Título original: Green
Dolphin Street
Año: 1947
Duración: 140 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Victor Saville
Guion: Samson Raphaelson. Novela: Elizabeth Goudge
Música: Bronislau Kaper
Fotografía: George J. Folsey (B&W)
Reparto: Lana Turner, Van Heflin, Donna Reed, Richard Hart, Frank
Morgan, Edmund Gwenn, Dame May Whitty, Reginald Owen, Gladys Cooper.
Título original: Madame X
Año: 1966
Duración: 100 min.
País: Unidos Estados Unidos
Dirección: David Lowell Rich
Guion: Jean Holloway. Obra:
Alexandre Bisson
Música: Frank Skinner
Fotografía: Russell Metty
Reparto: Lana Turner, John Forsythe, Ricardo Montalban, Burgess
Meredith, John Van Dreelen, Virginia Grey, Warren Stevens, Carl Benton Reid,
Teddy Quinn, Frank Maxwell, Kaaren Verne, Joe De Santis, Frank Marth, Bing
Russell, Teno Pollick, Jeff Burton, Jill Jackson, Constance Bennett, Keir
Dullea.
Las
desventuras del desclasamiento en un melodrama que pulsa con firmeza la fibra
sensible y una historia de equívocos y amores contrariados. Y Lana Turner en ambas,
claro…
Todo es «antiguo» en La mujer X -y permítaseme
empezar por la más reciente-, hasta la propia protagonista, Lana Turner, en uno
de sus últimos papeles en el cine, y ello ha de deberse, a mi entender, a que
el melodrama se basa en una obra de Alexandre Bisson de 1908, cuando el adulterio
aún era un motivo narrativo capaz de cambiar la vida de las personas de un modo
desconcertante, y cuando las diferencias sociales aún tenían un peso
amedrentador en según qué personajes, como ocurre en la película. Nada, sin
embargo, le quita a este melodrama la poderosa fuerza que es capaz de
transmitir a los espectadores, sobre todo por la sentidísima interpretación de
Lana Turner a la altura, sin duda, de la que los críticos suelen considerar su
mejor interpretación: Imitación a la vida, de Douglas Sirk. Lowell Rich
no es Douglas Sirk, eso está claro, y aunque el primero quiera imitarlo, se
queda muy lejos de las elegantes y penetrantes, psicológicamente, realizaciones
de Sirk, un verdadero genio del melodrama. Con todo, es de agradecer la
solvencia y transparencia con que Lowell Rich dirige una historia en la que
algunas inverosimilitudes y despropósitos no entorpecen el objetivo esencial
del melodrama: llevar a los espectadores al borde del llanto o al llanto mismo,
a poco que se tenga la lágrima fácil. Ingredientes para ello sobran en la
película. Rich fue un artesano dedicado casi exclusivamente a la televisión,
pero su dominio del medio lo llevó a rodar once largos de los más diferentes géneros,
desde la ciencia-ficción hasta el musical, pasando por la comedia, el terror o
el cine de catástrofes, como Aeropuerto 80.
La historia de una dependienta que logra enamorar
a un aspirante a gobernador de su Estado para iniciar una carrera política que
en el futuro incluya su candidatura a la Casa Blanca choca con el abandono en
que vive y la fragilidad psicológica desde la que cede al asedio en toda regla
de un Don Juan perfectamente encarnado por
el siempre eficaz Ricardo Montalbán, aunque en esta obra brille con mayor
luz, porque borda el papel de un enamorado que se niega a que le den con la
puerta en las narices, tras un conato de reconciliación entre los esposos. La
fatídica entrevista entre los amantes concluye con la muerte accidental del galán
y la incriminadora presencia de un pañuelo de la amante… que es oportunamente
retirado de la escena del crimen por un detective contratado por la altiva y
celosa suegra para seguirla. Esa es la oportunidad que estaba esperando para
ajustar cuentas con una nuera a la que ha menospreciado socialmente desde que
su hijo la llevó a la casa familiar. Obligada, pues, a renunciar a su marido y
a su hijo, la nuera acepta una pensión vitalicia a cambio de desaparecer para
siempre, viéndose obligada a adoptar un nombre falso, de modo que el suyo quede
ligado a su desaparición y muerte tras caer al mar y no poder rescatarse su
cadáver, según la versión de su desaparición que logra colocar su suegra. De
ese momento en adelante, la vida de la protagonista será la crónica de una caída
en la desgracia e incluso en el alcohol y la prostitución, después de haber
renunciado a la unión con un músico sueco que la salva de morir congelada en la
calle en una noche de tormenta de nieve. Imposibilitada de incumplir el acuerdo
con la suegra, la protagonista ha de renunciar al amor incondicional del músico,
para acabar de la peor de las maneras en un tugurio, compartiendo botella con
un estafador impecablemente interpretado por otro grande de la pantalla en sus
postrimerías, Burgess Meredith, quien acaba descubriendo la verdadera
personalidad de una mujer a la que, en una noche de borrachera, se le escapa la
lengua y narra parte de su vida anterior, lo que despierta su codicia para «vender»
la historia, algo que, al final, ella consigue desbaratar. En la pelea subsiguiente,
ella acaba disparando a bocajarro contra él, razón por la cual, y apenas tras
haber llegado a Nueva York, se ve acusada de asesinato y pendiente de un juicio
en el que el Fiscal pedirá, sin duda, la pena de muerte. Estando en bancarrota,
se le asigna un abogado del turno de oficio, quien resulta ser su hijo, algo
que ambos desconocen. Pero aquí me callo, porque ese último tercio de la película,
con un excelente juicio de por medio, consigue tal grado de emoción que es muy difícil
permanecer impasible ante el encuentro de madre e hijo, que no será el único.
La música suele ser un ingrediente muy especial de los melodramas, y aquí la
partitura de Frank Skinner, el mismo compositor de Douglas Sirk para Imitación
a la vida, se encarga de subrayar la muchísima emoción diseminada a lo
largo de la cinta. Pocas veces una actriz permite que la saquen tan «deteriorada»
físicamente en pantalla como se muestra aquí Lana Turner, pero ello redunda en
la verdad de su personaje de un modo definitivo. La pareja que hace con
Meredith logra unas secuencias de auténtico cine clásico del mejor, de ahí que
La mujer X, sin que fuera en su momento un éxito de taquilla, haya conseguido,
no obstante, colocarse entre las preferencias de los espectadores amantes de
los buenos melodramas.
En La calle del
Delfín Verde hallamos a una Lana Turner en su apogeo, una heroína que
protagoniza una película en la que un equívoco lamentable condiciona la vida de
los protagonistas, ella y Richard Hart, pues, después de unas peripecias
bizantinas a través de los mares del sur y recalar en Nueva Zelanda, una noche, estando borracho y en compañía de quien sí está
enamorado de la protagonista, un papel menor pero impecable de Van Heflin, escribe una carta pidiéndole al padre la
mano de la hija de quien realmente no está enamorado, de modo que cuando llega
a Nueva Zelanda se encuentra con un marido que no la desea y quien, conminado
por su amigo, se casa para honrar la palabra dada en la carta.
La historia
arranca desde el pequeño pueblo en el que el hijo del doctor, sin oficio ni
beneficio, es el objeto del deseo de ambas hermanas, quienes se disputan amigablemente
sus favores. Las incontables peripecias de la historia van a llevar al protagonista,
que desea convertirse en marino para ser, posteriormente, miembro de la Armada
y lograr un estatus social que le permite aspirar a la mano de su amada, a una
sucesión de infortunios en los mares del sur que concluirán con su llegada a
Nueva Zelanda donde iniciará negocios en los que prosperará, y allí es desde
donde escribe la fatídica carta que lo obligará a casarse, por no faltar a su
palabra, con la hermana a quien no ama y quien, sin embargo, hará todo lo
posible por conquistarlo para desplazar de su corazón el amor por su hermana.
No desvelo si lo logra o no. La película es excesivamente larga y pretende
tener un aire a Lo que el viento se llevó, de Victor Fleming, pero no se
le acerca ni de lejos. Curiosamente, se llevó el Oscar a los efectos especiales
por el terremoto que sacude la isla, pero la dosificación entre las aventuras y
el melodrama no acaba de estar plenamente lograda, y la rebelión de los
nativos, por ejemplo, induce incluso a la risa compasiva. En cualquier caso, la
actriz de esta sesión doble sale tan airosa como su «rival» Donna Reed,
inolvidable en ¡Qué bello es vivir!, de Frank Capra y otras muchas. Del final
nada diré, pero la presencia de la religión consoladora en él envejece lo
suficiente la película como para evitar una decepción. En todo caso, es un
intento honesto de construir una película para grandes públicos con una fuerte
dosis de exotismo y malentendidos que no permiten seguirla con interés hasta el
final. La dirección, sin ser nada del otro mundo, se recrea en ciertas
secuencias potenciadas por una impecable puesta en escena, convincente y efectista.
Pueden perdonársele ingenuidades superlativas, como la famosa empalizada
defensiva que no dura ni un segundo en pie, como era previsible, pero todo se
da por bueno cuando sabemos que la esperanza no se ha perdido para la salvación
de los protagonistas.
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