Una versión
muy libre de Nana, en la que la Swanson se desluce como frívola y brilla como trágica.
Título original: Zaza
Año: 1923
Duración: 84 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Allan Dwan
Guion: Albert S. Le Vino.
Obra: Pierre Berton, Charles Simon
Fotografía: Harold Rosson (B&W)
Reparto: Gloria Swanson, H.B. Warner, Ferdinand Gottschalk, Lucille La
Verne, Mary Thurman, Yvonne Hughes, Riley Hatch, L. Rogers Lytton, Ivan Linow.
Pierre Berton, el autor de la obra
teatral que sirve de base literaria a esta película, estaba especializado en adaptaciones
libres al teatro de obras de otros autores, Byron, Shakespeare, Maupassant,
etc. Viene este dato a cuento de que esta Zaza cuya autoría se atribuye,
legítimamente, bien podría haber sido añadida a su colección como inspirada en
la Nana de Zola, y no debe de ser casual el juego fonético de los nombres de
las protagonistas de ambas obras que, además, comparten profesión, artista de
revista, y cualidades como la de volver locos a los hombres, a quienes parece que les gusta el modelo
«castigador» y «agresivo» que también comparten ambas protagonistas. Comienzo
con esta reflexión porque apenas empezar a ver la actuación estelar de Gloria
Swanson, me ha venido a la memoria visual la de la mujer de Renoir en su
adaptación lujosísima de Nana al cine, Catherine Hessling, si bien esta me
resultó bastante más insoportable que el personaje que interpreta Swanson. Sus
contoneos constantes también me han recordado los de Mae West, pero esta
picante actriz sabía sacar de ellos un partido que no consigue la Swanson,
quien tiene más de mujer histérica que de mujer temperamental, aunque a veces,
como en la secuencia de la pelea con su rival en el teatro de variedades, Mary
Thurman, sí que está a la altura del papel. Contrasta, además, con la sobria
elegancia y belleza de su criada, Yvonne Hughes, quien, a título de anécdota, murió estrangulada a sus 50 años, y quien no
tuvo una carrera afortunada en el cine, aunque compartió tres películas con la
Swanson.
Resulta sorprendente que los modales
zafios y autoritarios de una actriz que, en escena, tampoco comete ningún
atrevimiento especial en cuanto a la ligereza de ropa, y cuyo principal número
consiste en columpiarse por encima de la platea mientras arroja flores y, en un
momento dado, los zapatos; resulta sorprendente, digo, que logre enamorar al
diplomático Dufresne, a quien tientan con una embajada en Nueva York. Cuando
sufre un accidente mal intencionado por parte de su rival, Dufresne renuncia a
todo por ella y la visita en la cabaña en el campo donde la instala. Zaza está
convencida de que acabará casándose con su protector, pero cuando se entera de
que se ha ido a París acompañado por otra mujer, monta en cólera, sobre todo
porque poquísimo antes había renunciado a un contrato que era la ilusión de toda
su vida: debutar en un teatro en París, cantando, y muy especialmente Plaisir
d’amour, de Jean-Paul Égide Martini, una canción que tiene una presencia
especial en la película porque es la que oye tocar cuando, hecha una furia, un
vendaval, se presenta en casa de Dufresne y descubre que quien la toca es su
hija y que él está casado.
Lo dicho nos confirma, pues, que estamos
en presencia de un señor melodrama con todas las de la ley, que recuerda tanto
Nana como La Traviata, muy anterior esta, con todo, a Nana y a Zaza, y
modelo inmortal del género. No solo, ya, por el papel que juega la música, tan
destacado, en la trama, sino porque lo que comienza como una exhibición entre
despótica e infantil de una criatura mimada por la suerte —porque insisto en
que ni con lupa se le encuentra en este papel a la Swanson la capacidad de
seducción a la que cede su enamorado, bastante mayor que ella, todo sea dicho
de paso— va abriéndose paso, desde el despecho de haber sido engañada por su
amante —¡y qué moderna suena la llamada de Florian, ahora su amiga del alma, a
seducir a los hombres y burlarse de ellos como ellos lo hacen de ellas—, una
transformación, la propia del corazón roto, de la protagonista hacia una
asunción de la madurez y la seriedad, olvidando la «pose» de bella caprichosa
que, dicho sea de paso, resulta insoportable mientras dura. Es hermosa la admonición que le dirige a la amiga que provocó su caída del columpio: Si alguna vez has de escoger entre romperte el cuello o el corazón, elige el cuello. Aunque la Swanson
tiene unos ojos espectaculares y una mirada muy expresiva, del resto de sus
rasgos y de su físico en modo alguno se deriva la impresión que, más adelante, nos causarían estrellas como Ava Gardner,
Rita Hayworth, Elizabeth Taylor o Marilyn Monroe. En la parte dramática de la película, la actriz
gana en dominio de sí y los primeros planos del dolor, dejando de lado los
tópicos gestos del antebrazo sobre el rostro, hacen justicia al personaje.
La película fue un exitazo en su día, y
hoy se ve más con mirada arqueológica, aunque complacida, que con la de la
sorpresa de hallarnos ante una obra, no sé, como el Michael de Dreyer,
por ejemplo. Su director fue reivindicado por el fallecido Peter Bogdanovich,
pero, a pesar de su excelente trabajo y una puesta en escena muy del estilo
magnificente de la época para las mansiones de la alta sociedad, así como el bucolismo
exacto del refugio campestre donde la
estrella se recupera del accidente que la deja al borde de quedar lisiada de
por vida, los excesivos amaneramientos de la actriz protagonista, en dos
tercios de la película, la lastran, ciertamente, aunque en el último tercio
mejora lo suficiente como para ver con placer ese tramo final. Personalmente,
he de confesar que, buena o mala, solo por ser la primera película antigua que
veía de la Swanson —¡maravillosa en El crepúsculo de los dioses, de
Wilder!—, ya estaba dispuesto a verla de principio a fin, como, a pesar de mi
cinefilia, no hago con todas, por supuesto. (¡Qué interesante sería un libro
sobre «las películas con las que no pude…»!) Y no me arrepiento, porque, más
allá de los gustos populares de los años 20, la Swanson se reivindica como lo
que fue, una gran estrella del séptimo arte.
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