La tragicómica
historia de un nefelibata británico que deshiela la coraza de su soledad de
guiri entre los rascacielos de Benidorm…
Título original: Nieva en Benidorm
Año: 2020
Duración: 117 min.
País: España
Dirección: Isabel Coixet
Guion: Isabel Coixet
Música: Alfonso de
Vilallonga
Fotografía: Jean-Claude
Larrieu
Reparto: Timothy Spall,
Sarita Choudhury, Pedro Casablanc, Ana Torrent, Carmen Machi, Édgar Vittorino,
Leonardo Ortizgris, Marc Almodovar, Kiva Murphy.
Con producción
de El Deseo, de los hermanos Almodóvar, Isabel Coixet reincide en la dimensión internacional
de su cine y nos ofrece una película inglesa con dos partes muy bien diferenciadas,
pero con serios problemas de guion, debidos, básicamente, a la indeterminación
genérica de la película y, sobre todo, al desvío argumental que supone la
búsqueda del hermano gemelo en Benidorm, una vez que, tras llegar a la ciudad
alicantina y esperarlo en vano durante horas en el aeropuerto, este no se
presenta. La película juega con los contrastes que ya se explicitan en el
título, el cual ha de entenderse metafóricamente, porque «nieva en Benidorm»
significa, literalmente, en medio de un calor bochornoso, «me quedé helado ante
la realidad que se desveló ante mis ojos», y cuál sea el contenido de esa «realidad»
es el verdadero tema de la película.
Los primeros
compases de la película, intimista y perfectamente interpretada por el siempre
eminente Timothy Spall, quien acumula grandes interpretaciones desde su Turner
inolvidable, como en la extraordinaria The party, de Sally Potter,
directora bastante afín a la sensibilidad estética de Coixet, aunque quizás más
atrevida que esta, recuerda, mucho, no obstante, una gran película de años atrás,
que acaso pasó algo desapercibida: Still Life («Nunca es demasiado tarde…»),
de Uberto Pasolini. La misma psicología del ser que vive en los márgenes de la
realidad, sumido en la incomunicación y con serios problemas para desenvolverse
en la vida cotidiana que se le aparece más como una agresión a su fragilidad
que como un reto para desarrollarse individualmente. Eso nos da un personaje a
la defensiva que, por arte y gracia del guion, acabará, ¡tan nórdico él!, como Bob
Harris, el protagonista de Lost in Translation, de Sofía Coppola, en un
Benidorm sin español hablado ni escrito y sin recursos psicológicos para lidiar
con un submundo específico: el de los estafadores indeseables de medio pelo.
La historia de Peter Riordan, un
trabajador de banca, aterrado por la crueldad de las exigencias bancarias
respecto de sus fieles clientes en tiempos de crisis, a quien se le jubila
anticipadamente para ahorrarse los costos correspondientes y «premiarlo», se complica
cuando su primera decisión, tras contactar con su hermano, después de casi 10
años sin contacto alguno, es aceptar su
invitación de reunirse con él en Benidorm, donde tiene negocios, un club barato
de Burlesque incluido. Estamos hablando de un hombre solo, aficionado a
la meteorología y cazador fotográfico de nubes, una afición absolutamente
congruente en un país como Gran Bretaña, pero que lo dejará «huérfano» cuando
sus ojos sufran ante el agresivo sol mediterráneo de la costa alicantina y haya
de cambiar la afición a la meteorología por la del investigador privado en que
se ve forzado a convertirse para lograr dar con el paradero de su hermano,
desaparecido como por ensalmo justo después de haber quedado con él.
La ley del contraste opera no solo a
través del guion, por el enfrentamiento entre un personaje de su naturaleza frente
a una realidad mediterránea, aunque salpicada con personajes relativamente «retorcidos»,
los socios fallidos de su hermano, la socia del cabaret, la limpiadora del
hotel y de la casa de la socia, Alex, una mujer «de rompe y rasga» en una
interpretación de Sarita Choudhury que nada tiene que ver con la que tanto
apreciamos, aunque marginal, en la serie Homeland, y que se mueve un
poco a remolque de una indeterminación notable en su caracterización. Lo mismo
le ocurre a la «santera» Ana Torrent, con un papel determinante en la trama,
pero escasamente perfilado en su participación en la historia, centrada en la
relación de Peter y Alex, el encuentro nada romántico entre dos corazones
helados, inmunes al romanticismo y pudiera sospecharse que incluso hasta a la
ternura, aunque eso ha de descubrirlo el espectador por si mismo.
La oposición entre Manchester y Benidorm
se sustancia por la vía indirecta de presentar la ciudad de vacaciones como una
suerte de Nueva York de costa que permite un auténtico safari fotográfico de
escenarios espectaculares, lo que me parece, al margen de la endeblez del guion
y de ciertos juegos de postureo highbrowish, como lo relativo a Sylvia
Plath, uno de los grandes atractivos de la película y, con vistas al público
inglés, es la mejor carta de presentación: el ennoblecimiento artístico de esa
ciudad de costa tan singular y a la que, por ello mismo, visité el verano
pasado, aunque de paso, pero volveré. Coixet destaca de la ciudad los ambientes
de las noches locas guiris con las que el personaje nada tiene que ver, porque
es la antítesis de esos desmadres alcohólicos; pero sabe captar muchas otras
realidades de la misma y, sobre todo, consigue planos de la red urbana junto al
mar que, ciertamente, logran incitar al viajero a alojarse allí para
disfrutarlas. Lo dejaba para el final, pero súmesele a la contemplación de esos
paisajes urbanos y naturales la magnificente música de Alfonso de Vilallonga y
entonces el disfrute se acrecienta extraordinariamente. Esa misma banda sonora sirve,
fundamentalmente, para describir al personaje en Manchester, cuando estamos más
cerca de Still Life que del «desorden» de una investigación con algunos
cabos sueltos y muy poco interés para el objetivo final de la película: seguir
de cerca el «deshielo» de la coraza de un ser solitario y huraño que se abre,
por necesidad, al contacto con los demás. Parte de esa banda sonora han de
considerarse, por otro lado, las actuaciones musicales del cabaret Burlesque
que posee el hermano junto con la protagonista, Alex, escenas en la que aparece
el propio Vilallonga, de por sí ya muy inclinado a ese género, como puede
apreciarse en el vídeo Maldà State (Estat prop) colgado en
Youtube.
Confieso que la película, a pesar de la sorpresa
final implícita crípticamente en el hilo narrativo, pero no desarrollada, como
un final de cuento, no de novela, se hace algo pesada a fuer de reiterativa,
pero fílmicamente tiene imágenes muy poderosas y la interpretación de Raspall, a pesar de los referentes, resulta
convincente en el empeño de averiguar qué ha sido de su hermano. Los contrastes
de los que hablaba al principio también se dan, espacialmente, Peter se instala
en uno de los pisos más altos de la ciudad y ha de buscar a su hermano en los «bajos
fondos» de unas actividades delictivas que están en el origen de su
desaparición. Por cierto, en el hermoso edificio donde vive Alex, he creído
reconocer el edificio de Ricardo Bofill, «La muralla roja», que no está en
Benidorm, sino en Calpe, a muy pocos kilómetros de allí.
Es evidente que lo relativo a la jefa de
policía y a su hermano carnicero, Carmen Machi y Pedro Casablanc, respectivamente,
aportan una perspectiva española al relato que se resuelve con más o menos
gracia en la entrevista de la policía y el hermano en funciones de detective, pero
que aparecen muy desdibujados en una trama en la que aparecen no pocos clichés,
como el conato de polvo salvaje con el encargado de los apartamentos donde vive
el personaje, por ejemplo.
El final quizás haya sido el arranque
orsoniano de la película, pero, aun así, es una imagen hermosa para una película
ni más ni menos triste que la vida misma, porque se intuye un tímido principio
de esperanza en el acercamiento entre Alex y Peter..
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