El terror psicológico en el cine español: El practicante o las eficaces armas estratégicas de la maldad.
Título original: El
practicante
Año: 2020
Duración: 94 min.
País: España
Dirección: Carles Torras
Guion: David Desola, Hèctor
Hernández Vicens, Carles Torras
Fotografía: Juan Sebastián
Vasquez
Reparto: Mario Casas, Déborah François, Celso Bugallo, Raúl Jiménez, Pol
Monen, Guillermo Pfening, Maria Rodríguez Soto, Gerard Oms.
Con el eco de El
coleccionista y de La semilla del diablo en la retina, el espectador
se adentra, desde los primeros planos de la película en una psicología muy
particular y, no tardamos en darnos cuenta de ello, altamente venenosa. Un
camillero de ambulancia que prioriza el robo de objetos en la escena de la
defunción frente a la atención a las víctimas y que, en su casa, a pesar de tener
una mujer joven y hermosa, no es precisamente “la alegría de la huerta”, sino
un carácter introvertido, huraño y celoso, no nos prepara para una película
plácida o meramente psicológica, porque, desgraciadamente, el retrato del
personaje resulta lastimosamente plano, y a ello se ha de deber, sin duda, que
el esfuerzo de interpretación de Mario Casas lo haya llevado a una reducidísima
gama de gestos y expresividad verbal, porque bien puede decirse que, desde el
comienzo, se coloca el careto de amargado acomplejado que, con el transcurso de
la historia, se limita a acentuar hasta conseguir entrar en la galería de asesinos
psicópatas que, de todos modos, no llega a los niveles de un Hannibal Lecter,
por ejemplo, o a la ingenuidad del protagonista de El autor, de Martín
Cuenca; pero sí ocupa un nivel intermedio con sólida credibilidad que irá
ganando peso con el paso del metraje. Es una película que va de menos a más,
sobre todo porque la maldad del protagonista se acentúa cuando, habiendo
quedado paralítico tras sufrir un accidente con la ambulancia en la que
trabaja, la vida práctica y la sentimental se le complican enormemente. El
despecho, los celos, el rencor, su maldad congénita, la sed de venganza y otros
componentes clásicos de ciertas personalidades perturbadas se dan cita en este
protagonista excesivamente compacto, sin cintura alguna para el cambio y al que
Mario Casas da vida, esforzadamente, con las pocas armas que el director ha
puesto a su disposición y que no evitan esa cierta planicie de la que hablaba
en la composición del protagonista. De hecho, la absoluta ausencia de humor, ¡y
anda que lo macabro no da de sí para ello!, es uno de las grandes lastres de la
película; pero ello no impide que la película venza todas esas adversidades y vaya
progresando hacia una situación angustiosa que el guion dosifica perfectamente
para que los espectadores sigamos la peripecia del «practicante» con una eficaz
angustia, favorecida por unas escenas de «acción» -entiéndaseme el neologismo-
capaces de, a los más sensibles, retirar la mirada o parapetarse tras las
palmas entreabiertas…
Estamos, pues,
ante una película de género que cumple con creces con las expectativas mínimas
que este exige para admitirla en el selecto club. En ese sentido la película
logra su objetico. Mi lamento básico es que se haya desperdiciado la
oportunidad de redondear la historia, de darle una complejidad que supere la
nula evolución de los personajes, tan encasillados en su función de peones de
la historia que no tienen vuelo ni historia propia. Y el protagonista lo único que
hace es descender en el abismo de la miseria que queda perfectamente retratada
desde el primer tercio de película. Ese afán, llamémosle «verista», es, por
otro lado, el que no deja de plantear ciertas dudas sobre las generosas
capacidades del protagonista reducido a su silla de ruedas, pero todo se da por
bueno ante la eficacia con que se administra la susceptibilidad del espectador.
Me es imposible relatar nada del argumento porque chafaría la película a quien
se atreva a verla. Digo «atreverse» por la oscura y aun tenebrosa psicología
del protagonista, la cual, a pesar de la uniformidad exhibida a lo largo de la
película, es lo suficientemente poderosa como para meterle el espanto en el
cuerpo a los espectadores poco acostumbrados a este género en el que la espiral
de los asesinatos está en relación directa con la desesperación lúcida del
protagonista, quien siempre escoge la vía del reto del más difícil todavía.
Aunque hay
algunas escenas exteriores, estamos en presencia de una película de interiores
que, además, correspondiéndose con los relativamente reducidos ingresos de los
protagonistas, constituyen un factor de creación de angustia que,
espacialmente, se corresponde con la psicología del protagonista, quien parece
moverse en su propia casa superando obstáculos. La solidez interpretativa,
sobre todo de Déborah François, cuyo principal obstáculo para «entender» su
personaje habrá sido imaginar cómo hubo un pasado en el que ambos fueron
felices, ¡él distinto!, y ella, enamorada de él. La película aporta muy poca
información sobre ese pasado, aunque fía la distancia en la pareja a la
imposibilidad de engendrar descendencia, lo cual adquiere una significación dramática
que se acerca poco menos que a la Yerma de Lorca. Ya digo, con todo, que
ninguno de estos reparos afecta para nada a la eficacia terrorífica de la película,
excelentemente resuelta, y cuyo final, además, logra elevarla por encima de la
media de las películas de este género. Los espectadores tienen la palabra. Yo
la seguí con los niveles de tensión adecuados.
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