El encuentro
entre dos soledades sobre el puente de la diferencia de edad, más un trastorno
mental que todo lo entenebrece… ¡Avasalladora Joan Crawford!
Título original: Autumn
Leaves
Año: 1956
Duración: 102 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Robert Aldrich
Guion: Jack Jevne, Lewis Meltzer, Robert Blees
Música: Hans J. Salter
Fotografía: Charles Lang
(B&W)
Reparto: Joan Crawford, Cliff Robertson, Vera Miles, Lorne Greene, Ruth
Donnelly, Shepperd Strudwick, Selmer Jackson, Maxine Cooper, Marjorie Bennett,
Frank Gerstle, Leonard Mudie, Maurice Manson.
Robert Aldrich no necesita ni presentación
ni elogios de un criticucho de tres el cuarto, porque su obra tiene una solidez
a prueba de generaciones. Sin embargo, siempre es posible descubrir en la obra
de cualquier director alguna película no vista. Esta, descubierta por
casualidad en la cinta de correr, me ha hipnotizado desde el comienzo, cuando
una solterona ve ante ella la amenaza de la eterna soledad que se cierne sobre
la mujer madura que, en el caso de la protagonista, por cuidar a su padre, ha
ido perdiendo las oportunidades que tuvo para formar su propia familia. Lo
afronta, todo hay que decirlo, con la serenidad propia de la resignación y con
una capacidad de encaje digna de elogio, porque, a salvo de lo que pudiera
depararle el destino, no hay ninguna nota melodramática que nos hable de un
trauma o una imposibilidad de lidiar sin profunda amargura con una situación
que afecta por igual a hombres y mujeres.
La salida a un
concierto y la cena posterior en un abarrotado café cercano a la sala de
conciertos da pie para que un hombre joven, unos quince años más joven que
ella, le sugiera si pueden compartir la única mesa en la que hay, en todo el
café, un asiento libre. Tras la negativa inicial, acaba aceptando y el buen
humor del hombre se encarga del resto. La situación es transparente tanto para
ella como para el espectador, por eso, aunque se cita con él durante un fin de
semana, y se inicia un romance ardiente entre ellos, ella llega a la conclusión,
aparentemente racional, de que una unión tan desigual no tiene futuro, por lo que
decide impedir que la situación progrese y le pide que deje de verla. Pasado un
mes de la separación, él vuelve a aparecer en su vida y, tras confesarle que no
puede vivir sin ella, le pide que se case con él. Tras otra negativa inicial,
ella acaba accediendo a una boda que no tardará en revelarse como una fuente de
problemas cuando aparece su exmujer, de la que se ha separado, pero no
divorciado, hace poco más de un mes. La situación se complica aún más cuando la
flamante esposa descubre, a través de la ex de su marido, que su padre vive. Va
a verlo y nos llevamos la sorpresa cinematográfica de encontrarnos con Lorne
Green, el padre de la legendaria Bonanza. En su entrevista no se percata de
ello, pero, tras pedir a su marido que vaya a ver a su padre, ella descubre que
su ex y su padre están liados y, más tarde, él descubre lo mismo, lo que le
produce un choque psicológico que desata en él un trastorno mental profundo que
lo lleva a rebelarse contra su actual esposa e incluso agredirla, en unas
escenas de un profundo realismo que llegan incluso al intento de asesinato en
una ciega reacción incontrolada. Cualquiera que haya visto alguna de las
decenas de películas excelentes que ha rodado Joan Crawford se dará cuenta de
que es una actriz única para este tipo de secuencias. Clift Robertson, no
obstante, le da una réplica formidable que pone una descarga de escalofrío en
la piel de los espectadores. El giro hacia el trastorno mental, con su padre y
su ex intentando declararlo incapaz y meterlo en un psiquiátrico para poder
quedarse con la herencia de la madre muerta que le pertenece al hijo lleva la
historia por unos caminos insospechados que nos apartan del melodrama para
meternos de hoz y coz en el tenebroso mundo de esos trastornos con lo que para
ambos, el paciente y su nueva mujer, enamorada de él, supone el feroz
tratamiento en el que ni se ahorran los electrochoques, entonces de moda, hoy
ya obsoletos, salvo para casos muy complicados.
La película,
que empieza como la crisis emocional de una mujer madura que duda entre si
aceptar o no esa «última oportunidad» que le brinda la vida, deriva, ya lo
advertimos, hacia terrenos muy siniestros y complejos que rozan el thriller, al
estilo de Perversidad, de Fritz Lang, y el drama psiquiátrico, es decir,
un popurrí de géneros que queda ennoblecido por las soluciones fílmicas de
Aldrich, quien nos ofrece algunos encuadres deslumbrantes, como la aproximación
de ella hacia la mesita del teléfono y el contrapicado durante el que marca el
número del psiquiatra para aceptar que lo ingresen. No son los únicos, por
supuesto. Del mismo modo que la salida a la playa acaba en una tórrida escena
sobre la arena muy parecida a la de Deborah Kerr y Burt Lancaster en De aquí
a la eternidad, de Fred Zinnemann, rodada tres años antes.
Se trata de una
película que la censura vetó, por lo que no ha sido estrenada en España. La
elegancia de los encuadres de Aldrich, la sutil dirección de actores y
actrices, y una puesta en escena muy ajustada al desarrollo de la historia,
hablamos de una mujer que se gana la vida pasando a limpio mecanográficamente
trabajos que le encargan, por lo que no caben escenarios sofisticados, sino la
modestia decente de la clase media trabajadora.
Nadie como Joan
Crawford para dar vida a este tipo de papeles de heroína sufriente a la que el
mundo tiende a avasallar, por más que se trate, como aquí ocurre, de una mujer
fuerte, pero enamorada, razón por la que es capaz de arriesgarse a que la curación
de su marido logre su restablecimiento, pero también la desaparición de su
dependencia neurótica de ella que padece el protagonista. Es estremecedor oírla
reflexionar en la consulta del psiquiatra sobre que su amor sea un síntoma neurótico…
Si tengo algún
crédito como modesto crítico, háganme caso y véanla cuanto antes, porque, aun
en su dureza, es una película valiente y emocionante, porque sí, son verdaderas
emociones auténticas las que contemplamos, no los remedos sentimentaloides con
que nos aburren tantos y tantos contemporáneos…
Ya me dirán.
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