Estudio de un
carácter atrapado en los márgenes sórdidos de la pasión.
Título original: La Chienne
Año: 1931
Duración: 91 min.
País: Francia
Dirección: Jean Renoir
Guion: Jean Renoir, André
Girard. Novela: Georges de La Fouchardière
Fotografía: Theodor Sparkuhl
(B&W)
Reparto: Michel Simon, Janie Marèse, Georges Flamant, Roger Gaillard,
Romain Bouquet, Pierre Desty, Mlle Doryans, Lucien Mancini, Jane Pierson,
Chistian Argentin, Max Dalban.
La golfa es el primer sonoro
de Renoir y aparece un año después de uno de los títulos míticos del cine, El
ángel azul, de Von Sternberg y catorce antes del remake dirigido
nada menos que por Fritz Lang, Perversidad. Tres actores de primerísimo
nivel encarnan a los protagonistas de una misma tipología: la pusilanimidad del
apocado que, llegado el momento, es capaz, en un arrebato, de llegar a donde
nunca imaginó que podría llegar. La película de Renoir tiene una historia diferente
de la de Sternberg, y de ahí que la comparación entre ellas permita distinguir
que ambas se muevan en ambientes distintos y tengan objetivos artísticos diferentes,
al margen del «estudio» del carácter central de la historia, un profesor en el
primer caso, un humilde cajero de empresa y pintor aficionado, en el segundo.
Lo primero que
llama la atención de la obra de Renoir es la presentación del triángulo amoroso
protagonista, porque se hace en un teatrillo de títeres en el que se recortan
las imágenes, con el satírico comentario de una voz en off, de los componentes
del triángulo que, como remarca esa misma voz, no construyen ni una comedia ni
un drama, sino… la vida misma. Michel
Simon, el cajero, encarna a la perfección su personaje, y no digamos la
remilgada prostituta que lo embauca, Janie Marèse o el impecable proxeneta que la
domina, un Georges Flamant que, aun francés de los parises, tiene todo el gesto
de los chulos de los madriles, ¡tan universal es la perversión! A título anecdótico,
un crítico de Filmaffinity recuerda que, dos semanas después de acabada
la película, Flamant perdió el control del coche en que viajaba con Janie Marèse
y está murió en el accidente.
Hay, en la
película de Renoir una tendencia al realismo crudo que se acentuará, cuatro
años más tarde, en Toni, ya criticada en este Ojo, lo que lo
convierte, a las pruebas me remito, en un antecedente del neorrealismo italiano.
El modo como describe Renoir la humillante vida del resignado cajero, quien
solo halla una compensación a su triste vida, metido como está en un matrimonio
en el que su gruñona y nada agraciada mujer no cesa de echar de menos a su
primer marido, en la práctica de la pintura, contrasta, en su tímida aventura
nocturna con los colegas del trabajo, con el encuentro, en plena noche, con la
prostituta a quien su chulo está golpeando. Su bondad intrínseca lo lleva a
poner un taxi a disposición de la mujer, quien primero deja al chulo borracho en
su alojamiento y después es llevada a su casa por el protagonista, a quien no
deja acercarse a su domicilio «por el qué dirán», si la ven llegar tan tarde
con un hombre, improvisada estrategia con la que comienza a tejer una red en la
que acabará atrapando al incauto, estando ella dispuesta a sacarle tanto dinero
cuanto pueda, como sucede realmente.
La historia es
tan conocida, más por la película de Lang que por esta, que no merece la pena
seguir describiendo un proceso de humillación del cajero que llega a su punto
culminante cuando descubre al chulo en la cama con ella en la casa que él
sufraga. La actuación entre ritual y paródica de Flamant y Marèse supone una incursión en la tragicomedia,
a juzgar por cómo ella se protege de los golpes de por quien está dispuesta a dejarse
matar por ellos. Ello choca, evidentemente, con el abuso y humillación del
viejo cajero que le mendiga una limosna de afecto que ella no está dispuesta a
concederle, y de ahí el trágico final a manos del cajero, quien se escabulle de
la escena del crimen sin que sea advertida su presencia, como sí lo fue la del
conchabado rival con la prostituta. La escena de la animación callejera durante
la que sucede la tragedia es una suerte de continuación de la técnica del
claroscuro expresionista que nos ha mostrado de forma incisiva el drama del
protagonista, de cuyas pinturas se aprovechan los dos rufianes, porque, a sus
espaldas, y por esos azares del arte, los cuadros del cajero están teniendo un
gran éxito entre los aficionados. La actuación de Flamant, muy ajustada a la
realidad, y con una estudiada composición de la gesticulación, triunfa sobre la
algo más tosca de un actorazo como Dan Duryea en Perversidad.
El epílogo de
la historia, que nos muestra al cajero arruinado, una vez que se constató el
desfalco que había cometido en la empresa para mantener el lujoso tren de vida
de la amante que lo despreciaba, razón por la que fue despedido sin
contemplaciones, nos devuelve, en cierto modo, al escenario de los títeres,
porque se acentúa el lado grotesco del personaje. Y hay una escena en que Lang
quiso apartarse de la excelentísima de Renoir, aunque no consiguió captar la
profundidad del original. Cuando el personaje, hecho un pobre vagabundo, pasa
por delante de una sala de exposiciones, sacan un cuadro que apoyan en el
asiento del atrás de un coche descubierto, y ese cuadro no es otro que su
propio autorretrato que ve alejarse de él a medida que el coche se aleja, como
marcando la distancia entre la plenitud y la carencia, entre quien fue y quien es
o no es, porque la miseria es poco menos que el lugar del no ser. En la película
de Lang el cuadro que sacan de la galería de arte es el de la prostituta, que,
mirando de frente como mira, parece interpelar al vagabundo que la pintó y que
observa cómo la introducen en el coche de la compradora. Psicológicamente me
parece mucho más fiel la versión del autorretrato, la verdad, porque culmina el
retrato fílmico del estudio del carácter
de un pobre hombre capaz de la excelencia y de un atrevimiento en las antípodas
de su manera de conducirse en la vida. De hecho, cuando sigue el juicio contra
el proxeneta y escucha la sentencia a muerte, casi cae desmayado.
No se trata de
que segundas partes nunca sean buenas, sino de que el impulso realista de
Renoir, aun matizado por lo que en literatura se llama la cornice del relato,
en este caso, el teatro de títeres de cachiporra, ahonda con mayor profundidad
en el retrato del carácter que da pie a la historia, todo ello en una ambientación
popular que contribuye a ese realismo integral de la película. Tanto Jannings,
como Robinson como Simon son actores de otra galaxia, pero Michele Simon
compite con los otros dos con la ventaja de una encarnación magistral del tipo
que se representa en la historia.
Recomienda
vivamente a los espectadores que no se dejen convencer por el buen recuerdo que
tengan de Perversidad y se adentren en esta versión impecabilísima de la
novela de Georges de La Fouchardière, autor de quien también Jacques Torneur
llevó una obra al cine, Las hijas de la portera, que quizás haya de
rescatar…
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