Una radiografía
social a través de la decepción filial de dos hijos adaptándose a un nuevo y opresivo ambiente…
Título original: Otona no
miru ehon
Año: 1932
Duración: 91 min.
País: Japón
Dirección: Yasujirō Ozu
Guion: Akira Fushimi, Geibei
Ibushiya
Fotografía: Hideo Shigehara
(B&W)
Reparto: Tatsuo Saito,
Mitsuko Yoshikawa, Hideo Sugawara, Takeshi Sakamoto, Teruyo Hayami, Seiichi
Kato, Chishu Ryu.
Lo primero que
sorprende, y Ozu es siempre «rompedor», es que, dada la fecha, 1932, con el
cine sonoro en pleno desarrollo, para contento de los espectadores que hasta
1929 no había podido oír a sus «ídolos», Ozu escoja deliberadamente rodar una
película muda. Ignoro la acogida que tuvo en su época, pero, en nuestro
presente, la película se ve como una aproximación al mundo del acoso infantil,
como áspera parte de la socialización, y al desolado de los adultos que no han
podido ascender más en la escala social, lo que tiñe de cierto patetismo el
desarrollo de la acción, aunque hay otros valores en juego que incluso hoy nos
pueden servir de lección, porque la temprana conciencia de la jerarquía social
que exhiben los dos hijos de la pareja en la que se centra la historia lleva a
estos a despreciar a su padre por no ser alguien «importante».
Los
protagonistas son, sin duda, los dos hermanos, que aterrizan en una barriada
nueva y han de asistir a un colegio nuevo en el que son objeto del acoso del
matón de turno. Tanto es así, que, al final, deciden hacer novillos para no tenérselas
que ver con él y con la corte de aduladores que le siguen porque le temen, a
pesar de que, como suele suceder con la fuerza bruta, los dos hermanos tienen
bastantes más luces que él.
Una vez que el
padre se entera de las ausencias escolares de sus hijos se producen unas
escenas familiares muy tensas en las que los hijos le echan en cara a su padre
que sea un fracasado, ¡nada menos!, y se niegan incluso a hablar con él y,
finalmente, hasta inician una huelga de hambre. El modo como los padres se
enfrentan al desafío de sus dos hijos de maneras autoritarias, con el temor de
la madre y con la firmeza del padre, que incluso le da una buena tunda de
azotes en el culo al hijo mayor, quien arrastra al pequeño en sus desafíos, se
va perfilando como un conflicto casi irresoluble.
Por mero azar, que es la señal inequívoca
de lo ineluctable, los dos hermanos acaban recalando en la casa de uno de los compañeros
de escuela, el hijo del dueño de la fábrica donde trabaja el padre como
administrativo. El motivo de la reunión de los hombres es «pasar unas películas
caseras» para regocijo del jefe y de los empleados, todos ellos animados por
unas copitas de sake que, en uno de los intervalos entre cambio de rollo,
llevan al padre a hacer una demostración de sus habilidades para la comedia:
una secuencia excelente, desde el punto de vista humano y cinematográfico,
porque todo gira en torno al celuloide, que es un modo de mostrar que el cine
forma parte inherente de la vida y esta de aquel. La «actuación» del padre, una
sinfonía de muecas muy graciosas, es contemplada, sin embargo, por sus hijos,
como una muestra del servilismo a que está obligado su padre para con el jefe
de su compañero de clase.
Poco a poco, a través de una resistencia
activa a dejarse amilanar, lo que vendría a significar, simbólicamente, las
nuevas generaciones de japoneses arrogantes dispuestos a todos, incluso a
combatir de tú a tú con el poderoso ejército usamericano, algo que no tardaría
ni tres años en producirse, los dos hermanos, espalda con espalda, se
enfrentan, zueco en mano a quienes pretenden dominarlos para abusar de ellos.
No es extraño, lo digo por la interpretación simbólica, que, en una conversación
que tiene el padre con los hijos, quienes le siguen acusando de ser un don nadie,
este les pregunte qué quieren ser. El pequeño le dice que “Teniente General”.
El padre le interroga que por qué no «algo más», y entonces le dice que no
puede, porque su hermano mayor será el «General», lo cual es de una lógica
aplastante para una interiorizada percepción de la jerarquía.
Se ha de reconocer que la actuación de los
dos chiquillos es de una expresividad emocionante, por más que su desprecio al
padre duela en lo más profundo. Este, además, asume con tal naturalidad llena
de dolorida resignación su ausencia de triunfo social que toda la vida familiar
parece contagiarse de ese desánimo que, para los esposos, sin embargo, es lo
más parecido a una «buena situación».
No estamos ante el Ozu de la cámara
colocada a ras de suelo en los interiores que le han hecho famoso, y sale mucho
y bien a la calle para seguir las andanzas de los muchachos, quienes se
desenvuelven ante las cámaras con una naturalidad prodigiosa que bien puede
equipararse a la de La guerra de los botones, de Yves Robert o a Los cuatrocientos
golpes, de Truffaut, ambas excepcionales. Ozu ha sabido captar a la
perfección el duro mundo al que han de enfrentarse los dos niños para
sobrevivir en él; pero también ha plasmado a la perfección la facilidad con que
puede criarse a dos tiranos cuya desconsideración infinita se clava como un
puñal alevoso en el corazón de los padres que velan por ellos y su futuro. Lo
soberbio es que haya escogido la vía de las películas mudas cuando estas ya se
estaban considerando una “antigualla”. ¿Por qué? ¿De qué nos quería avisar? ¿O
le tenía miedo a la posible impericia expresiva de las voces de los niños que
intervienen en la película? El caso es que esta se ve como una suerte de
nostalgia del pasado, como si quisiera valorar, Ozu, la elocuencia del gesto y
de los actos frente a la ambigüedad del lenguaje hablado. ¡Y lo consigue con
creces! A todos ellos les ponemos la voz que les corresponde, y sabemos exactamente
cómo suena cuanto dicen los intertítulos, porque la situación familiar descrita
por Ozu nos es común a todos, como padres o como hijos.
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