Título original: Portrait of Jennie
Año: 1948
Duración: 86 min.
País: Estados Unidos
Dirección: William Dieterle
Guion: Paul Osborn, Peter Berneis. Novela: Robert Nathan
Música: Dimitri Tiomkin
Fotografía: Joseph H. August
(B&W)
Reparto: Jennifer Jones, Joseph Cotten, Ethel Barrymore, Lillian Gish,
Cecil Kellaway, David Wayne, Albert Sharpe, Henry Hull, Florence Bates, Felix
Bressart, Clem Bevans, Maude Simmons, Nancy Olson.
Título original: Dark City
Año: 1950
Duración: 98 min.
País: Estados Unidos
Dirección: William Dieterle
Guion: John Meredyth Lucas, Larry Marcus, Ketti Frings
Música: Franz Waxman
Fotografía: Victor Milner
(B&W)
Reparto Charlton Heston, Lizabeth Scott, Viveca Lindfors, Dean Jagger,
Don DeFore, Jack Webb, Ed Begley, Harry Morgan, Walter Sande.
Una
cumbre del lirismo romántico y otra del dirty realism del cine negro.
William (exWilhelm)
Dieterle fue uno de esos cineastas nacidos en la época del expresionismo alemán
que, viéndole las orejas al lobo del nazismo, aprovechó una oferta de Hollywood
para instalarse en Usamérica, nacionalizarse usamericano y poner al servicio de
su cine el caudal de maestría expresiva que se había desarrollado en Alemania De
Caligari a Hitler (o Leni Riefenstahl) como tituló Kracauer su iluminadore
ensayo sobre esa incomparable época cinematográfica. Habiendo comenzado en el
mundo del teatro, a las órdenes de Max Reinhardt, con quien llegó a dirigir una
adaptación al cine de uno de sus grandes éxitos teatrales, El sueño de una
noche de verano, Dieterle fue escalando posiciones en la industria
usamericana en cuya estructura no tardó en sentirse cómodo, aunque muchas de
sus películas apenas tuvieran nada del sello experimental de sus orígenes en
Alemania. No obstante, al menos para mí, Dieterle ocupa en mis devociones
cinematográficas un primerísimo lugar desde que hace la friolera de 48 años vi
por vez primera Esmeralda, la zíngara, también conocida como «El
jorobado de Notre Dame» (The Hunchback of Notre Dame) y el lirismo del
enamoramiento del ser deforme se me metió en las entretelas del alma… De alguna
manera, aunque con diferente intensidad, pasa lo mismo con uno de los grandes
éxitos de Dieterle, Jenny, una de las cumbres del cine romántico de
todos los tiempos, mezclado, además, con lo sobrenatural, algo que ha acabado
casi convirtiéndose en un subgénero dentro del cine romántico, como ya lo
hicieran, en su día, Powell y Pressburger en A vida o muerte, que bien
puede ponerse en relación con esta de Dieterle. La película es tan conocida que
no me extenderé demasiado en alabarla para que los hipotéticos lectores de este
Ojo vayan a verla, pues imagino que todos la habrán visto ya. Sí que
traeré a colación una anécdota curiosa. El cuadro real de Jenny existe, tal y
como aparece en la película, y es obra del pintor Robert Brackman, quien a lo largo de quince
sesiones lo acabó. La tela fue transportada con las debidas consideraciones a
lo que era, una obra de arte que hoy está colgada en el Metropolitan Museum
of Art en Nueva York, donde se instaló después del estreno. La anécdota,
sin embargo, es que un millonario norteamericano quiso adquirir la tela,
costase lo que costase, aunque le fue imposible. Ese millonario fue, tiempo
después, tras la muerte de Selznick, el marido de Jennifer Jones, quien se
acabó casando con ella. La historia del pintor que halla la inspiración al
contemplar el rostro de una niña que patina en invierno nos va a llevar a un
periodo de tiempo en el que, la niña irá apareciendo sucesivamente en la vida
del pintor con una edad distinta, pasando, como cantaría Julio Iglesias, «de
niña a mujer», sin que los desesperados intentos de encontrarla por parte del
pintor den nunca resultado, aunque, durante esos años de crecimiento, asistirá
a los cambios que solo acabarán cuajando en la madurez del último cuadro que
conseguirá la gloria y la fama para el atormentado pintor. El ambiente
espectral de la película se conjuga a la perfección con la vivencia realista
del amor que va naciendo en el pintor por esa mujer que se transforma ante sus
ojos de una aparición para otra. Joseph Cotten, en la cima de su carrera,
conseguía conferir verosimilitud a una historia de fantasmas que se convierte
en una doble obsesión: poseer la encarnación de la inspiración y la técnica
pictórica necesaria para darle sentido a su carrera, materializando la primera
en una obra de arte indiscutible, que es lo que ocurre. Ha de sorprender a cualquiera
la maestría de Dieterle para hacernos ver cada aparición de Jennie como lo más
normal del mundo, sea en el lago helado de Central Park, sea en la buhardilla
tópica del artista, sea, incluso, en los Claustros de Nueva York donde ubican
el colegio religioso donde estudia la protagonista. No deja de llamar tampoco
la atención, el hecho de ver al artista cargando con su cartapacio de
originales por si surge la posibilidad de una venta…. Lo que sí revelaré del
final es el extraordinario parecido de tono y de puesta en escena que he detectado entre este
arrebatador final romántico de la película y esa gran película protagonizada
por Willem Dafoe y Robert Pattinson, El faro, de Robert Eggers, que
cuenta, de hecho, una historia muy
similar a la que se cuenta del faro donde desaparece Jennie. Las revisiones
permiten, por otro lado, prestar atención a ciertos detalles que le dan una
cohesión magnífica al relato. De hecho, la búsqueda de la protagonista y los
anacronismos que de ella se desprenden, los asume el artista con la mayor
naturalidad del mundo, prestando ojos y oídos a su deseo en vez de a su razón,
lo cual nos permite que, de ese acatamiento de la belleza singular, emerja una
poderosa historia de arte, de amor y de amor al arte.
Ciudad en
sombras, en las antípodas de El retrato de Jennie, es un thriller muy
curioso por varios factores, pero, destaca, sobre todo, por ser la primera
aparición estelar de Charlton Heston, tras sus dos primeros papeles con David
Bradley, uno en Peer Gynt, un ejercicio escolar, y el otro como Marco
Antonio en Julius Caesar, el mismo año en que fue escogido para dar vida
a un tahúr que, dentro de una pequeña banda de estafadores, cuyo garito de apuestas
ha sido desmantelado por la policía, consigue «arrancarle», en una partida
trucada, un cheque de 5000$ a un pobre hombre que acaba suicidándose antes que
enfrentarse a la pérdida de un dinero que no era suyo, sino de su empresa, que
se lo había confiado. Haley, el protagonista, está enamorado de una cantante de
voz rasgada, la bellísima Lizabeth Scott, Fran, un papel que bordó siempre que
la llamaban para ello, y que trata de no «presionar» en exceso a Haley para que
comparta con ella su vida. El exmilitar suicidado contó una anécdota en la
partida de cartas: desde pequeño, su hermano mayor veló por él como un auténtico
guardaespaldas… La anécdota parece no ir más allá de ese momento, pero desde
que se conoce la muerte del estafado en la partida, los componentes de la misma
comienzan a aparecer asesinados y colgados… Está claro que no puede tratarse
más que del hermano. Los dos componentes de la encerrona que aún sobreviven, el
indeciso Haley y el detestable Augie, el magnífico secundario Jack Webb,
reciben protección de la policía para evitar ser asesinados. Como en la
celebérrima El póker de la muerte, de Henry Hathaway, el suspense sobre
los destinos de los integrantes de aquella mesa de juego que provocó la muerte
del hermano, van a ir siendo asesinados. Haley toma la iniciativa y se hace
pasar por un agente de seguros para ganarse la confianza de la mujer del
suicidado, a fin de conseguir siquiera una foto del sospechoso, para poder
defenderse, llegado el caso. Lleva el papel tan lejos que acaba enamorando a la
mujer del exmilitar, quien, por la muerte de su marido se ha quedado colgada y
con una hipoteca a la que hacer frente. El objetivo de Haley es conseguirle a
toda costa los 10.000$ del supuesto seguro que él le dijo que podían ser suyos,
un engaño con el que se ganó su confianza. La película, con los mejores
recursos del cine negro, progresa en la dirección del suspense casi al estilo
de Hitchcock, lo cual asegura la atención plena de los espectadores. Vale decir
que tanto Heston como Viveca Lindfors nos ofrecen un supuesto idilio tan
poderoso o más que el mantenido con la propia Lisabeth Scott, lo que supone una
vuelta de tuerca en el argumento que lo complica magistralmente. De cómo acabe
esa situación de «corazón partío» solo se enterará quien se siente ante la
pantalla y vea con supremo placer una obra quizás no demasiado conocida y
seguro que no valorada en lo mucho que se merece, porque Dieterle, sin ser un
habitual del género, lo cierto es que consigue una atmósfera, unos personajes y
una historia del todo convincentes Y si, además, hay secundarios como Ed Begley
o Don DeFore de por medio, todo adquiere una dimensión de película más que
notable.
Confieso que, a veces, aunque no sea uno
de los objetivos de este Ojo, echo de menos que ciertos descubrimientos
me sean confirmados por a quienes les haya dado yo el «queo», pero me conformo
con que, por lo menos, esas películas que se esconden casi camufladas en
ciertos géneros, abrumadas a veces por obras maestras de las que no andan
excesivamente lejos, sean vistas y disfrutadas como yo lo hago.
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