jueves, 5 de agosto de 2021

«Buenos vecinos», de Hafsteinn Gunnar Sigurðsson o Islandia no es el Paraíso.

Del rencor a la tragedia o las explosivas relaciones de proximidad. El cine islandés enseña la cara oculta de un país tenido por idílico. 

 

Título original: Undir trénu (Under the Tree)

Año: 2017

Duración: 89 min.

País:  Islandia

Dirección: Hafsteinn Gunnar Sigurðsson

Guion: Huldar Breiðfjörð, Hafsteinn Gunnar Sigurðsson

Música: Daníel Bjarnason

Fotografía: Monika Lenczewska

Reparto: Steinþór Hróar Steinþórsson, Edda Björgvinsdóttir, Sigurður Sigurjónsson, Þorsteinn Bachmann, Selma Björnsdóttir, Lára Jóhanna Jónsdóttir, Dóra Jóhannsdóttir, Hjortur Johann Jonsson.

 

         Con esa peculiar tendencia de los distribuidores a enmendarle la plana a los títulos originales de las películas, se nos ofrece «Buenos vecinos» como sustitución de la ya imposible «Bajo el árbol», que se correspondería no solo con el original, sino con el sentido último que tiene el árbol como un personaje pasivo de la trama, causante de una espiral de agresiones que convertirá la película en lo que ya es desde el comienzo: un drama en el que se ventilan emociones profundas y conflictos individuales no resueltos que se proyectan en la realidad de la convivencia entre vecinos. Uno de ellos tiene un árbol, un arce, que se eleva majestuoso en su parcela, pero que, a ciertas horas, arroja su sombra sobre el jardín del vecino, privándolos del sol benéfico en un país donde el astro rey se prodiga poco. El vecino perjudicado vuelve a recordarle que han de podarlo para evitar ese perjuicio. Los otros, una pareja en la que la mujer lleva la voz cantante, se hacen los suecos, valga la cercanía…, y van dando largas a la situación. Todo, hasta el momento, normal, pero, como suele suceder, los vecinos se han convertido en la obsesión de la vecina, que no soporta no solo que el vecino perjudicado por la sobra se haya divorciado, sino que se haya casado con una mujer más joven y que intenten tener un hijo. Es fácil comprender esa inquina cuando, gracias al regreso a la casa familiar de un hijo que ha sido expulsado de su hogar por una mujer que se siente traicionada porque el marido se dedica durante los insomnios de su infelicidad a masturbarse mientras contempla un vídeo doméstico que guarda de su relación con una novia anterior a su matrimonio, sabemos que la madre está deprimida y amargada por la muerte de su hijo preferido, sin aceptar jamás que este se haya suicidado, como le recuerdan padre e hijo.

         Como advertimos, los numerosos conflictos que se plantean en la película van a acabar gravitando alrededor de ese enfrentamiento vecinal que, más allá del árbol, va a extenderse también a las mascotas que conviven con los dueños de cada casa, un perro alsaciano, con el que la mujer joven sale a montar en bicicleta, y un gato enorme y peludo, parecido a un gato persa, ¡aunque váyase a saber, entre las cientos de variedades que hay a cuál pertenece el de la película!, por el que la madre deprimida siente un amor incondicional, muy por encima del que siente por su marido o su hijo.

         Así las cosas, resulta absurdo que la película se presente como una «comedia negra», porque tal y como evolucionan la trama, pocas son las risas y sí muchos los rictus de rechazo hacia las barbaridades que se les pasan por la cabeza a unos vecinos que acaban pagando la inestabilidad emocional, sobre todo, de una madre en parte alcoholizada, en parte necesitada de liberar toda la ira que la consume por la pérdida no aceptada de un hijo bienamado. El director, desde el comienzo, con un plano cenital que nos muestra el árbol, las dos casas y la sombra en el jardín de al lado, no deja de insistir en que la clave de todo pasa por ese árbol que, en algún momento, cualquier espectador imagina que acabará talando el vecino indignado ante la pasividad del otro. No digo que suceda ni que no, pero ya advierto que el drama sí que tiene que ver con el árbol, pero va más allá de él. Por ese camino, el refinamiento de la crueldad de un personaje nacido para el mal va a depararnos auténticas acciones que van más allá de la perversión psicológica. Lo chocante, para el espectador es que ese conflicto vecinal lo podemos ver también a través de los ojos del hijo que, expulsado de su casa, se ha instalado en la de sus padres, donde no es, al menos por parte de la madre, bien recibido.

         Las tramas paralelas del divorcio y la lucha por la custodia de la hija del hijo y el amargo enfrentamiento entre los vecinos mayores discurren a lo largo de la película de tal modo que todo nos acaba llevando, de nuevo, a esas viviendas adosadas en las que se ha desatado el incendio del odio. Llegado un cierto momento, cualquier espectador intuye que la progresión lógica de los acontecimientos nos va a llevar a la tragedia, algo que tampoco confirmo ni desmiento, lo que va a tener que llevarles, a quienes lean esta crítica,  a ver la película, algo que recomiendo vivamente, porque Islandia siempre se nos ha «vendido» poco menos que como un país donde la solidaridad y el buen «rollo» tienen su asiento, y desde ese punto de vista, la película parecería más bien de Suecia o de Dinamarca, pero no, es de Islandia y nos permite desmitificar ese país que no llega ni al medio millón de habitantes: también en las comunidades pequeñas puede aparecer la sombra pegajosa y espesa del odio y la maldad terroríficas, porque, sí, la película llega un momento en que al drama y la tragedia se le suma el horror espeluznante, pero, insisto, eso lo han de descubrir los espectadores.

         Fílmicamente, la película está narrada con una extraordinaria habilidad para que, como ocurre en el cartel anunciador, no falten nunca los elementos significativos de la trama, de tal modo que es fácil advertir en los encuadres la presencia de algunos elementos como verdaderos motivos recurrentes, y entre ellos el árbol, por supuesto. Con todo, las imágenes nos dejan en la memoria una colección de relaciones interindividuales que bien podrían considerarse como el emblema del fracaso, y de ellas deriva, sin duda, la progresión de los conflictos y su agravamiento paulatino. No hay ni un ápice de felicidad en la vida de esos personajes, sino muchos conflictos que  los afligen. Los vecinos que están más cerca de ella, la felicidad, se descuelgan, por ejemplo, con un coito obligado por los periodos de ovulación de ella que se nos muestra casi como la antítesis del erotismo gozoso, del mismo modo que el sexo virtual del marido expulsado de su casa. En fin, creo que es la primera película islandesa que veo, aunque recuerdo que me quedé con ganas de ver Corazón Gigante, de  Dagur Kári, pero habíamos visto La delicadeza, de David y Stéphane Foenkinos, y se ve que no quisimos «repetir», aunque por lo que he visto en YouTube, Corazón Gigante tiene muchas más miga. Esta película nos permite, en cualquier caso, acercarnos a una visión de la sociedad islandesa que no esconde las típicas miserias del primer mundo al que pertenece. Recomiendo vivamente perseverar hasta el final, porque el desenlace no tiene desperdicio…

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