El fenómeno de los fans nació con Liszt: el primer concertista «solista» megaestrella que levantó pasiones en los auditorios.
Título original: Song Without End
Año: 1960
Duración: 141 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Charles Vidor,
George Cukor
Guion: Oscar Millard
Música: Morris Stoloff, Harry Sukman
Fotografía: James Wong Howe
Reparto: Dirk Bogarde, Capucine, Geneviève Page, Patricia Morison, Ivan
Desny, Martita Hunt, Lyndon Brook, Alexander Davion.
Desde la traducción del título
ya advertimos que una vida tan interesante como la de Franz Liszt va a ser jibarizada
de tal manera que todo se centre, o casi, en el complicado itinerario amoroso
del artista, aunque apuntando, de pasado, algunos de los conflictos íntimos que
lo afligieron durante toda su vida, desde la tensa relación con su padre hasta
sus dudas y angustias de tipo religioso, que, al menos en la película, nos
invita a evocar la figura de un grande de nuestras letras patrias, Lope de Vega,
aunque mientras este llegó a ser ordenado sacerdote, Liszt solo tomó las «órdenes
menores». Si sumamos que la película la inició Charles Vidor, quien murió con
el rodaje en curso, y fue sustituido por George Cukor, no tardamos en apreciar
una disparidad de propósitos e incluso estilos que acaban confundiendo a los
espectadores: al principio todo resulta francamente acartonado y con no poca
dificultad emerge la verdadera vida conflictiva del músico en esos primeros
compases de la película. Cukor ordenó reescribir el guion para hacer suya la
película, pero hubo de ajustarse a un proyecto de producción que limitaba mucho
su capacidad de innovación. Estamos ante una superproducción con una inversión
en vestuario y puesta en escena que deja maravillados a los espectadores, una
función a la que ni puede ni debe renunciar el cine, desde luego. Otra cosa es
que, junto a la bellísima música que es punto neurálgico de la película, todo
quede en esa bella apariencia, y aunque hay algo de ello, no es menos cierto
que las interpretaciones del trío protagonista: Dirk Bogarde, Capucine y
Geneviève Page elevan la trama muy por encima de esos condicionamientos del
proyecto; sobre todo la apasionada interpretación de Bogarde, quien representa
a la perfección el endiosamiento de un artista que fue consciente de ser lo que
ahora representa una superestrella pop. Ken Russell, en su Lisztsomania,
trató de acercarse a ese fenómeno específico, pero lo hizo muy pasado de
vueltas, cayendo en la caricatura e incluso la parodia bufa. La presente película,
apegada, en principio, a un estricto realismo, nos ofrece una visión del
artista, del virtuoso y del compositor, al alcance de los gustos estéticos del
común de los mortales y deja entrever, aunque de forma muy fragmentaria, la
riqueza de una larga vida en la que atravesó tantas fases distintas que bien
podría haber dado cada una para una película.
Liszt fue un
virtuoso que no solo creó escuela, sino que pasó por ser, en su tiempo y muchos
otros después del suyo, «el» virtuoso por excelencia, aunque en nuestros días
no podamos ni imaginar cómo serían aquellas interpretaciones. La película contiene
obras suyas tan representativas como el Liebesträume o la alegre Campanella,
que nos permiten hacernos a la idea de su virtuosismo, aunque Liszt ejecutó partituras
de otros compositores e incluso compuso no pocas variaciones sobre temas
ajenos. Lo sorprendente, vista la película sin un conocimiento de la vida del
autor, es el fenómeno de la megaestrella que fue y cómo levantaba unas pasiones
que incluían multitudinarias manifestaciones de entusiasmo por su arte
inigualable. La mujer de sus hijos, que luego fuera preterida por su
enamoramiento de una princesa ucraniana, le dice a su rival, con la que
coincide en casa de su madre, que no se las prometa muy felices, porque Liszt
solo está casado con el teclado y con la ebriedad de su celebridad.
A lo largo de
la película, larga como buen biopic que se precie, se advierte la lucha
incesante de Liszt entre su dedicación al virtuosismo y su necesidad de
componer obra que «quede» y que esté a la altura de la de los genios a quienes
él interpreta en su instrumento; así mismo, es muy notable el respeto a su
condición en un mundo de aristócratas entre quienes ha de moverse, porque, al
fin y al cabo, entre ellos y para ellos desarrolla buena parte de su carrera,
como cuando es nombrado músico de cámara en Weimar, donde compone, ejecuta y
dirige a lo largo de muchos años, y donde se oirán las primeras obras de Wagner,
con quien se acabará casando su hija Cosima, aunque fue un matrimonio que
distanció a ambos músicos.
La película ganó
un Oscar a la mejor banda sonora, como casi no podía ser de otra manera, pero
igualmente lo podría haber ganado al mejor vestuario o a la dirección artística.
Para el espectador aficionado a la música, pero también a la sociología, es
interesante ver cómo viajaba Liszt en un carruaje con el que recorría enormes
distancias para llevar su arte de uno a otro lado del continente, usualmente
acompañado por su apoderado, quien tuvo la picardía necesaria para «picarlo»
con la rivalidad de un joven pianista que «le hacía sombra», razón por la que
volvió a la carretera para actuar, como digo, en toda Europa. Se dice que Liszt
podía recorrer unos seis o siete mil kilómetros anuales, y siempre, hasta que
se fueron construyendo los ferrocarriles, en ese carruaje que aparecer
reiteradamente en la película, llevándolo de aquí para allá, especialmente tras
los pasos de su último amor, la princesa Carolyne zu Sayn-Wittgenstein, interpretada a
las mil maravillas por la hermosa Capucine, con quien no pudo casarse por la
Iglesia, como era deseo de ambos, porque el zar maniobró ante el Vaticano para
impedirlo. Ello no obstó para que Liszt sumara otras amantes a su apasionada
vida, alumnas suyas incluso, pero la princesa bien puede considerarse no solo
el gran último amor de su vida, sino una eficaz y prolífica colaboradora, a
quien se atribuye, en realidad, la biografía de Chopin que se publicó bajo el nombre
de Liszt.
Insisto, la película
tiene, a veces, ese aire acartonado de las lujosas producciones que se empeñan
en hacerse notar por el derroche de medios, pero Dirk Bogarde sabe interiorizar
buena parte de los conflictos agónicos del intérprete y compositor y ello hace
que los espectadores sigan con atención su peripecia vital y artística.
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