Un musical a medio camino (de nadie) entre la provocación y la búsqueda del gran público.
Título original: Annette
Año: 2021
Duración: 140 min.
País: Francia
Dirección: Leos Carax
Guion: Ron Mael, Russell
Mael
Música: Ron Mael, Russell
Mael, Sparks
Fotografía: Caroline
Champetier
Reparto: Adam Driver, Marion
Cotillard, Simon Helberg, Dominique Dauwe, Kait Tenison, Latoya Rafaela,
Rebecca Dyson-Smith, Timur Gabriel, Kevin Van Doorslaer, Devyn McDowell,
Ornella Perl, Christian Skibinski, Marina Bohlen, Nino Porzio, James Reade
Venable, Charlotte Brand, Elke Shari Van Den Broeck, Filippo Parisi, Colin
Lainchbury-Brown, Kristel Goddevriendt, Michele Rocco Smeets, Ella Leyers.
Que un cineasta
minoritario y casi marginal, como Leos Carax, se haya avenido a la aventura de
buscar el favor del gran público solo podía depararnos una película
irreconocible como exclusivamente suya y acaso excesivamente transgresora (no
sin cierta candidez) para el gusto estandarizado de la mayoría. El «reclamo» de
Driver y Cotillard como grandes estrellas tira mucho de un público que, quizás,
saldría de estampida de la visión de Holy Motors, por ejemplo. Con todo
esto quiero decir que he tenido la sensación, viendo la película, de una suerte
de quedarse a medias, en terreno de nadie, que no acaba beneficiando a la película,
aunque deseo fervientemente equivocarme y que se convierta en un éxito, desde
luego. Sucede, con todo, que ciertas transgresiones e lo verosímil en aras de
lo fantástico «chirrían» lo suyo y son capaces de hacer perder la paciencia a
más de dos y tres espectadores, por más que ello nos lleve, más tarde, a un
desenlace extraordinario.
Un prólogo que
arranca en el estudio de grabación donde los Sparks interpretan la banda sonora
y que recoge, posteriormente, a los
protagonistas para salir todos en procesión a la calle, que recorren al más
puro estilo de los musicales clásicos, abre una historia para la que se le ha
pedido al público con una voz en off, que “tomen aire y no respiren durante el
resto de lo que van a ver”… La historia es sencilla: un cómico extravagante, en
el apogeo de su carrera, se casa, sorprendentemente, con una aclamada diva de la
ópera: una historia de amor recogida en la prensa del corazón con unos planos
de las «exclusivas» que le ponen el contexto adecuado a lo que, lejos del mundanal
ruido, es una historia de amor que poco a poco se irá convirtiendo en una
historia de terror así que nazca la hija, «que no es de este mundo», de ambos.
La banda sonora del musical es magnífica, y las interpretaciones de Driver y
Cotillard, en temas que se acercan más al recitado que a la canción, son muy
estimables. Las composiciones líricas de la protagonista corren a cargo de Catherine
Trottmann, aunque, al parecer, han mezclado ambas voces, la de Cotillard y la
suya para lograr un efecto que no distanciara tanto el timbre y la técnica de ambas.
La cantante de
ópera se desplaza en un coche con chófer de confianza y el humorista agresivo
en una moto de potente cilindrada. A veces van ambos en la moto, pero no es lo
habitual. El coche de ella responde, en forma de homenaje, al vehículo de las
metamorfosis de Holy Motors y, de hecho, la protagonista tiene
pesadillas en su interior que avanzan, de forma críptica, los terribles
derroteros que seguirá la historia y de los que no quiero avanzar nada para
dejarles a los espectadores la sorpresa intacta.
El desarrollo
de la historia presenta más elipsis que agujeros negros van descubriendo los
astrofísicos en la cabalgata de las galaxias, y hay, en cierto modo, algunas «precipitaciones»
que rompen la norma sagrada del progreso pautado hacia el clímax. Esas prisas
no le hacen ningún bien a la historia, y parece el director más empeñado en
construirla mediante los highlights de las composiciones que atendiendo a
desarrollos dramáticos convincentes, pero que requerirían, acaso, un planteamiento
distinto de su quehacer habitual. Y de eso me quejo, de la «indefinición» narrativa.
Dejando de lado esas quiebras en la narración, la película está llena de
secuencias muy impactantes, como cuando la soprano, en escena, corre hacia el
fondo del escenario y se abren las puertas del teatro a un bosque en el que
ella entra sin solución de continuidad y por el que pasea, cantando, para regresar
de nuevo al proscenio, donde acabará haciendo aquello que, para su marido, es
lo mejor y lo peor de ella: que sabe morirse y saludar a continuación como una
premonición de su vida eterna.
La secuencia de
la tormenta en el yate particular en el que navegan, por ejemplo, que tanto me
recordaron el mar de Fellini en Il Casanova di Federico Fellini, tienen
una potencia visual extraordinaria y recuerda las mejores imágenes de Holy
Motors, sin duda. En eso se ha de reconocer que Carax sigue en plena forma. Porque
la llegada a la orilla de padre y de la hija, más la aparición del espectro de
la madre ahogada son el broche de oro de esa secuencia de la tormenta. Nada se
deja al azar en la composición de los planos y la iluminación se suma a la
música para conseguir unos efectos realmente turbadores.
A partir del
momento en que la película se centra en la explotación del don de la hija de
ambos, una cantante precocísima con voz de soprano heredada de la madre —en el magnífico
desenlace ya veremos que también hereda el humorismo ácido y amargo del padre—,
la historia, en la que aparece el «tercero» en discordia, el pianista que
acompañaba a la protagonista en sus recitales y que ahora ha ascendido,
finalmente, a director de orquesta, se enrarece cuando este asume un papel
protector para con la hija, e insinúa que tal vez no sea hija del cómico, sino
de él, quien tuvo una relación previa con la cantante. ¡Genial, por cierto, la narración del director de orquesta mientras está dirigiendo unos ensayos!
No es fácil
intuir por dónde han de discurrir los «hechos», pero la película nos asegura
las sorpresas de guion hasta el excepcional final en que la hija de los
protagonistas, la niña Devyn McDowell, ¡un prodigio de interpretación a sus
escasísimos años!, aunque a los 4 ya había actuado en Broadway, lo cual casi
nos permite hablar de una consumada profesional, se entrevista con su padre…,
pero hasta aquí puedo contar.
Mientras que la
figura de la diva de la ópera tiene una total credibilidad, he de decir que la
invención del anticómico deja algo que desear, aunque Driver, que me parece más
soso que el consomé de acelgas sin aceite ni sal, sorprende a propios y
extraños y consigue un registro interpretativo impresionante. Vale decir que
Carax ha mimado mucho la fotografía del actor, sobre todo los primerísimos
planos, y aun en los más terribles momentos de la película consigue que lo
veamos con una perspectiva de auténtico «animal fotogénico». Los diálogos
cantados con la audiencia nos ofrecen una dimensión del monólogo cómico que nos
sitúa a medio camino entre el comediante y el rockero, aunque la originalidad
de esa perspectiva, por inédita, más nos habla de un horizonte futurista que de
una realidad verosímil; pero lo mismo ocurre con la hija que no es de este
mundo, y no tardamos nada en aceptarlo con total naturalidad.
Como espectador
incondicional de Carax, ¡cómo he echado de menos a Denis Lavant!, no puedo sino
regocijarme por la «buena forma» del director en su particular imaginación
visual, a lo que contribuye, en gran parte, el poderío de producción que ha supuesto
la tan barroca como hermosa puesta en escena de la película, pero me ha faltado
esa perspectiva personalísima suya que rompe todas las barreras de lo verosímil
para hacernos llegar las emociones más puras y descarnadas. Bien está, no
obstante, que el gran público, a través de Annette, sea capaz de
atreverse con sus trabajos anteriores.
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