jueves, 24 de marzo de 2022

«La calle del Delfín verde», de Victor Saville y «La mujer X», de David Lowell Rich, la fuerza emotiva del melodrama.

 

Título original: Green Dolphin Street

Año: 1947

Duración: 140 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Victor Saville

Guion: Samson Raphaelson. Novela: Elizabeth Goudge

Música: Bronislau Kaper

Fotografía: George J. Folsey (B&W)

Reparto: Lana Turner, Van Heflin, Donna Reed, Richard Hart, Frank Morgan, Edmund Gwenn, Dame May Whitty, Reginald Owen, Gladys Cooper.       

 


Título original: Madame X

Año: 1966

Duración: 100 min.

País: Unidos Estados Unidos

Dirección: David Lowell Rich

Guion: Jean Holloway. Obra: Alexandre Bisson

Música: Frank Skinner

Fotografía: Russell Metty

Reparto: Lana Turner, John Forsythe, Ricardo Montalban, Burgess Meredith, John Van Dreelen, Virginia Grey, Warren Stevens, Carl Benton Reid, Teddy Quinn, Frank Maxwell, Kaaren Verne, Joe De Santis, Frank Marth, Bing Russell, Teno Pollick, Jeff Burton, Jill Jackson, Constance Bennett, Keir Dullea.

 

Las desventuras del desclasamiento en un melodrama que pulsa con firmeza la fibra sensible y una historia de equívocos y amores contrariados. Y Lana Turner en ambas, claro…

 

Todo es «antiguo» en La mujer X -y permítaseme empezar por la más reciente-, hasta la propia protagonista, Lana Turner, en uno de sus últimos papeles en el cine, y ello ha de deberse, a mi entender, a que el melodrama se basa en una obra de Alexandre Bisson de 1908, cuando el adulterio aún era un motivo narrativo capaz de cambiar la vida de las personas de un modo desconcertante, y cuando las diferencias sociales aún tenían un peso amedrentador en según qué personajes, como ocurre en la película. Nada, sin embargo, le quita a este melodrama la poderosa fuerza que es capaz de transmitir a los espectadores, sobre todo por la sentidísima interpretación de Lana Turner a la altura, sin duda, de la que los críticos suelen considerar su mejor interpretación: Imitación a la vida, de Douglas Sirk. Lowell Rich no es Douglas Sirk, eso está claro, y aunque el primero quiera imitarlo, se queda muy lejos de las elegantes y penetrantes, psicológicamente, realizaciones de Sirk, un verdadero genio del melodrama. Con todo, es de agradecer la solvencia y transparencia con que Lowell Rich dirige una historia en la que algunas inverosimilitudes y despropósitos no entorpecen el objetivo esencial del melodrama: llevar a los espectadores al borde del llanto o al llanto mismo, a poco que se tenga la lágrima fácil. Ingredientes para ello sobran en la película. Rich fue un artesano dedicado casi exclusivamente a la televisión, pero su dominio del medio lo llevó a rodar once largos de los más diferentes géneros, desde la ciencia-ficción hasta el musical, pasando por la comedia, el terror o el cine de catástrofes, como Aeropuerto 80.

La historia de una dependienta que logra enamorar a un aspirante a gobernador de su Estado para iniciar una carrera política que en el futuro incluya su candidatura a la Casa Blanca choca con el abandono en que vive y la fragilidad psicológica desde la que cede al asedio en toda regla de un Don Juan perfectamente encarnado por  el siempre eficaz Ricardo Montalbán, aunque en esta obra brille con mayor luz, porque borda el papel de un enamorado que se niega a que le den con la puerta en las narices, tras un conato de reconciliación entre los esposos. La fatídica entrevista entre los amantes concluye con la muerte accidental del galán y la incriminadora presencia de un pañuelo de la amante… que es oportunamente retirado de la escena del crimen por un detective contratado por la altiva y celosa suegra para seguirla. Esa es la oportunidad que estaba esperando para ajustar cuentas con una nuera a la que ha menospreciado socialmente desde que su hijo la llevó a la casa familiar. Obligada, pues, a renunciar a su marido y a su hijo, la nuera acepta una pensión vitalicia a cambio de desaparecer para siempre, viéndose obligada a adoptar un nombre falso, de modo que el suyo quede ligado a su desaparición y muerte tras caer al mar y no poder rescatarse su cadáver, según la versión de su desaparición que logra colocar su suegra. De ese momento en adelante, la vida de la protagonista será la crónica de una caída en la desgracia e incluso en el alcohol y la prostitución, después de haber renunciado a la unión con un músico sueco que la salva de morir congelada en la calle en una noche de tormenta de nieve. Imposibilitada de incumplir el acuerdo con la suegra, la protagonista ha de renunciar al amor incondicional del músico, para acabar de la peor de las maneras en un tugurio, compartiendo botella con un estafador impecablemente interpretado por otro grande de la pantalla en sus postrimerías, Burgess Meredith, quien acaba descubriendo la verdadera personalidad de una mujer a la que, en una noche de borrachera, se le escapa la lengua y narra parte de su vida anterior, lo que despierta su codicia para «vender» la historia, algo que, al final, ella consigue desbaratar. En la pelea subsiguiente, ella acaba disparando a bocajarro contra él, razón por la cual, y apenas tras haber llegado a Nueva York, se ve acusada de asesinato y pendiente de un juicio en el que el Fiscal pedirá, sin duda, la pena de muerte. Estando en bancarrota, se le asigna un abogado del turno de oficio, quien resulta ser su hijo, algo que ambos desconocen. Pero aquí me callo, porque ese último tercio de la película, con un excelente juicio de por medio, consigue tal grado de emoción que es muy difícil permanecer impasible ante el encuentro de madre e hijo, que no será el único. La música suele ser un ingrediente muy especial de los melodramas, y aquí la partitura de Frank Skinner, el mismo compositor de Douglas Sirk para Imitación a la vida, se encarga de subrayar la muchísima emoción diseminada a lo largo de la cinta. Pocas veces una actriz permite que la saquen tan «deteriorada» físicamente en pantalla como se muestra aquí Lana Turner, pero ello redunda en la verdad de su personaje de un modo definitivo. La pareja que hace con Meredith logra unas secuencias de auténtico cine clásico del mejor, de ahí que La mujer X, sin que fuera en su momento un éxito de taquilla, haya conseguido, no obstante, colocarse entre las preferencias de los espectadores amantes de los buenos melodramas.

 

         En La calle del Delfín Verde hallamos a una Lana Turner en su apogeo, una heroína que protagoniza una película en la que un equívoco lamentable condiciona la vida de los protagonistas, ella y Richard Hart, pues, después de unas peripecias bizantinas a través de los mares  del sur y recalar en Nueva Zelanda, una noche, estando borracho y en compañía de quien sí está enamorado de la protagonista, un papel menor pero impecable de Van Heflin,  escribe una carta pidiéndole al padre la mano de la hija de quien realmente no está enamorado, de modo que cuando llega a Nueva Zelanda se encuentra con un marido que no la desea y quien, conminado por su amigo, se casa para honrar la palabra dada en la carta.

         La historia arranca desde el pequeño pueblo en el que el hijo del doctor, sin oficio ni beneficio, es el objeto del deseo de ambas hermanas, quienes se disputan amigablemente sus favores. Las incontables peripecias de la historia van a llevar al protagonista, que desea convertirse en marino para ser, posteriormente, miembro de la Armada y lograr un estatus social que le permite aspirar a la mano de su amada, a una sucesión de infortunios en los mares del sur que concluirán con su llegada a Nueva Zelanda donde iniciará negocios en los que prosperará, y allí es desde donde escribe la fatídica carta que lo obligará a casarse, por no faltar a su palabra, con la hermana a quien no ama y quien, sin embargo, hará todo lo posible por conquistarlo para desplazar de su corazón el amor por su hermana. No desvelo si lo logra o no. La película es excesivamente larga y pretende tener un aire a Lo que el viento se llevó, de Victor Fleming, pero no se le acerca ni de lejos. Curiosamente, se llevó el Oscar a los efectos especiales por el terremoto que sacude la isla, pero la dosificación entre las aventuras y el melodrama no acaba de estar plenamente lograda, y la rebelión de los nativos, por ejemplo, induce incluso a la risa compasiva. En cualquier caso, la actriz de esta sesión doble sale tan airosa como su «rival» Donna Reed, inolvidable en ¡Qué bello es vivir!, de Frank Capra y otras muchas. Del final nada diré, pero la presencia de la religión consoladora en él envejece lo suficiente la película como para evitar una decepción. En todo caso, es un intento honesto de construir una película para grandes públicos con una fuerte dosis de exotismo y malentendidos que no permiten seguirla con interés hasta el final. La dirección, sin ser nada del otro mundo, se recrea en ciertas secuencias potenciadas por una impecable puesta en escena, convincente y efectista. Pueden perdonársele ingenuidades superlativas, como la famosa empalizada defensiva que no dura ni un segundo en pie, como era previsible, pero todo se da por bueno cuando sabemos que la esperanza no se ha perdido para la salvación de los protagonistas.

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