Un intenso melodrama, algo deslavazado, al servicio de la creación de un mito del celuloide: Marlene Dietrich.
Título original: Blonde
Venus
Año: 1932
Duración: 93 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Josef von Sternberg
Guion: Jules Furthman, S.K. Lauren
Música: W. Franke Harling, John Leipold, Paul Marquardt, Oscar Potoker
Fotografía Bert Glennon
(B&W)
Reparto: Marlene Dietrich, Herbert Marshall, Cary Grant, Dickie Moore,
Gene Morgan, Rita La Roy, Robert Emmett O'Connor, Sidney Toler, Morgan Wallace,
Dennis O'Keefe.
Supongo que este tipo de películas
clásicas en blanco y negro, parte muy viva de los procesos cinematográficos de
la creación de estrellas que han dejado su nombre y su obra en la memoria de
las generaciones, será hoy un capítulo inexplorado para las nuevas generaciones
de aficionados al cine, pero espero que no para los cinéfilos que descubrirán
en películas como esta su razón de ser.
Rodada íntegramente
en Usamérica, adonde la Dietrich literalmente huyó de Alemania la misma noche
del estreno de El ángel azul, con un suculento contrato bajo el brazo, La
Venus rubia es la sexta película que Josef von Sternberg rodará con quien
fue su amante y su descubrimiento al elegirla para encarnar la Lola/Lulú en El
ángel azul, donde, literalmente, se comió cinematográficamente a Emil
Jannings, para el lucimiento del cual fue concebida la película, sin embargo.
Ese mimo, ese cuidado para con su «joya», halla en esta película su máxima
expresión. Desde el atrevido inicio, con unas actrices bañándose desnudas en un
río adonde llegan unos excursionistas entre los que se encuentra quien, tras un
romance excesivamente elíptico, acabará convirtiéndose en su marido y viviendo
con él en Nueva York, donde él descubre que sufre una enfermedad provocada por
la contaminación de elementos químicos con los que trabaja. Sin recursos con
los que hacer frente a su viaje a Alemania para ser tratado con una técnica
novedosa, ella se ve obligada a retomar su carrera como cantante, algo a lo que
su marido, pendiente de descubrir una patente que los hará ricos, se niega. El
modo como ella se inicia de nuevo en el mundo del cabaret refleja perfectamente
el ambiente sórdido en que se ha de medrar para conseguir el dinero que su
marido necesita. Que en su camino se cruce un millonario arrogante, encarnado
por Cary Grant en uno de sus primeros papeles relevantes, en un año, 1932, en
el que el actor llega a aparecer en siete películas distintas. Sucede lo que ha
de suceder, de acuerdo con los cánones del melodrama y ella consigue el dinero
que necesita su marido, 1.500$, pero ella y su hijo, Johnny, acaban viviendo
con él.
El marido
regresa por sorpresa con quince días de antelación y se encuentra la casa
vacía, por lo que sospecha lo peor, para acertar. Entonces toma una decisión
radical: separar al niño de su madre y exigirle que se aparte de ambos. Está
claro que en un melodrama el instinto maternal tiene tanto poder como el
sexual, lo que lleva a la madre a secuestrar a su hijo e iniciar una huida que
la lleva de teatro en teatro y de ciudad en ciudad, mientras la policía se
moviliza para iniciar una persecución que devuelva al hijo con el padre, a
instancias de la denuncia de este. En ese largo camino lleno de riesgos y
huidas precipitadas, la actriz llegará incluso a la prostitución para poder
sobrevivir, aunque, al final, viendo el más que incierto camino que se abre
ante ella, decide, en una secuencia extraordinaria en la que seduce al policía
que la persigue, sin que este ni siquiera sospeche que es ella la fugitiva,
devolver el hijo al padre.
Con un cheque
de 1.500$ que el marido le devuelve, tras malvender su patente, la cantante
acaba en un albergue para mujeres sin hogar y, en una escena ambigua, en la que
una mujer vieja y desgreñada le dice que no va a tener mañana porque al día
siguiente piensa suicidarse, la protagonista le regala el cheque que le ha dado
el marido y desaparece en un mutis que hace presagiar lo peor; pero eso ha de
descubrirlo ya el espectador, no he de revelárselo yo.
En todo caso,
la película está enfocada al lucimiento exclusivo de la Dietrich, de quien
Sternberg consigue planos extraordinarios, con iluminaciones indirectas de todo
tipo, con tocados que le ocultan parcialmente el rostro, o, como en su primer número,
cuando reinicia su carrera, emergiendo del disfraz de un orangután que ha
causado cierto temor entre los asistentes al cabaret donde conocerá al joven
millonario. La belleza de la actriz, aún no tan delgada como en épocas
posteriores, su mirada seductora e incluso el toque masculino del frac blanco
con que interpreta una canción, todo ello, se pone al servicio del estrellato
de la actriz, quien le sacó una inmensa rentabilidad.
La película usa
la elipsis constantemente, pero ello nos alivia y nos permite centrarnos en
esas imágenes de una calidad excepcional que, sin llegar, quizás, al lirismo detallista
de Ophüls, crean un ambiente de glamur en el que la intérprete se mueve con
absoluta soltura y propiedad. Herbert Marshall, por su parte, contribuye de un
modo muy veraz a potenciar el melodrama, porque el nexo entre ambos, el hijo
amado por los dos de un modo irracional, es lo que los une y separa al tiempo.
Viejas películas
de viejas épocas con viejos valores, pero un festival cinematográfico de
primera magnitud.
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