lunes, 22 de febrero de 2021

«Mando siniestro», de Raoul Walsh o el mejor espíritu épico del «western».

 


Un western fordiano en el estallido de la Guerra de Secesión: pasión y pillaje; comedia y aventuras y un ritmo trepidante casi de superproducción… Yee-haw!

 

Título original: Dark Command

Año: 1940

Duración: 94 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Raoul Walsh

Guion: Grover Jones, Lionel Houser, F. Hugh Herbert (Novela: W.R. Burnett)

Música: Victor Young

Fotografía: Jack A. Marta (B&W)

Reparto: John Wayne, Claire Trevor, Walter Pidgeon, Roy Rogers, George 'Gabby' Hayes, Porter Hall, Marjorie Main, Raymond Walburn, J. Farrell MacDonald, Joe Sawyer, Helen MacKellar, Roy Bucko, Trevor Bardette, Cactus Mack, Bob Card, Al Haskell, Yakima Canutt, Edward Brady, Frank Hagney, Al Bridge, Edmund Cobb, Tom London, Stanley Blystone, Ernie Adams, Herman Hack, Al Taylor, Hank Bell, Tex Cooper.

 

         ¡Por favor, qué manera de disfrutar! Raoul Walsh es siempre una apuesta segura, pero en esta ocasión se ha «marcado» un western fordiano que a buen seguro el envidió el maestro. Walsh y Ford son dos gigantes del cine con vidas hasta cierto punto paralelas, pues ambos arrancan del cine mudo casi en sus inicios, 1915 y llegan hasta los 60 en plena forma y con más de cien rodajes cada uno a sus espaldas. Ese bendito oficio de realizador alcanza en ellos cotas enormes que solo mucho más tarde se ha reconocido, parta ensalzarlos a la altura de los universalmente reconocidos como megaestrellas del Séptimo Arte, Stroheim. Griffith, Eisenstein, Dreyer, Ozu, etc.

         En esta ocasión, Walsh, que tiene un don especial para el cine de aventuras, con trepidantes escenas de acción y personajes siempre muy bien perfilados, escoge una historia del Oeste en un momento histórico muy preciso: el enfrentamiento entre el Norte y el Sur, con motivo del intento del Sur de abandonar la unión, declarándose independiente, y la sitúa, además, en Kansas, lo que podríamos considerar un estado neutral en el que conviven ambas tendencias, la unionista y la secesionista.

         A un pueblo de Kansas, Lawrence, llega un dentista y barbero que se va ganando la vida gracias a las peleas de su ayudante, el fortachón Johan Wayne que va rompiendo dientes por un quítame allá esas pajas, para darle clientes a su socio. Entramos en la trama, pues, con un aire de comedia que enseguida se confirma cuando, tras fijarse en una moza que resulta ser la hija del banquero, le declara en cosa de dos días su intención de casarse con ella. Tiene un rival, sin embargo, el maestro de escuela cansado de ser un don nadie sin fortuna propia. Ve un futuro en la oferta que le hacen las fuerzas vivas de la ciudad para que se presente a la elección de Marshall. Y entonces, en una de las escenas más graciosas que se hayan visto en un western, los dos candidatos, el cultivado maestro y el analfabeto fortachón lanzan sendos discursos para captar los votos de los habitantes del lugar. Sale, contra pronóstico, elegido el ayudante del barbero, quien siempre tiene a este a su vera para que le lea con cuantos papeles se las ha de haber en su oficio.

         El despecho, que mueve más montañas que la fe, lleva al maestro, quien advierte que su aún no prometida coquetea en exceso con el nuevo Marshall, a convertirse en jefe de una banda que roba en el territorio sin ley al que ninguno de los dos ejércitos, el sudista o el unionista han llegado, aunque, tras robar un cargamento de uniformes, decide disfrazar a sus hombres de militares sudistas y amparar ideológicamente sus robos.

         El hijo del banquero, un fanático de los cowboys y pistoleros, se pone al lado del ayudante del barbero en una pelea y, desde entonces, se convierte en su mano derecha. Ese actor es ¡nada menos que Roy Rogers! A quien se inició en el cine de la mano de los westerns de Kit Carson, Gene Autry y Roy Rogers, quien compraba, también, tebeos suyos, de vez en cuando, porque eran de los «caros», como los apaisados de El hombre enmascarado, ¡tan sugestivos!, la presencia de un joven Roy Rogers en esta película le conmina a verla con los ojos entusiasmados del niño que, como el guion nos dicta, traza rápidamente una raya nítida entre los «buenos» y los «malos», ¡y a fe que ahora reconozco el inmenso valor de Walter Pidgeon para encarnar con tanta propiedad al ser malvado y rencoroso que aspira a conseguir la mano de la hija del banquero a través del enriquecimiento delictivo.

         La película juega con un buen número de intereses cruzados que nos conducen a situaciones inesperadas, entre ellas la detención y juicio amañado del hijo del banquero, merced a la presión sobre los miembros del jurado por parte del maestro de doble vida; el asalto al banco por los clientes que quieren recuperar sus dineros, lo que acaba con la muerte del banquero; el casamiento por despecho de la hija con el hombre al que no ama; el enfrentamiento entre la honestísima madre del malvado y este, etc. O sea, que la trama es una siembra constante de líneas narrativas que confluyen todas, perfectamente, al final. Pero el camino hasta que llegamos a él está lleno de episodios de acción tan estupendos como el despeñamiento del carro en el que huyen el Marshall y sus ayudantes de los forajidos a un río en un viaje extraordinario que les permite salvar la vida, a pesar de que sus perseguidores los «fríen, como coloquialmente solíamos decir de niños, a balazos (lo de las «balaceras» nos llegaría con los  doblajes sudamericanos de las primeras series de televisión); un «salto» que recuerda el de Dos hombres y un destino, de George Roy Hill, por cierto.

         El tratamiento del enfrentamiento por el afán de secesión de los sudistas se refleja perfectamente en cómo se inicia la carrera de maleante del maestro: primero, traficando con esclavos; después, con armas, y, finalmente, asaltando poblaciones indefensas para saquearlas. No hay en ningún momento ninguna escena militar, pero las razias de los delincuentes, disfrazados con el uniforme sudista, actúan como metáfora de los propios desastres de la guerra que acaban conduciendo al enfrentamiento entre ciudadanos en Lawrence. La acusación de asesinato del hijo el banquero es una prueba de fuego para el Marshall, que se debate entre su obligación legal de llevar ante los tribunales a su amigo y la pasión amorosa que le exige la parcialidad y desoír su juramento en defensa de la ley. Escoge lo que debe, y eso vuelve a disparar la trama, como un motivo dinámico de excelente alcance, lo que dará pie a escenas estupendas en el campamento de los rebeldes y forajidos.

         La vi ayer por la noche y tenía todita la sensación de haber estado viéndola a las cuatro de la tarde del domingo en el cine Las Palmeras de la Ciudad de Aire, en San Javier, porque la seguí con la misma pasión con la que los espectadores siempre desean que triunfe el bien y la Justicia. ¡Qué gozada!

No hay comentarios:

Publicar un comentario