Del rencor a la tragedia o las explosivas relaciones de proximidad. El cine islandés enseña la cara oculta de un país tenido por idílico.
Título original: Undir trénu
(Under the Tree)
Año: 2017
Duración: 89 min.
País: Islandia
Dirección: Hafsteinn Gunnar
Sigurðsson
Guion: Huldar Breiðfjörð,
Hafsteinn Gunnar Sigurðsson
Música: Daníel Bjarnason
Fotografía: Monika
Lenczewska
Reparto: Steinþór Hróar
Steinþórsson, Edda Björgvinsdóttir, Sigurður Sigurjónsson, Þorsteinn Bachmann,
Selma Björnsdóttir, Lára Jóhanna Jónsdóttir, Dóra Jóhannsdóttir, Hjortur Johann
Jonsson.
Con esa
peculiar tendencia de los distribuidores a enmendarle la plana a los títulos
originales de las películas, se nos ofrece «Buenos vecinos» como sustitución de
la ya imposible «Bajo el árbol», que se correspondería no solo con el original,
sino con el sentido último que tiene el árbol como un personaje pasivo de la
trama, causante de una espiral de agresiones que convertirá la película en lo
que ya es desde el comienzo: un drama en el que se ventilan emociones profundas
y conflictos individuales no resueltos que se proyectan en la realidad de la
convivencia entre vecinos. Uno de ellos tiene un árbol, un arce, que se eleva
majestuoso en su parcela, pero que, a ciertas horas, arroja su sombra sobre el
jardín del vecino, privándolos del sol benéfico en un país donde el astro rey
se prodiga poco. El vecino perjudicado vuelve a recordarle que han de podarlo
para evitar ese perjuicio. Los otros, una pareja en la que la mujer lleva la
voz cantante, se hacen los suecos, valga la cercanía…, y van dando largas a la
situación. Todo, hasta el momento, normal, pero, como suele suceder, los
vecinos se han convertido en la obsesión de la vecina, que no soporta no solo
que el vecino perjudicado por la sobra se haya divorciado, sino que se haya
casado con una mujer más joven y que intenten tener un hijo. Es fácil
comprender esa inquina cuando, gracias al regreso a la casa familiar de un hijo
que ha sido expulsado de su hogar por una mujer que se siente traicionada
porque el marido se dedica durante los insomnios de su infelicidad a
masturbarse mientras contempla un vídeo doméstico que guarda de su relación con
una novia anterior a su matrimonio, sabemos que la madre está deprimida y
amargada por la muerte de su hijo preferido, sin aceptar jamás que este se haya
suicidado, como le recuerdan padre e hijo.
Como
advertimos, los numerosos conflictos que se plantean en la película van a
acabar gravitando alrededor de ese enfrentamiento vecinal que, más allá del
árbol, va a extenderse también a las mascotas que conviven con los dueños de
cada casa, un perro alsaciano, con el que la mujer joven sale a montar en
bicicleta, y un gato enorme y peludo, parecido a un gato persa, ¡aunque váyase a
saber, entre las cientos de variedades que hay a cuál pertenece el de la película!,
por el que la madre deprimida siente un amor incondicional, muy por encima del
que siente por su marido o su hijo.
Así las cosas,
resulta absurdo que la película se presente como una «comedia negra», porque
tal y como evolucionan la trama, pocas son las risas y sí muchos los rictus de
rechazo hacia las barbaridades que se les pasan por la cabeza a unos vecinos
que acaban pagando la inestabilidad emocional, sobre todo, de una madre en
parte alcoholizada, en parte necesitada de liberar toda la ira que la consume
por la pérdida no aceptada de un hijo bienamado. El director, desde el
comienzo, con un plano cenital que nos muestra el árbol, las dos casas y la
sombra en el jardín de al lado, no deja de insistir en que la clave de todo pasa
por ese árbol que, en algún momento, cualquier espectador imagina que acabará
talando el vecino indignado ante la pasividad del otro. No digo que suceda ni
que no, pero ya advierto que el drama sí que tiene que ver con el árbol, pero
va más allá de él. Por ese camino, el refinamiento de la crueldad de un
personaje nacido para el mal va a depararnos auténticas acciones que van más
allá de la perversión psicológica. Lo chocante, para el espectador es que ese conflicto
vecinal lo podemos ver también a través de los ojos del hijo que, expulsado de
su casa, se ha instalado en la de sus padres, donde no es, al menos por parte
de la madre, bien recibido.
Las tramas
paralelas del divorcio y la lucha por la custodia de la hija del hijo y el
amargo enfrentamiento entre los vecinos mayores discurren a lo largo de la
película de tal modo que todo nos acaba llevando, de nuevo, a esas viviendas adosadas
en las que se ha desatado el incendio del odio. Llegado un cierto momento,
cualquier espectador intuye que la progresión lógica de los acontecimientos nos
va a llevar a la tragedia, algo que tampoco confirmo ni desmiento, lo que va a
tener que llevarles, a quienes lean esta crítica, a ver la película, algo que recomiendo
vivamente, porque Islandia siempre se nos ha «vendido» poco menos que como un
país donde la solidaridad y el buen «rollo» tienen su asiento, y desde ese punto
de vista, la película parecería más bien de Suecia o de Dinamarca, pero no, es
de Islandia y nos permite desmitificar ese país que no llega ni al medio millón
de habitantes: también en las comunidades pequeñas puede aparecer la sombra
pegajosa y espesa del odio y la maldad terroríficas, porque, sí, la película
llega un momento en que al drama y la tragedia se le suma el horror
espeluznante, pero, insisto, eso lo han de descubrir los espectadores.
Fílmicamente,
la película está narrada con una extraordinaria habilidad para que, como ocurre
en el cartel anunciador, no falten nunca los elementos significativos de la
trama, de tal modo que es fácil advertir en los encuadres la presencia de algunos
elementos como verdaderos motivos recurrentes, y entre ellos el árbol, por
supuesto. Con todo, las imágenes nos dejan en la memoria una colección de
relaciones interindividuales que bien podrían considerarse como el emblema del fracaso,
y de ellas deriva, sin duda, la progresión de los conflictos y su agravamiento
paulatino. No hay ni un ápice de felicidad en la vida de esos personajes, sino
muchos conflictos que los afligen. Los
vecinos que están más cerca de ella, la felicidad, se descuelgan, por ejemplo,
con un coito obligado por los periodos de ovulación de ella que se nos muestra casi
como la antítesis del erotismo gozoso, del mismo modo que el sexo virtual del
marido expulsado de su casa. En fin, creo que es la primera película islandesa
que veo, aunque recuerdo que me quedé con ganas de ver Corazón Gigante,
de Dagur Kári, pero habíamos visto La
delicadeza, de David y Stéphane Foenkinos, y se ve que no quisimos «repetir»,
aunque por lo que he visto en YouTube, Corazón Gigante tiene muchas más
miga. Esta película nos permite, en cualquier caso, acercarnos a una visión de
la sociedad islandesa que no esconde las típicas miserias del primer mundo al
que pertenece. Recomiendo vivamente perseverar hasta el final, porque el
desenlace no tiene desperdicio…
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