lunes, 27 de diciembre de 2021

«Hélas pour moi», de Jean-Luc Godard o el cine en estado puro.

El espíritu y la materia: el creador y su criatura: la naturaleza: ser y saber; estar e ignorar: amar tal vez: narrar y ser narrado…, existir.

 

Título original: Hélas pour moi

Año: 1993

Duración: 95 min.

País: Francia

Dirección: Jean-Luc Godard

Guion: Jean-Luc Godard

Música: Heinz Holliger

Fotografía: Caroline Champetier, Jean-Luc Godard

Reparto: Gérard Depardieu, Laurence Masliah, Bernard Verley, Roland Blanche.

 

         Godard, «God-ard», y he ahí un impulso religioso que atraviesa de forma paradójica una película que desesperará a los materialistas e irritará a los espiritualistas, porque la mezcla de ideas y de sentimientos, de incertidumbres y de convicciones, de esperanzas y de desesperaciones que se manifiestan en la película, el lugar de la poesía, no puede dejar indiferente a ningún espectador. Sí, es cierto que un narrador va en busca de sus personajes, Rachel y Simon, para saber que forman parte de una historia que, en realidad, nadie escribe, porque los acontecimientos son “lo que sucede en el momento”, un presente en cierta forma acuciante, porque la felicidad, la confianza y el sentido de la existencia de los personajes dependen de ellos, siempre difíciles de interpretar.

Cerca de un lago, en un espacio natural de marcados colores, y con planos que  rompen continuamente la sensación de verosimilitud que le es consustancial al cine, Godard nos cuenta una historia de amor y de presencias religiosas inmateriales para cuyo desarrollo se inspiró en dos obras: la de Leopardi, sus Cantos, e imagino que también en los aforismos de su Zibaldone, y el Anfitrión, de Plauto, cuyo rastro es mucho mayor, puesto que el Simon que viene a encontrarse con su amada, Rachel, es un Simon suplantador, algo que a ella no le pasa desapercibido, a pesar de las protestas de él. Contrasta poderosamente con ese planteamiento el retrato de la vida cotidiana de muchos personajes que se orquesta de forma coral alrededor de los protagonistas. En cierta manera, podríamos decir que Godard traza un círculo de conocidos en torno a ellos, y también un círculo de espacios en torno a la casa donde vive Rachel, que nos permite acercarnos desde diferentes perspectivas.

         ¿Dónde radica la originalidad de la película? Por un lado, en la belleza innegable de los planos y las secuencias, con una composición en la que entran los personajes casi generalmente estáticos, como si estuvieran «plantados» en el lugar, formando parte de la naturaleza creada por Dios, responsable último de la belleza, de la pasión y de toda la naturaleza, la especie humana incluida. Por otro lado, toda la película es un discurso que fluye de manera sincopada, pero poderosa. El estilo aforístico de los diálogos, apenas un mero intercambio de monólogos brevísimos, resalta los ejes temáticos de la vivencia social y religiosa, como cuando aparece el viejo aforismo de José Bergamín: «Con los comunistas hasta la muerte, pero ni un paso más allá». Todos los personajes actúan de forma propiamente ritual y se expresan desde una trascendencia que, como ocurre en el señalamiento de que lo propio del cristianismo es la doctrina de la Resurrección de la carne, va desgranando los teoremas esenciales de un pensamiento que contempla la realidad como un estado de aflicción, como una deletérea pesadumbre que se asocia tradicionalmente con la desesperación existencial de Leopardi, aunque, al mismo tiempo, haya una suerte de confianza absoluta en el esplendor de la naturaleza como inmediata manifestación de Dios.

         Desde el punto de vista cinematográfico, pocas películas de Godard están tan cuidadas técnicamente, y, sobre todo, desde la fotografía, dado que el estatismo de buena parte de la presencia de los personajes permite «componer» el plano con una delicadeza de contrastes, colores, volúmenes, expresiones faciales, gestos, etc., que por fuerza han de maravillar al espectador, siempre que no sea reacio a la ausencia de un hilo narrativo tradicional. Podríamos hablar como de una sucesión de miniaturas, o de cuadros del periodo «flamenco», en el que la vida doméstica alcanza una representación soberbia. Dada esa técnica compositiva, queda claro que al crítico le es imposible cualquier intento de sinopsis, más allá de lo dicho, porque, al modo de las imágenes o las metáforas en una poesía, resulta ridículo cualquier intento de «traducción». La película, y esta mucho más que cualesquiera otras, es sus imágenes, y su encadenamiento escasamente narrativo, porque la historia que quiere aspirar a convertirse en historia no es sino el conjunto heterogéneo de todas esas secuencias en cierto modo autónomas que, sumándose, van creando un estado de reflexión y de sentimiento que se vive al verla. Claro que hay un ritmo, propiamente metafórico, más que narrativo, y el conjunto exige de los espectadores un asentimiento incondicional a lo que ven en pantalla como un largo poema en el que se sustancian angustias, ansiedades y temores que nos afectan a todos.

Es absurdo intentar acercarse a la poesía lírica desde la épica, porque entonces se desgasta uno en el señalamiento de la inverosimilitud radical de lo que acontece ante sus ojos; pero si se siente lo humano esencial que se manifiesta ante los ojos de los espectadores, si se asiente a los «mensajes» reiterados que nos hablan de la complejidad de nuestra existencia, los espectadores podrán disfrutar de una película que nos muestra el funcionamiento del lenguaje cinematográfico en su más pura esencia. Ojo, porque, para quienes leemos los subtítulos del flujo discursivo, este suele superponerse con el recurso habitual en Godard de los intertítulos que proclaman tanto certezas como perplejidades y, habitualmente, paradojas indescifrables.

Insisto, esta película de título interjectivo —y no es casual la elección, porque la interjección es la parte de la oración que expresan sensaciones y sentimientos—, es una obra de arte del lenguaje cinematográfico que, en esta ocasión, escoge la quiebra del realismo para sumergirse en la poesía moral, en la meditación de las preguntas esenciales sobre la existencia, aquí planteadas de un modo tan uncido a las imágenes que, con toda seguridad, son estas auténticos conceptos, al estilo de los apotegmas barrocos, cuyo desciframiento llenarán de satisfacción a los espectadores que harán bien en no perderse esta sorprendente «experiencia» cinematográfica. A pesar de lo que pudiera parecer, dado su físico actual, la presencia de Depardieu consigue una intensidad dramática y metafísica que enriquece la película, del mismo modo que la justa réplica que le da Laurence Masliah, a quien vimos recientemente en Hipócrates, de Thomas Lilti.

Finalmente, la película, que se construye por acumulación, tiene un repertorio extenso de obsesiones propias del autor, algunas tan menores como la aparición de unos raquetazos en lo que parece una pista de squash, el uso de los intertítulos o ciertas aseveraciones de carácter casi apocalíptico sobre algunos aspectos de la realidad como la enseñanza, la lectura, los periódicos, etc. ¡Hay mucha más vida cotidiana de lo que en apariencia nos muestra la película!  Y por debajo de las imágenes bellísimas un discurso coherente, por más que tenga la perplejidad, el dolor y la ansiedad como objetos prioritarios.

 

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