en un «gran» escritor, porque el delirio de la grandeza es consustancial a la vocación: nadie quiere dedicarse a escribir para pasar desapercibido o tener una cuota «razonable» de lectores que le permitan sobrevivir. La película tiene, por lo tanto, bastante de documento vivo, pero nada de documental, ¡afortunadamente! Gracias al romance entre el militante aguerrido, e incipiente intelectual, y una librera, el joven O’Casey va perfilando su propia biografía desde una conciencia de clase, acentuada dramáticamente en la película no solo por las duras condiciones de los obreros no remunerados, sino por la desigual lucha contra el invasor inglés. No obstante, Ford ha sabido explotar el torrente de vida que supone el personaje para que veamos cómo, de ese modo virtuosamente «vicioso» como él lo vive todo, aflore una conciencia crítica que acabará llevando a las tablas del teatro una visión realista y nada idealizada de la clase trabajadora de la que el propio autor ha formado parte, lo que le acarreará amargos sinsabores por la incomprensión del público, al que no le gusta que le echen en cara sus vicios, sino que se le ensalcen sus virtudes. Rod Taylor y Maggie Smith son los encargados de dar vida a los protagonistas y de permitirnos meternos en la piel del  dramaturgo y sus ambiciones literarias, nacidas de la intensidad con que vive su propia vida. Con una ambientación impecable y una primera parte sobresaliente, el suicidio de la hermana incluido y la incisiva parodia de las brigadas populares armadas, nos percatamos fácilmente de que la madurez del personaje se mide por las renuncias que le marcan el camino y por la insobornable fidelidad a su propia manera de ver el mundo: no escribe para «ganarse la vida», sino que se ha ganado la vida porque escribe, y ese mundo de trabajadores, de pubs, de borrachines cantarines sentimentales y fáciles para emprenderla a puñetazos por un quítame allá esas pajas, de idealistas políticos y de nacionalistas absurdos es un mondo muy querido por Ford, su auténtica patria, como dije al principio y repito parta acabar.

         Ninguna de estas dos películas puede considerarse obra maestra del autor, y hay incluso una cierta desgana en la narración, como si se las hubiera «impuesto» en vez de «necesitar» contarlas. Pero es razonable que sea así. No se puede rodar El hombre tranquilo cada vez que uno se pone detrás de la cámara… Digamos que el maestro reservó energía para su despedida con Siete mujeres. Tienen ambas, las criticadas, un inequívoco sabor a despedida de lo que había sido su hábitat natural durante décadas, y eso se advierte en la hermosa descripción del paisaje en el western y en la empatía con que está contada la esforzada juventud del dramaturgo en medio de la pobreza, la toma de conciencia política y la revelación de la vocación artística, algo de lo que, sin embargo quiso apartarse, para evitar caer en trascendentalismos de cacharrería, un director que siempre se presentaba de la misma manera: My name's John Ford. I make Westerns.

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