Un western
fordiano en el estallido de la Guerra de Secesión: pasión y pillaje; comedia y
aventuras y un ritmo trepidante casi de superproducción… Yee-haw!
Título original: Dark
Command
Año: 1940
Duración: 94 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Raoul Walsh
Guion: Grover Jones, Lionel Houser, F. Hugh Herbert (Novela: W.R.
Burnett)
Música: Victor Young
Fotografía: Jack A. Marta
(B&W)
Reparto: John Wayne, Claire Trevor, Walter Pidgeon, Roy Rogers, George
'Gabby' Hayes, Porter Hall, Marjorie Main, Raymond Walburn, J. Farrell
MacDonald, Joe Sawyer, Helen MacKellar, Roy Bucko, Trevor Bardette, Cactus
Mack, Bob Card, Al Haskell, Yakima Canutt, Edward Brady, Frank Hagney, Al
Bridge, Edmund Cobb, Tom London, Stanley Blystone, Ernie Adams, Herman Hack, Al
Taylor, Hank Bell, Tex Cooper.
¡Por favor, qué manera de disfrutar!
Raoul Walsh es siempre una apuesta segura, pero en esta ocasión se ha «marcado»
un western fordiano que a buen seguro el envidió el maestro. Walsh y Ford son
dos gigantes del cine con vidas hasta cierto punto paralelas, pues ambos
arrancan del cine mudo casi en sus inicios, 1915 y llegan hasta los 60 en plena
forma y con más de cien rodajes cada uno a sus espaldas. Ese bendito oficio de
realizador alcanza en ellos cotas enormes que solo mucho más tarde se ha
reconocido, parta ensalzarlos a la altura de los universalmente reconocidos
como megaestrellas del Séptimo Arte, Stroheim. Griffith, Eisenstein, Dreyer,
Ozu, etc.
En esta ocasión,
Walsh, que tiene un don especial para el cine de aventuras, con trepidantes
escenas de acción y personajes siempre muy bien perfilados, escoge una historia
del Oeste en un momento histórico muy preciso: el enfrentamiento entre el Norte
y el Sur, con motivo del intento del Sur de abandonar la unión, declarándose
independiente, y la sitúa, además, en Kansas, lo que podríamos considerar un
estado neutral en el que conviven ambas tendencias, la unionista y la
secesionista.
A un pueblo de
Kansas, Lawrence, llega un dentista y barbero que se va ganando la vida gracias
a las peleas de su ayudante, el fortachón Johan Wayne que va rompiendo dientes
por un quítame allá esas pajas, para darle clientes a su socio. Entramos en la
trama, pues, con un aire de comedia que enseguida se confirma cuando, tras
fijarse en una moza que resulta ser la hija del banquero, le declara en cosa de
dos días su intención de casarse con ella. Tiene un rival, sin embargo, el
maestro de escuela cansado de ser un don nadie sin fortuna propia. Ve un futuro
en la oferta que le hacen las fuerzas vivas de la ciudad para que se presente a
la elección de Marshall. Y entonces, en una de las escenas más graciosas que se
hayan visto en un western, los dos candidatos, el cultivado maestro y el
analfabeto fortachón lanzan sendos discursos para captar los votos de los habitantes
del lugar. Sale, contra pronóstico, elegido el ayudante del barbero, quien
siempre tiene a este a su vera para que le lea con cuantos papeles se las ha de
haber en su oficio.
El despecho,
que mueve más montañas que la fe, lleva al maestro, quien advierte que su aún
no prometida coquetea en exceso con el nuevo Marshall, a convertirse en jefe de
una banda que roba en el territorio sin ley al que ninguno de los dos ejércitos,
el sudista o el unionista han llegado, aunque, tras robar un cargamento de
uniformes, decide disfrazar a sus hombres de militares sudistas y amparar
ideológicamente sus robos.
El hijo del
banquero, un fanático de los cowboys y pistoleros, se pone al lado del
ayudante del barbero en una pelea y, desde entonces, se convierte en su mano
derecha. Ese actor es ¡nada menos que Roy Rogers! A quien se inició en el cine
de la mano de los westerns de Kit Carson, Gene Autry y Roy Rogers, quien
compraba, también, tebeos suyos, de vez en cuando, porque eran de los «caros»,
como los apaisados de El hombre enmascarado, ¡tan sugestivos!, la presencia
de un joven Roy Rogers en esta película le conmina a verla con los ojos
entusiasmados del niño que, como el guion nos dicta, traza rápidamente una raya
nítida entre los «buenos» y los «malos», ¡y a fe que ahora reconozco el inmenso
valor de Walter Pidgeon para encarnar con tanta propiedad al ser malvado y
rencoroso que aspira a conseguir la mano de la hija del banquero a través del
enriquecimiento delictivo.
La película
juega con un buen número de intereses cruzados que nos conducen a situaciones
inesperadas, entre ellas la detención y juicio amañado del hijo del banquero,
merced a la presión sobre los miembros del jurado por parte del maestro de
doble vida; el asalto al banco por los clientes que quieren recuperar sus
dineros, lo que acaba con la muerte del banquero; el casamiento por despecho de
la hija con el hombre al que no ama; el enfrentamiento entre la honestísima madre
del malvado y este, etc. O sea, que la trama es una siembra constante de líneas
narrativas que confluyen todas, perfectamente, al final. Pero el camino hasta
que llegamos a él está lleno de episodios de acción tan estupendos como el
despeñamiento del carro en el que huyen el Marshall y sus ayudantes de los
forajidos a un río en un viaje extraordinario que les permite salvar la vida, a
pesar de que sus perseguidores los «fríen, como coloquialmente solíamos decir
de niños, a balazos (lo de las «balaceras» nos llegaría con los doblajes sudamericanos de las primeras series
de televisión); un «salto» que recuerda el de Dos hombres y un destino,
de George Roy Hill, por cierto.
El tratamiento
del enfrentamiento por el afán de secesión de los sudistas se refleja perfectamente
en cómo se inicia la carrera de maleante del maestro: primero, traficando con
esclavos; después, con armas, y, finalmente, asaltando poblaciones indefensas para
saquearlas. No hay en ningún momento ninguna escena militar, pero las razias de
los delincuentes, disfrazados con el uniforme sudista, actúan como metáfora de
los propios desastres de la guerra que acaban conduciendo al enfrentamiento entre
ciudadanos en Lawrence. La acusación de asesinato del hijo el banquero es una
prueba de fuego para el Marshall, que se debate entre su obligación legal de
llevar ante los tribunales a su amigo y la pasión amorosa que le exige la
parcialidad y desoír su juramento en defensa de la ley. Escoge lo que debe, y
eso vuelve a disparar la trama, como un motivo dinámico de excelente alcance, lo
que dará pie a escenas estupendas en el campamento de los rebeldes y forajidos.
La vi ayer por
la noche y tenía todita la sensación de haber estado viéndola a las cuatro de
la tarde del domingo en el cine Las Palmeras de la Ciudad de Aire, en San
Javier, porque la seguí con la misma pasión con la que los espectadores siempre
desean que triunfe el bien y la Justicia. ¡Qué gozada!
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