miércoles, 3 de noviembre de 2021

«El callejón de las almas perdidas», de Edmund Goulding, un clásico que acaba de versionar Guillermo del Toro.

 

—¿Por qué ha caído tan bajo?

—Porque subió muy alto.

 

Título original: Nightmare Alley

Año: 1947

Duración: 112 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Edmund Goulding

Guion: Jules Furthman. Novela: William Lindsay Gresham

Música: Cyril J. Mockridge

Fotografía: Lee Garmes (B&W)

Reparto: Tyrone Power, Joan Blondell, Coleen Gray, Helen Walker, Taylor Holmes, Mike Mazurki, Ian Keith, George Beranger, Michael Lally, Al Herman, Florence Auer.

 

         Vaya, vaya, qué sorpresas tiene YouTube para los buenos aficionados. Ayer mismo vimos el excelente thriller Una llamada a las doce (nada que ver con el potente original: Return from the Ashes, porque la protagonista vuelve de un campo de concentración nazi), de J. Lee Thompson y hace unos días vi la presente, de la que me apresuro a hacer la crítica para darla a conocer al mayor número posible de espectadores, antes de que llegue a las pantallas la versión moderna que de ella ha hecho Guillermo del Toro, con Bradley Cooper y Cate Blanchett. Lo ignoro todo de esta nueva versión, pero el hecho de que un cineasta como Del Toro haya querido revisitar la historia nos indica claramente el potencial dramático y espectacular de la misma. Supongo que, llegado el momento, será inevitable la comparación, y tengo para mí que casi siempre suelen salir perdiendo las nuevas versiones, como le pasó al propio Goulding con la que él hizo de Servidumbre humana, de John Cromwell, apenas doce años después de la original. Del Toro la rueda 74 años después, lo cual hace inviable que esta versión primera sea “de dominio público”, pero aquí estamos los buceadores en los fondos luminosos de la Historia del Cine para recordar la existencia de este original en el que un actor que me gusta entre poco y nada, Tyrone Power crea un personaje lleno de matices, aunque con una obsesión con el triunfo más allá de la desmesura.

Sí, estamos ante la historia de la poderosa ambición de quien desde las tiendas de las atracciones de una feria llega a codearse, mediante su número de mentalismo trucado, con una sociedad a la que pretende estafar a través del espiritismo y del contacto con el más allá para enriquecerse. Recordemos, por si el asunto pudiera parecer «banal» que Conan Doyle y el escapista Houdini encarnaron la fe y el descreimiento militantes, respectivamente, en un enfrentamiento en el que salió vencedor Houdini. Hay una serie canadiense de Uli Edel, Houdini, que ilustra perfectamente aquel enfrentamiento. Por cierto, el autor de la novela original en que se basa esta película también escribió un ensayo sobre Houdini.

         El universo de las ferias populares, con circo o sin él incluido, pero con las barracas en las que se muestran proezas y rarezas por igual, es un mundo muy próximo al cine, porque este nació, como quien dice, para el gran público, en ese ámbito. No necesita recordar Freaks, «La parada de los monstruos», de Tod Browning, por ejemplo, para saber lo que da de sí, en términos de obra de arte, un espacio como el de los feriantes. Lo curioso es el impacto que produce en el protagonista, un joven fuerte, arrogante y ambicioso, la contemplación del monstruo de la feria, el geek que provoca a partes iguales repulsión y espanto, como si perteneciera a una película de terror. La deformidad humana, recordémoslo, nutrió las ferias ambulantes desde que existen, como nos lo recordó la excelente Handia, de Jon Garaño y Aitor Arregi.

         La película nos muestra la relación del intrépido protagonista, criado en un orfanato, con una capacidad intuitiva fuera de lo normal y una labia de origen religioso, con tres mujeres muy distintas, junto a las cuales se ve capaz, sin embargo, de lanzarse a la conquista de cualquier meta con un aplomo insospechado y fundadas probabilidades de éxito, si no fuera porque… no todos los designios del tramposo se acaban convirtiendo siempre en realidad. La historia de los «trepas» que suben muy alto y luego se estrellan es tan clásica en el mundo del cine como frecuente en la realidad, que nos nutre de abundantísimos ejemplos en cualquier orden de la vida. Las tres mujeres, con interpretaciones de muy diversa naturaleza, pero con idéntica maestría, son: Joan Blondell, Coleen Gray y la enigmática y poderosa Helen Walker. La primera, una mujer honesta y leal que defiende su número de rudimentario mentalismo basado en un código que le descifra los mensajes a través de la pregunta que le hace el ayudante e inventado por un exmilitar alcohólico al que ella cuida, tratando de que la bebida no acabe con su vida. El protagonista es contratado como lector de las preguntas del público y no tarda, aunque se genera la ambigüedad de si intencionadamente o no, en proporcionarle al borracho una botella de alcohol puro de 96º en vez de la botella de licor que acaba de comprar y que le depara la muerte. Enamorado de la joven que comparte carromato con el Ursus de la feria, y dedicándose ella a un número en que la atraviesa la electricidad, manifestada físicamente con una corriente luminosa entre ambas manos, el protagonista se casa con ella y decide buscarse la vida en otros escenarios que el de la feria. Así, Stanton, su nombre artístico, va forjando su fama hasta convertirse en el Gran Stanton, hasta que llega un momento en que le revela a una espectadora que su hija ha muerto y que él está a punto de hablar con ella, momento en el que cae desmayado… En esa misma sesión, una reputada psiquiatra de la ciudad, que trata a las élites y las graba en discos para su posterior estudio, pretende confundir al mentalista y desenmascararlo. Esa relación entre ambos, mientras está casado, se convierte en la más intrigante y seductora de las tres, debido a la presencia magnética de Helen Walker, quien, por cierto, tuvo un destino vital que da, así mismo, para una película muy interesante. Aquí, convertida en compinche del mentalista para explotar a los ricos a través de esa suerte de santuario que quieren construir para dedicarse al espiritismo que atraiga a millonarios donantes crédulos, es una de las mejores partes de la película y nos lleva directamente a un final insólito, aunque me recordó, en parte, al visto hace poco en Carrie, de William Wyler. Fuera por ello o por lo que fuera, lo cierto es que el final actual sustituye al pensado inicialmente por el director, siguiendo el atroz final de la novela en la que se basa la película, escrita por William Lindsay Gresham, quien reconoció que la historia tiene un origen español, pues el geek de su novela existió en realidad, según le contó un médico en España cuando él formó parte de la Brigada Lincoln que luchó en la Guerra Civil: un ser alcoholizado que, hozando en sus propios excrementos, mordía las cabezas de pollos y de serpientes vivos que le lanzaban los espectadores… Descontentos con la sordidez de la película, y a pesar de la poderosa inversión, la película se estrenó como «de tapadillo», como si fuera de serie B, pero no tardó en concitar el aplauso unánime del público, y hoy puede ser considerada un auténtico clásico. El autor, Lindsay Gresham, se suicidó, siendo un alcohólico, en el mismo hotel donde escribió el primer borrador.

         Alerto, pues, a los buenos aficionados al cine, para que no se pierdan esta obra maestra de quien solo un año antes había dirigido una estimable versión de El filo de la navaja, también con Tyrone Power. Estoy convencido de que esta obra compleja, dura y perfectamente interpretada, calará profundamente en la estimación de los aficionados.

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