La metafísica de la sensualidad y la aceptación del presente.
Título original: Suna no onna (Woman in the Dunes)
Año: 1964
Duración: 147 min.
País: Japón
Dirección: Hiroshi
Teshigahara
Guion: Kôbô Abe
Música: Tôru Takemitsu
Fotografía: Hiroshi Segawa
(B&W)
Reparto: Eiji Okada, Kyôko
Kishida, Hiroko Ito, Hideo Kanze, Tamotsu Tamura, Kiyohiko Ichihara, Koji
Mitsui, Ginzô Sekiguchi, Hiroyuki Nishimoto.
He tenido que
regresar a esta película hipnótica por razones ajenas a la dedicación crítica
de mi Ojo, pero en cuanto he acabado de verla, casi en estado de trance, como
en las dos veces anteriores que la vi, no me resisto a dejar aquí, mal
escritas, algunas impresiones acerca de esta obra existencialista que resume,
de manera tan coherente como impactante, una visión de la vida próxima a los
postulados de Albert Camus. De hecho, la dedicación de los protagonistas,
impedir que la arena los invada, en una lucha idéntica a la maldición de
Sísifo, que dio título y metáfora a uno de los libros del escritor francés, es
altamente significativa de la realidad extraña en la que «aparece» el personaje
casi como por arte de birlibirloque cuando, perdido entre las dunas, de noche,
busca alguna casa donde le permitan pasar la noche para poder proseguir al día
siguiente con su labor científica de capturar los insectos que tienen su hábitat
en las dunas.
No creo que haya visto jamás una película tan sensual como esta de Teshigahara, porque, de continuo, percibimos a través de los sentidos el árido y opresivo espacio en el que se desarrolla, y seguimos, no sin angustia creciente, la desesperada situación del protagonista, quien es arrojado a la casa de la mujer de la arena como una ofrenda alimenticia a un insecto que ha construido su hogar en las entrañas de una duna y se afana en mantenerlo en buen orden, porque es, además, el espacio donde están enterrados su marido y su hijo. Los dibujos que traza el viento sobre la superficie de la arena, un viento casi constante que puede enloquecer a cualquiera, son, en la pantalla, auténtica pintura abstracta y móvil que contrasta con la «lucha por la vida» de los dos protagonistas, enfrentados de repente entre sí y él a sus captores y su propia desesperación. Periódicamente reciben su «ración», lo que incluye el agua con que los habitantes de la aldea, los «doman», bajándosela en un cubo justo cuando ya desesperan, ambos, de poder seguir viviendo y la alucinación de la sed le ha llevado a «beber» la arena del fondo de una artesa como si fuera agua fresca… La película, a través de primerísimos planos que actúan como cámara subjetiva que permiten al entomólogo cazado y, a través de él, al espectador, fijarnos incluso en los granos de arena que se adhieren a la piel de la mujer o que el propio entomólogo se mete en la boca, reitera, insisto, la aproximación sensual a una realidad que acabará doblegando al «huésped involuntario» hasta que la sexualidad acaba apoderándose de la sensualidad cuando él le limpia la arena del cuerpo con un trapo, ¡una de las más turbadoras escenas eróticas de la Historia del cine!, lindante, propiamente, con el transporte místico.
A quienes «odiamos»
cordialmente la arena de las playas en verano, el solo hecho de contemplar la
supervivencia rodeados de ella y sufriendo las «lluvias» que se cuelan por entre
las tablas del techo artesanal de la cabaña, por ejemplo, basta para crearnos
una angustia que apenas es nada comparado con la que ha de soportar el maestro
de escuela que, gracias a su afición de entomólogo, quiere dejar memoria de sí
en un libro sobre los insectos que habitan en las dunas. Que la película
funciona como una paradoja es evidente desde que el cazador es cazado, arrojado
al foso de la viuda y obligado a permanecer junto a ella. La cámara de
Teshigahara, entonces, diríase que
enfoca el desarrollo de la historia como si de un documental científico se
tratase; como si todo fuera un experimento en condiciones extremas para ver la
ductilidad de la naturaleza humana. Ajeno a las urgencias de la vida cotidiana,
sepultado en vida en ese hoyo por los lugareños tan crueles como interesados en
la propia supervivencia de la mujer de arena, la película nos permite asomarnos
a la lucha interior del hombre para, una vez comprobado que su huida es
literalmente imposible, aceptar su presente, por absurdo que le parezca, y aun
a pesar de haber «congeniado» con la mujer que, frente a su «necesidad» de
huir, encarna la aceptación de un destino al que se ha acomodado con
sorprendente naturalidad, sin echar de menos, en ningún momento, lo que podríamos
llamar el «mundo exterior».
Sorprende, al
aficionado a la psicología, lo que de encuentro primigenio Yo-Tú tiene la
película, como si la teoría de Martin Buber hubiera espoleado la imaginación
del autor. Que, por medio, se cuele la maldad de los lugareños, que los asedian
tanto como los protegen, rompe en parte el hechizo de la situación; pero lo
cierto es que hay un proceso de «instalación» en el presente, por absurdo que
le parezca al protagonista masculino, y de «reconocimiento» de con quien ha de
convivir en ese espacio cerrado. La pregunta básica se formula a media película:
«¿Vives para retirar la arena o retiras la arena para vivir?» El desarrollo de
la trama va en la dirección de dar una respuesta a ese interrogante
existencial. Obviamente no quiero desentrañar nada de lo que ocurre, porque,
aun a pesar de que, por lo relatado, todo parezca dar a entender que no suceden
cosas, la película alterna el ritmo sin tiempo de la existencia de la pareja y
la sucesión de vicisitudes propias de la vida en toda su expresión.
Consignar que
la película es detallista, que tiene planos tan sorprendentes como el del ojo
de la mujer a través del cabello que cae ante el como una cortina, o el de los
intentos desmoronados de él resbalando por las paredes del hoyo en las que se
clavan sus manos crispadas o el sarcástico tropiezo en su huida con un pantano
en el que se hubiese hundido de no haber sido rescatado por los lugareños,
quienes lo devuelven, inmediatamente después, al hoyo…, está de más. Toda la
película, que se nos vuelve casi un «corto», a pesar de sus casi dos horas y
media de metraje, tiene una coherencia narrativa y, sobre todo, estética, muy
difícil de igualar. Sí, Teshigahara es un perfecto discípulo de Kurosawa, por
supuesto, pero hay en él una sensualidad exacerbada que casi nos conduce a la
hiperestesia.
Apenas concluí
el visionado, reconozco que ya estaba deseando volver a verla, porque si hay
película que se preste al cine-fórum, La mujer de la arena es, sin lugar
a dudas, el ejemplo por excelencia.
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