Título original: I'll Give a Million
Año: 1938
Duración: 70 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Walter Lang
Guion: Boris Ingster, Milton Sperling. Argumento: Giaci Mondaini, Cesare Zavattini
Música: Cyril J. Mockridge
Fotografía: Lucien N.
Andriot (B&W)
Reparto: Warner Baxter, Marjorie Weaver, Peter Lorre, Jean Hersholt,
John Carradine, J. Edward Bromberg, Lynn Bari, Fritz Feld, Sig Ruman, Christian
Rub, Paul Harvey, Charles Halton, Frank Reicher, Frank Dawson, Harry Hayden,
Stanley Andrews.
Título original: There´s No Business Like Show
Business
Año: 1954
Duración: 117 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Walter Lang
Guion: Phoebe Ephron, Henry
Ephron. Historia: Lamar Trotti
Música: Irving Berlin
Fotografía: Leon Shamroy
Reparto: Ethel Merman, Dan
Dailey, Donald O´Connor, Marilyn Monroe, Johnnie Ray, Mitzi Gaynor, Hugh
O´Brian, Frank McHugh.
Walter Lang no
es uno de esos directores que suelan tener los cinéfilos en un altar, aunque
bien pudiera ser considerado un excepcional autor de comedias satíricas y de
musicales clásicos como Can-Can, la presente que aquí traigo, Luces
de Candilejas y El rey y yo, todos ellos parte de la memoria sonora
de los aficionados a ese género que aún nos ofrece grandes obras, y que ha
resultado tan imperecedero como el western o el cine negro. Con
anterioridad, critiqué en su día Niñera moderna, que me pareció una
comedia llena de ingenio, con un guion medidísimo, y, en esa línea, si bien por
la parte de la comedia sofisticada, hemos de encuadrar una obra como I’ll
give a million, no estrenada en España y una película, a juzgar por la
ausencia de comentadores y evaluadores de la misma en FilmAffinity muy
poco o nada vista, aunque es el remake usamericano de la película italiana Darò
un milione , de Mario Camerini, con Vittorio de Sica, que o he tenido oportunidad de ver aún, salvo
algunas escenas sueltas.
La historia
arranca en un yate en el que su millonario poseedor está atravesando una crisis
existencial debido al profundo aburrimiento vital que le provoca estar forrado
de millones, digámoslo en términos vulgares. Incluso una antigua novia se le
acerca insinuándosele de nuevo para que nombre director de alguno de sus
negocios a su marido, un auténtico inútil. Después de haber brindado por la
amistad con quien considera que es el único amigo que le queda en el mundo, su
viejo mayordomo, sale a tomar el aire a cubierta, y entonces reclaman su
atención los gritos de socorro de alguien que se ahoga. No lo duda, se lanza al
agua y acaba llevando hasta la orilla a quien, sin embargo, quería suicidarse,
un vagabundo que había decidido poner fin a su vida. Estamos en la Costa Azul,
en Francia. El millonario acaba confesando a su «salvado» que estaría dispuesto
a dar un millón de francos a quien hiciera algo desinteresado por él. A la
mañana siguiente del salvamento, el vagabundo descubre que su salvador ha
desaparecido, llevándose sus ropas y que él tiene las suyas y el mucho dinero
que llevaba en sus bolsillos.
Baste decir que el «salvado» es Peter
Lorre en pleno uso de sus facultades interpretativas, quien ennoblece
artísticamente la película con su sobresaliente actuación. Tras ser detenido y
descubierto por un periodista, que le «arranca» la historia del millón de
francos que donará a quien haga algo desinteresado por él, irreconocible bajo
su nueva personalidad de vagabundo, la ciudad de la Costa Azul sufre una
transformación: de repente, todos la codiciosa población local se vuelca en
atenciones a los mendigos y, como en Plácido, casi cada familia, el gobernador
incluido, se lleva un pobre a casa y lo trata a cuerpo de rey por si se diera
la casualidad de que «el elegido» fuera el millonario disfrazado. La trama se
refuerza con un crescendo que se magnifica por el «efecto llamada» que atrae a
la ciudad a la auténtica Corte de los Milagros, entre los que se encuentra un brillante
John Carradine, con inusitada vis cómica, si nos atenemos a los usuales papeles
de villano que se le encomendaban, y lejos aún de su magnificente aparición en La
diligencia, de Ford.
El millonario, por su parte, acaba
tropezando con una joven a quien se le ha escapado el mono, parte del circo en
el que vive y en el que el protagonista acaba recalando y conociendo aquello
que buscaba: la bondad desinteresada y, de soberbia propina, el amor de su
vida. Claro que, como un buen guion que se precie exige, todo se complica de un
modo absolutamente estupendo para que las diversas tramas paralelas acaben
coincidiendo en un final como exigen las normas escritas de las grandes
comedias. Y esta lo es. No por producción ni por un plantel de excelentes actores y actrices que, aun destacados en aquello años, como el ganador del
Oscar, Warner Baxter, que trabajó con Ford en la estupenda Prisionero del odio,
apenas tardaron unos pocos años en dedicarse a producciones B entre las que
bien podría considerarse esta, aunque su Director sabe elevarla muy por encima de la media y ofrecernos una aguda crítica
social de la avaricia y el interés que Berlanga
llevaría en Plácido a la excelencia.
Aunque haya algo de envaramiento en el
protagonista, lo cierto es que la creación de tramas paralelas, en una de las
cuales Peter Lorre justifica por sí mismo la película, permiten una variedad que
va más allá e la anécdota y se consiguen escenas no solo de gran comicidad,
sino de acerada crítica social e institucional. A todo ello contribuye una fotografía
muy expresiva, sobre todo de los rostros de los mendigos, como en el
reconocimiento policial para que Lorre descubra quién es el millonario
disfrazado, momento en el que emerge con total protagonismo, aunque breve, John
Carradine. En fin, una comedia clásica que gustará a quienes estén de acuerdo
conmigo en que las comedias usamericanas «fijaron» indeleblemente un género en
el que, paradójicamente, han destacado directores de origen europeo.
Luces de candilejas, por su parte,
es un clásico del cine musical, con un cinemascope que da cabida en el plano a
la más inverosímil de las coreografías. Y en esta película no solo las hay magníficas, sino incluso tan
innovadoras como el trío entre Donald O´Connor, Marilyn Monroe y, Mitzi Gaynor,
en el que se conjuga la sensualidad explosiva de Monroe y la comicidad innata
del dúo Gaynor O’Connor. La historia, sin embargo, tiene un aire de crónica de
la evolución del musical desde el tiempo del vodevil y las actuaciones casi en
barracas de feria que es como nació el género en las que se sumaban a los números
musicales los casi circenses y, sobre todo, los números concebidos como
pequeñas historias, así como cualesquiera virtuosismos de todo tipo. La familia
Donahue es una típica familia de cantantes y bailarines que va recorriendo el
país con sus números, en los que van incluyendo a los hijos desde bien pequeños,
hasta que deciden dejarlos internados para que reciban una educación que, sin
embargo, no los apartará, una vez crecidos, de volver a los escenarios. Marilyn
Monroe es una joven aspirante a convertirse en estrella y su camino se cruzará
con el de los Donahue, lo que dará pie a la deriva emocional que se intercala,
como la vocación religiosa de uno de los hijos, entre número y número, pero sin
estorbar demasiado, aunque los padres, Ethel Merman y Dan Dailey, son dos
profesionales como la copa de un pino e incluso en los momentos más melodramáticos
de la historia saben dar el tipo para conferir a la historia una verosimilitud total.
A pesar de su venerable edad, la película se sigue viendo con gusto, no solo
porque la música sea de Irving Berlin, clásico entre clásico, como Cole Porter,
sino porque hay números que han pasado a la historia del género, como el que da
título a la película en inglés There´s No Business Like Show Business o el seductor e incandescente con que Marilyn
abre su participación en la película: After You Get What You Want You Don't
Want It. Los aficionados al género saben que no se han de gastar muchas
palabras para convencerlos de que la película es un estallido controlado de
luz, color, ritmo, coreografía y melodías inolvidables, y todo ello con una
visión del espectáculo por dentro que nos habla bien a las claras de lo que ha
sido y sigue siendo el mundo del teatro en el mundo nuestro de cada día,
pandemias aparte…
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