El espíritu y la materia: el creador y su criatura: la naturaleza: ser y saber; estar e ignorar: amar tal vez: narrar y ser narrado…, existir.
Título original: Hélas pour
moi
Año: 1993
Duración: 95 min.
País: Francia
Dirección: Jean-Luc Godard
Guion: Jean-Luc Godard
Música: Heinz Holliger
Fotografía: Caroline
Champetier, Jean-Luc Godard
Reparto: Gérard Depardieu, Laurence Masliah, Bernard Verley, Roland
Blanche.
Godard, «God-ard», y he ahí un impulso
religioso que atraviesa de forma paradójica una película que desesperará a los
materialistas e irritará a los espiritualistas, porque la mezcla de ideas y de
sentimientos, de incertidumbres y de convicciones, de esperanzas y de
desesperaciones que se manifiestan en la película, el lugar de la poesía, no
puede dejar indiferente a ningún espectador. Sí, es cierto que un narrador va
en busca de sus personajes, Rachel y Simon, para saber que forman parte de una
historia que, en realidad, nadie escribe, porque los acontecimientos son “lo
que sucede en el momento”, un presente en cierta forma acuciante, porque la
felicidad, la confianza y el sentido de la existencia de los personajes
dependen de ellos, siempre difíciles de interpretar.
Cerca de un lago, en un espacio natural de
marcados colores, y con planos que rompen
continuamente la sensación de verosimilitud que le es consustancial al cine,
Godard nos cuenta una historia de amor y de presencias religiosas inmateriales
para cuyo desarrollo se inspiró en dos obras: la de Leopardi, sus Cantos,
e imagino que también en los aforismos de su Zibaldone, y el Anfitrión,
de Plauto, cuyo rastro es mucho mayor, puesto que el Simon que viene a
encontrarse con su amada, Rachel, es un Simon suplantador, algo que a ella no
le pasa desapercibido, a pesar de las protestas de él. Contrasta poderosamente
con ese planteamiento el retrato de la vida cotidiana de muchos personajes que
se orquesta de forma coral alrededor de los protagonistas. En cierta manera,
podríamos decir que Godard traza un círculo de conocidos en torno a ellos, y también
un círculo de espacios en torno a la casa donde vive Rachel, que nos permite
acercarnos desde diferentes perspectivas.
¿Dónde radica
la originalidad de la película? Por un lado, en la belleza innegable de los
planos y las secuencias, con una composición en la que entran los personajes
casi generalmente estáticos, como si estuvieran «plantados» en el lugar,
formando parte de la naturaleza creada por Dios, responsable último de la
belleza, de la pasión y de toda la naturaleza, la especie humana incluida. Por
otro lado, toda la película es un discurso que fluye de manera sincopada, pero
poderosa. El estilo aforístico de los diálogos, apenas un mero intercambio de
monólogos brevísimos, resalta los ejes temáticos de la vivencia social y
religiosa, como cuando aparece el viejo aforismo de José Bergamín: «Con los
comunistas hasta la muerte, pero ni un paso más allá». Todos los personajes
actúan de forma propiamente ritual y se expresan desde una trascendencia que,
como ocurre en el señalamiento de que lo propio del cristianismo es la doctrina
de la Resurrección de la carne, va desgranando los teoremas esenciales de un
pensamiento que contempla la realidad como un estado de aflicción, como una
deletérea pesadumbre que se asocia tradicionalmente con la desesperación
existencial de Leopardi, aunque, al mismo tiempo, haya una suerte de confianza
absoluta en el esplendor de la naturaleza como inmediata manifestación de Dios.
Desde el punto
de vista cinematográfico, pocas películas de Godard están tan cuidadas
técnicamente, y, sobre todo, desde la fotografía, dado que el estatismo de
buena parte de la presencia de los personajes permite «componer» el plano con
una delicadeza de contrastes, colores, volúmenes, expresiones faciales, gestos,
etc., que por fuerza han de maravillar al espectador, siempre que no sea reacio
a la ausencia de un hilo narrativo tradicional. Podríamos hablar como de una
sucesión de miniaturas, o de cuadros del periodo «flamenco», en el que la vida
doméstica alcanza una representación soberbia. Dada esa técnica compositiva,
queda claro que al crítico le es imposible cualquier intento de sinopsis, más
allá de lo dicho, porque, al modo de las imágenes o las metáforas en una
poesía, resulta ridículo cualquier intento de «traducción». La película, y esta
mucho más que cualesquiera otras, es sus imágenes, y su encadenamiento
escasamente narrativo, porque la historia que quiere aspirar a convertirse en
historia no es sino el conjunto heterogéneo de todas esas secuencias en cierto
modo autónomas que, sumándose, van creando un estado de reflexión y de
sentimiento que se vive al verla. Claro que hay un ritmo, propiamente metafórico,
más que narrativo, y el conjunto exige de los espectadores un asentimiento
incondicional a lo que ven en pantalla como un largo poema en el que se
sustancian angustias, ansiedades y temores que nos afectan a todos.
Es absurdo intentar acercarse a la poesía lírica
desde la épica, porque entonces se desgasta uno en el señalamiento de la
inverosimilitud radical de lo que acontece ante sus ojos; pero si se siente lo
humano esencial que se manifiesta ante los ojos de los espectadores, si se asiente
a los «mensajes» reiterados que nos hablan de la complejidad de nuestra
existencia, los espectadores podrán disfrutar de una película que nos muestra
el funcionamiento del lenguaje cinematográfico en su más pura esencia. Ojo,
porque, para quienes leemos los subtítulos del flujo discursivo, este suele
superponerse con el recurso habitual en Godard de los intertítulos que proclaman
tanto certezas como perplejidades y, habitualmente, paradojas indescifrables.
Insisto, esta película de título
interjectivo —y no es casual la elección, porque la interjección es la parte de
la oración que expresan sensaciones y sentimientos—, es una obra de arte del
lenguaje cinematográfico que, en esta ocasión, escoge la quiebra del realismo
para sumergirse en la poesía moral, en la meditación de las preguntas esenciales
sobre la existencia, aquí planteadas de un modo tan uncido a las imágenes que,
con toda seguridad, son estas auténticos conceptos, al estilo de los apotegmas
barrocos, cuyo desciframiento llenarán de satisfacción a los espectadores que
harán bien en no perderse esta sorprendente «experiencia» cinematográfica. A
pesar de lo que pudiera parecer, dado su físico actual, la presencia de
Depardieu consigue una intensidad dramática y metafísica que enriquece la
película, del mismo modo que la justa réplica que le da Laurence Masliah, a
quien vimos recientemente en Hipócrates, de Thomas Lilti.
Finalmente, la película, que se construye
por acumulación, tiene un repertorio extenso de obsesiones propias del autor,
algunas tan menores como la aparición de unos raquetazos en lo que parece una
pista de squash, el uso de los intertítulos o ciertas aseveraciones de
carácter casi apocalíptico sobre algunos aspectos de la realidad como la
enseñanza, la lectura, los periódicos, etc. ¡Hay mucha más vida cotidiana de lo
que en apariencia nos muestra la película! Y por debajo de las imágenes bellísimas un
discurso coherente, por más que tenga la perplejidad, el dolor y la ansiedad
como objetos prioritarios.
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