Un extraño western como apología de los indios y
la airada juventud irlandesa del dramaturgo Sean O’Casey
Título original: Cheyenne
Autumn
Año; 1964
Duración: 160 min.
País: Estados Unidos
Dirección: John Ford
Guion: James R. Webb, Mari Sandoz (Novela: Howard Fast)
Música: Alex North
Fotografía: William H. Clothier
Reparto: Richard Widmark, Carroll Baker, Karl Malden, Sal Mineo, Dolores
del Rio, Ricardo Montalban, Gilbert Roland, Arthur Kennedy, Elizabeth Allen,
John Carradine, Patrick Wayne, Victor Jory, Mike Mazurki, George O'Brien, Sean
McClory, Judson Pratt, Carmen D'Antonio, Ken Curtis, James Stewart, Edward G.
Robinson, Harry Carey Jr., Ben Johnson.
Título original: Young
Cassidy
Año: 1965
Duración: 100 min.
País: Reino Unido
Dirección: Jack Cardiff,
John Ford
Guion: John Whiting (Novela: Sean O'Casey)
Música: Sean O'Riada
Fotografía: Edward Scaife
Reparto: Rod Taylor, Maggie Smith, Julie Christie, Flora Robson, Jack
MacGowran, Sian Phillips, T.P. McKenna, Julie Ross, Robin Sumner, Philip
O'Flynn, Michael Redgrave.
Con un año de distancia, y
tocando ya el final de una carrera que es representativa de la Historia del
Cine desde los tiempos del mudo hasta los más sofisticados sistemas de filmación
y proyección, pero librándose de la triste era de las sagas galácticas, los
superpoderes, la animación digital, las catástrofes y las comedias alocadas
para jovencitos borrachos y salidos, el maestro John Ford dirigió dos películas
de dos de sus géneros favoritos: el western e Irlanda, su auténtica patria
emocional. El gran combate, que engaña desde el título al espectador,
pues El otoño cheyenne, si nos ajustamos literalmente al título
original, como El otoño del patriarca, es una expresión ya asentada en
nuestra lengua para expresar la decadencia de lo que un tiempo fue vigoroso. La
apología de los bravos guerreros cheyenes, un nombre que bastaba para meter el
espanto en el cuerpo a los colones que invadieron el oeste usamericano en lucha
contra las tribus que vivían en él desde incontables generaciones, es una
suerte de declaración de principios de quien siempre pasó, para la propaganda
que le era adversa, poco menos que por un racista asqueroso e insufrible. La
defensa de los indios se manifiesta ya desde los primeros compases iniciales de
la película, cuando esperan sin moverse, bajo un sol implacable, al «jefe
blanco» para negociar su regreso a las tierras fértiles de las que los
desalojaron para acorralarlos en un desierto estéril donde no tienen otro
futuro que la extinción. Coincide esta crítica, ya es curiosidad, con el
reciente nombramiento de Deb Haaland, como Secretaria de Interior en el próximo
gobierno de Biden, la primera descendiente de aquellos indios que forman parte
de la mitología individual de casi cualquier niño del mundo: Cochise, Sitting
Bull, Manitú… en acceder a tan alto puesto. Pues lo primero que choca, en la
película de Ford, acaso porque vemos a un pueblo derrotado y humillado es, en
parte por los actores de origen hispano -que dicen ellos- que forman parte del
reparto, una suerte de hieratismo forzado que se compadece poco y mal con la
bravura atribuida a dicho pueblo. La solidaridad de la maestra cuáquera que los
enseña/adoctrina/unsamericaniza se une a la predisposición hacia ellos del
militar encarnado por Richard Widmark y enseguida se nos muestran los dos lados
de la tensión que se desatará cuando decidan, ignorando las órdenes militares,
regresar a sus tierras originarias. Tras la primera batalla entre indios -que incomprensiblemente
están armados hasta los dientes- y militares, y producirse la muerte del jefe
de la guarnición que los vigilaba, se desata una ola de histeria periodística
que poco menos que enlaza con aquel “peligro soviético” del ¡Que vienen los
rusos!, de Norman Jewison, aunque sin pizca de gracia hasta que, de
repente, con un cambio de escenario, de tono y de todo, lo que era una penosa
marcha de miles de quilómetros a través del desierto en condiciones inhumanas y
con la amenaza constante de la escaramuza bélica, la película nos brinda un
intermedio cómico al estilo de los entremeses con que se alegraban las obras
clásicas, un auténtico «corto» desconcertante, metido como con calzador en la aventura
trashumante de los indios, en el que asistimos a una partida de poker de
Wyat Earp,James Stewart, y Doc Holliday, Arthur Kennedy, en un salón en el que
hasta incluso acabará actuando, el Marshall legendario, de cirujano, antes de
participar, ambos jugadores, en una suerte de aventura loca de los ciudadanos
que se lanzan a la carrera para luchar contra los indios y «defender» su
territorio, unidos a un carro de damas alegres que perderán algo más que el
carro en la loca carrera a ritmo de anacrónica charlestón. Exige, sin duda, una
interpretación, ese intermedio que sigue al amarillismo de la prensa y que
precede a la última parte, en la que, en pleno invierno, y encerrados sin fuego
ni comida en una suerte de granero, los indios escapan a sangre y fuego del
fuerte donde un militar ordenancista, Karl Malden, los retiene, antes de que
llegue, para negociar con ellos el «jefe blanco» encarnado por Edward G. Robinson,
quien, ante la escasez de tabaco para refrendar su acuerdo, lo firma con los
indios con un cigarro habano, en una suerte de pirueta cómica que cierra una
película muy extraña, poco definida y con unos interpretaciones y episodios que
rozan continuamente lo inverosímil, aunque se base en una marcha histórica.
Infiel a los paisajes reales, Ford hace desfilar a sus indios por el Monument
Valley de sus amores, ¡y de los nuestros!, pero hay algo envarado,
artificial, poco natural, en los indios que en modo alguno suponen ya ninguna
amenaza para nadie. Digamos que priman las buenas intenciones sobre la buena
realización, aunque no deja de haber planos inmejorables que nos recuerdan la
maestría del autor.
El soñador
rebelde, de tema irlandés, porque es la biografía de los años jóvenes del
dramaturgo Sean O’Casey, nos retrata entre el heroísmo de la clase trabajadora
y ese otro heroísmo indiscutible que es el autodidactismo, la vida de un joven
impulsivo que compagina la lucha por la independencia de Irlanda con la
aspiración a convertirse en un «gran» escritor, porque el delirio de la
grandeza es consustancial a la vocación: nadie quiere dedicarse a escribir para
pasar desapercibido o tener una cuota «razonable» de lectores que le permitan
sobrevivir. La película tiene, por lo tanto, bastante de documento vivo, pero
nada de documental, ¡afortunadamente! Gracias al romance entre el militante
aguerrido, e incipiente intelectual, y una librera, el joven O’Casey va
perfilando su propia biografía desde una conciencia de clase, acentuada
dramáticamente en la película no solo por las duras condiciones de los obreros
no remunerados, sino por la desigual lucha contra el invasor inglés. No
obstante, Ford ha sabido explotar el torrente de vida que supone el personaje para
que veamos cómo, de ese modo virtuosamente «vicioso» como él lo vive todo,
aflore una conciencia crítica que acabará llevando a las tablas del teatro una
visión realista y nada idealizada de la clase trabajadora de la que el propio
autor ha formado parte, lo que le acarreará amargos sinsabores por la incomprensión
del público, al que no le gusta que le echen en cara sus vicios, sino que se le
ensalcen sus virtudes. Rod Taylor y Maggie Smith son los encargados de dar vida
a los protagonistas y de permitirnos meternos en la piel del dramaturgo y sus ambiciones literarias,
nacidas de la intensidad con que vive su propia vida. Con una ambientación impecable
y una primera parte sobresaliente, el suicidio de la hermana incluido y la incisiva
parodia de las brigadas populares armadas, nos percatamos fácilmente de que la
madurez del personaje se mide por las renuncias que le marcan el camino y por
la insobornable fidelidad a su propia manera de ver el mundo: no escribe para «ganarse
la vida», sino que se ha ganado la vida porque escribe, y ese mundo de trabajadores,
de pubs, de borrachines cantarines sentimentales y fáciles para emprenderla a
puñetazos por un quítame allá esas pajas, de idealistas políticos y de
nacionalistas absurdos es un mondo muy querido por Ford, su auténtica patria,
como dije al principio y repito parta acabar.
Ninguna de
estas dos películas puede considerarse obra maestra del autor, y hay incluso
una cierta desgana en la narración, como si se las hubiera «impuesto» en vez de
«necesitar» contarlas. Pero es razonable que sea así. No se puede rodar El
hombre tranquilo cada vez que uno se pone detrás de la cámara… Digamos que
el maestro reservó energía para su despedida con Siete mujeres. Tienen ambas,
las criticadas, un inequívoco sabor a despedida de lo que había sido su hábitat
natural durante décadas, y eso se advierte en la hermosa descripción del
paisaje en el western y en la empatía con que está contada la esforzada
juventud del dramaturgo en medio de la pobreza, la toma de conciencia política
y la revelación de la vocación artística, algo de lo que, sin embargo quiso
apartarse, para evitar caer en trascendentalismos de cacharrería, un director
que siempre se presentaba de la misma manera: My name's John Ford. I make
Westerns.
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