El texto y el
contexto estilizados hasta la perfección del retrato en perfecto claroscuro de
un dandi, jugador compulsivo, y un barrio parisino, Pigalle.
Título original: Bob le
flambeur
Año: 1956
Duración: 98 min.
País: Francia
Dirección: Jean-Pierre
Melville
Guion: Jean-Pierre Melville.
Historia: Jean-Pierre Melville, Auguste Le Breton
Música: Eddie Barclay, Jo
Boyer
Fotografía: Henri Decaë
(B&W)
Reparto: Roger Duchesne, Isabelle Corey, Daniel Cauchy, Guy Decomble,
André Garret, Claude Cerval, Simone Paris, Howard Vernon.
Hay una variedad de paracinéfilos,
a los que podríamos llamar «aficionados compulsivos lentos», en la que no me
cuesta reconocerme: aun teniendo predilección por un autor , hasta cuatro obras
suyas llevo criticadas en este Ojo, no nos lanzamos ebrios de ansiedad al
visionado de todas sus obras una tras otra hasta agotar su filmografía;
preferimos ir viendo sus películas a medida que tropezamos con ellas en este o
aquella plataforma, en este o aquel videoclub, en este o aquel programa
dedicado a los clásicos en las TV (género televisivo en vías de extinción, la
verdad…). Le toca el turno hoy a Bob le flambeur, traducida por Bob, el
jugador, si bien se pierde la connotación de «compulsivo», imprescindible para
entender la pasión ludópata del protagonista, encarnación de un dandi que bien
podríamos relacionar con los de Calle sin nombre, de Keighley o La
casa de bambú, de Fuller, de las que hablábamos recientemente. Hay, con
todo, en el retrato de este jugador empedernido, una nota que disuena en el género:
la bondad y generosidad del protagonista, siempre dispuesto a ayudar a los
desamparados. Para redondear la extrañeza del personaje respecto de los tópicos
habituales del género, es excelente amigo de un comisario de policía a quien
salvó de ser tiroteado en el curso de una acción policial que llevó al
personaje a la cárcel durante tres años. Esa relación le da una dimensión moral
a la película que la aparta, en parte, del polar seco, duro y violento, y la
acerca más a lo que en realidad es la película: el retrato de un carácter
dominado por la ludopatía.
Esta película
ocupa un desvaído espacio intermedio en la filmografía de Melville. Lejos de El
silencio del mar, una auténtica joya, y más lejos aún de sus últimas obras,
como la maestra que es El silencio de un hombre, por ejemplo. Temáticamente,
tiene alguna de las constantes del cine policiaco de Melville, sobre todo la
amistad entre hombres, pero, técnicamente, en esas fechas, es algo así como el
inicio de la inminente nouvelle vague, por el rodaje en exteriores y la
importancia de París, casi como personaje, más que como decorado, en la exploración
de un personaje ligado íntimamente a un espacio concreto del que acaba formando
parte indisoluble: no puede entenderse al personaje sin sus espacios de relación,
y Melville los filma, además, con un repertorio de planos que agigantan el
retrato de Pigalle para darle una dimensión casi mítica, lo que logra, también, con una selección muy cuidada de la puesta en escena. La película se abre, además,
con un barrido auroral de París desde Montmartre y el Sacré Coeur, el cielo, momento
en el que descendemos con el funicular hasta Pigalle, el infierno, escenario de
la acción. El arranque descriptivo de la ciudad, cuyos neones irán apagándose a
medida que irrumpa la claridad del nuevo día, es de una belleza y una fuerza
espectaculares. Una constante que se mantendrá a lo largo de toda la
narración/descripción de un carácter que dominará la historia.
Sorprende que, de
forma tan temprana en su filmografía, Melville escoja contarnos las andanzas de
un jugador crepuscular, al borde de la ruina, lo que no impide que se
manifieste su generosidad constantemente, como en el caso de la joven expuesta
a las inclemencias y rigores del nocturno lado impío de una ciudad en la que
ella parece, sin embargo, saber defenderse con habilidad y determinación. El
retrato de un jugador aún elegante, pero ya mayor, y dueño de un ascendiente
indiscutible entre los jóvenes delincuentes vividores que lo rodean, nos atrapa
desde la mismísima aparición de Bob, cuya peripecia social nos interesa no solo
por el estudio del personaje, sino por el modo como Melville nos acerca con sus
planos sorprendentes al corazón mismo del declive y a las sutiles leyes del
hampa que subyacen en los comportamientos de los personajes. Los bares y las
calles acaban adquiriendo una dimensión de hábitat sin el que esos personajes
no tendrían razón de ser, porque no puede ubicárseles en otro sitio distinto de
ese en que se instalan como si hubieran nacido exclusivamente para ellos.
La decadencia
del personaje, sobrellevada con una serenidad estoica que lo aleja de cualquier
patetismo absurdo, lo obliga, a pesar de las continuas advertencias de su amigo
policía, a no involucrarse en golpes que pudieran dar con él en una cárcel que,
a sus años, tan difícil de soportar sería. Con todo, la segunda parte de la
película gira en torno al robo de un casino, el de Deauville, que el
protagonista intentará llevar adelante a pesar de que la policía está informada
de que se producirá ese asalto. La preparación del atraco, con una escena de muchos
quilates, cuando el técnico prueba las llaves que abrirán ciertas puertas, con
primeros planos de los compinches y de un perro, en una alternancia medida por
el cronómetro, no se altera, pero sí se complica cuando la joven revela a Bob que
le ha contado a un «amante pasajero» las intenciones del joven galán
delincuente de llevarlo a cabo. Este, acuciado por el sentimiento de culpa,
acaba matando al soplón. Sorprende que, con tantos elementos adversos, porque
los compinches de dentro del casino acaban chivándose también a la policía, de
forma anónima, Bob se empecine en dar el golpe con una seguridad que parece un
desafío. Esa noche, sin embargo, el perdedor habitual al que Azar parece
haberle dado la espalda, tiene «su» noche y gana una fortuna de forma legítima,
pero…
Y ahí no seré
yo quien dé un paso más allá. Tengo para mí que La bahía de los ángeles,
de Jacques Demy, le debe no poco a esta película de Melville, no solo por el
enfoque estético, sino por el análisis de la ludopatía, tan parecido en ambas.
Si la presencia de las ferias populares en
el cine exige una monografía instructiva, no menos la exige la presencia de los
casinos y del juego. Hay algo muy primitivo en ambas manifestaciones que quizás
deberíamos analizar siguiendo el estupendísimo Homo ludens, de Joan
Huizinga. Nos sorprendería lo cerca que estamos de los barracones de feria y de
las timbas clandestinas. La vida es una apuesta, en efecto, y Bob, el jugador
compulsivo, no solo lo sabe bien, sino que, para él, es la única vida posible.
Insisto, la
fotografía nocturna del Pigalle de esta película es un auténtico festín para
cualquier aficionado, compulsivo o no, lento o no. Mi ignorancia habitual me impide decir si se trata de una película poco o nada vista, porque confieso que en modo alguno asociaba el título con Melville. En cualquier caso, si es muy conocida, esa suerte he tenido yo de no haberla visto hasta hoy para poder disfrutar de una película magistral.
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