viernes, 26 de marzo de 2021

«La Venus rubia», de Josef von Sternberg «ad maiorem Dietrich gloriam».


 

Un intenso melodrama, algo deslavazado, al servicio de la creación de un mito del celuloide: Marlene Dietrich. 

Título original: Blonde Venus

Año: 1932

Duración: 93 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Josef von Sternberg

Guion: Jules Furthman, S.K. Lauren

Música: W. Franke Harling, John Leipold, Paul Marquardt, Oscar Potoker

Fotografía Bert Glennon (B&W)

Reparto: Marlene Dietrich, Herbert Marshall, Cary Grant, Dickie Moore, Gene Morgan, Rita La Roy, Robert Emmett O'Connor, Sidney Toler, Morgan Wallace, Dennis O'Keefe.

 

         Supongo que este tipo de películas clásicas en blanco y negro, parte muy viva de los procesos cinematográficos de la creación de estrellas que han dejado su nombre y su obra en la memoria de las generaciones, será hoy un capítulo inexplorado para las nuevas generaciones de aficionados al cine, pero espero que no para los cinéfilos que descubrirán en películas como esta su razón de ser.

         Rodada íntegramente en Usamérica, adonde la Dietrich literalmente huyó de Alemania la misma noche del estreno de El ángel azul, con un suculento contrato bajo el brazo, La Venus rubia es la sexta película que Josef von Sternberg rodará con quien fue su amante y su descubrimiento al elegirla para encarnar la Lola/Lulú en El ángel azul, donde, literalmente, se comió cinematográficamente a Emil Jannings, para el lucimiento del cual fue concebida la película, sin embargo. Ese mimo, ese cuidado para con su «joya», halla en esta película su máxima expresión. Desde el atrevido inicio, con unas actrices bañándose desnudas en un río adonde llegan unos excursionistas entre los que se encuentra quien, tras un romance excesivamente elíptico, acabará convirtiéndose en su marido y viviendo con él en Nueva York, donde él descubre que sufre una enfermedad provocada por la contaminación de elementos químicos con los que trabaja. Sin recursos con los que hacer frente a su viaje a Alemania para ser tratado con una técnica novedosa, ella se ve obligada a retomar su carrera como cantante, algo a lo que su marido, pendiente de descubrir una patente que los hará ricos, se niega. El modo como ella se inicia de nuevo en el mundo del cabaret refleja perfectamente el ambiente sórdido en que se ha de medrar para conseguir el dinero que su marido necesita. Que en su camino se cruce un millonario arrogante, encarnado por Cary Grant en uno de sus primeros papeles relevantes, en un año, 1932, en el que el actor llega a aparecer en siete películas distintas. Sucede lo que ha de suceder, de acuerdo con los cánones del melodrama y ella consigue el dinero que necesita su marido, 1.500$, pero ella y su hijo, Johnny, acaban viviendo con él.

         El marido regresa por sorpresa con quince días de antelación y se encuentra la casa vacía, por lo que sospecha lo peor, para acertar. Entonces toma una decisión radical: separar al niño de su madre y exigirle que se aparte de ambos. Está claro que en un melodrama el instinto maternal tiene tanto poder como el sexual, lo que lleva a la madre a secuestrar a su hijo e iniciar una huida que la lleva de teatro en teatro y de ciudad en ciudad, mientras la policía se moviliza para iniciar una persecución que devuelva al hijo con el padre, a instancias de la denuncia de este. En ese largo camino lleno de riesgos y huidas precipitadas, la actriz llegará incluso a la prostitución para poder sobrevivir, aunque, al final, viendo el más que incierto camino que se abre ante ella, decide, en una secuencia extraordinaria en la que seduce al policía que la persigue, sin que este ni siquiera sospeche que es ella la fugitiva, devolver el hijo al padre.

         Con un cheque de 1.500$ que el marido le devuelve, tras malvender su patente, la cantante acaba en un albergue para mujeres sin hogar y, en una escena ambigua, en la que una mujer vieja y desgreñada le dice que no va a tener mañana porque al día siguiente piensa suicidarse, la protagonista le regala el cheque que le ha dado el marido y desaparece en un mutis que hace presagiar lo peor; pero eso ha de descubrirlo ya el espectador, no he de revelárselo yo.

         En todo caso, la película está enfocada al lucimiento exclusivo de la Dietrich, de quien Sternberg consigue planos extraordinarios, con iluminaciones indirectas de todo tipo, con tocados que le ocultan parcialmente el rostro, o, como en su primer número, cuando reinicia su carrera, emergiendo del disfraz de un orangután que ha causado cierto temor entre los asistentes al cabaret donde conocerá al joven millonario. La belleza de la actriz, aún no tan delgada como en épocas posteriores, su mirada seductora e incluso el toque masculino del frac blanco con que interpreta una canción, todo ello, se pone al servicio del estrellato de la actriz, quien le sacó una inmensa rentabilidad.

         La película usa la elipsis constantemente, pero ello nos alivia y nos permite centrarnos en esas imágenes de una calidad excepcional que, sin llegar, quizás, al lirismo detallista de Ophüls, crean un ambiente de glamur en el que la intérprete se mueve con absoluta soltura y propiedad. Herbert Marshall, por su parte, contribuye de un modo muy veraz a potenciar el melodrama, porque el nexo entre ambos, el hijo amado por los dos de un modo irracional, es lo que los une y separa al tiempo.

         Viejas películas de viejas épocas con viejos valores, pero un festival cinematográfico de primera magnitud.

No hay comentarios:

Publicar un comentario