Título original: Swallow
Año: 2019
Duración: 94 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Carlo
Mirabella-Davis
Guion: Carlo Mirabella-Davis
Música: Nathan Halpern
Fotografía: Katelin
Arizmendi
Reparto: Haley Bennett,
Austin Stowell, Denis O'Hare, Elizabeth Marvel, David Rasche, Lauren Vélez,
Zabryna Guevara, Laith Nakli, Babak Tafti, Nicole Kang, Olivia Perez, Kristi
Kirk, Alyssa Bresnahan, Maya Days, Elise Santora, Myra Lucretia Taylor.
Título original: The Novice
Año: 2021
Duración: 94 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Lauren Hadaway
Guion: Lauren Hadaway
Música: Alex Weston
Fotografía: Todd Martin
Reparto: Isabelle Fuhrman, Jeni Ross, Amy Forsyth, Kate Drummond,
Jonathan Cherry, Nikki Duval, Charlotte Ubben, Robert Ifedi, Dilone, Eve Kanyo,
Al Bernstein, David Guthrie, Sage Irvine, Chantelle Bishop.
En los límites de lo patológico, conductas llevadas al extremo: dos miradas sombrías a la perturbación íntima.
He aquí dos muestras de cine muy
reciente y, sin embargo, bastante antiguo, en cierta manera, porque me temo que
los espectadores estamos algo más que cansados del protagonismo de los casos de
trastornos psicológicos, construidos para el lucimiento de actores y actrices
que dan el do de pecho para convencernos del extremo sufrimiento que han de
afrontar en sus vidas y cómo el espíritu de superación o la complacencia en la
derrota nos hacen padecer durante la hora y media correspondiente -si son
bondadosos los directores, claro-, antes de relajarnos en la butaca, tragar
saliva y volver a nuestras apagadas vidas «de andar por casa», absolutamente
insignificantes sin esos grandes traumas que parecen dar sentido a las
historias que se nos cuentan,
Lo primero que
se ha de mencionar es que la calidad técnica de las películas, por lo que hace
a los encuadres, a la puesta en escena y al uso del color, tiene un nivel altísimo,
y ambos directores consiguen planos verdaderamente fabulosos, especialmente en
el caso de Swallow, y ello porque la historia se recrea en el caso de
una mujer-florero concebida como descanso del guerrero y como reproductora de
la saga familiar que ha de continuar la obra de los abuelos y del padre. En ese
espacio privilegiado de una casa aislada en la naturaleza, en la que se
consiguen planos tan espectaculares como el de la fusión de la terraza con el
entorno, en el que la protagonista aparece como suspendida, levitando, idealizada…,
se suceden encuadres magníficos y bellísimos que contrastarán con la insatisfacción
de la mujer, a quien los padres de él —¡el
gran partido!— ignoran por completo y humillan con desprecio. Todo ello, poco a
poco, irá llevando a la insatisfecha ama de casa, quien se esmera en la cocina
para sorprender a su marido, a caer en un vicio que, iniciado como súbita
tentación: tragarse objetos que, una vez recorrido el viaje orgánico, serán
rescatados de las heces para ser coleccionados. Como cualquier adicción, también
en esta se va subiendo por la escalera de los grados, no solo en volumen, sino
también en peligrosidad, lo que amenaza seriamente la vida de la protagonista.
¿Cómo puede complicarse argumentalmente esa adicción para seguir manteniendo la
atención de los espectadores? En efecto. Ella queda embarazada y, a partir de
ese momento, padeceremos ya doblemente. En cuanto el «heredero» entra en juego,
el hijo y los suegros urden los planes correspondientes para asegurarse de que
el embarazo llegará a buen puerto, independientemente de lo que haya de ser,
después, de la gestante, a quien solo le espera el destino del portazo en las
narices y alá te pudras en el infierno, o algo así.
El secuestro de
la nuera, con personal especializado, y la compasión de ese personaje jugará un
papel destacado en la película, no evita, está claro, que la protagonista
continúe ingiriendo objetos y poniéndose en doble riesgo, aunque ahora ya
plenamente deliberado, porque los espectadores estamos convencidos de que esa
mujer necesita abortar para poder liberarse del marido y de los suegros. Y,
aparentemente, por ese camino debería discurrir la historia, pero no diré yo
nada al respecto de cómo evoluciona, porque forma parte del secreto del sumario
y quienes quieran pasar por el extraño placer de contemplar una suerte de
disección, no solo de la hipocresía de la familia en la que tiene la desgracia
de haber caído tras una boda supuestamente liberadora, porque ella no era sino
una modesta empleada que logró cautivar al hombre de negocios que, desde
entonces, la trató como a una reina, hasta que se inició en la adicción de
tragarse cosas, sino de una psicología perturbada cuyo trauma fundacional no se conocerá hasta el desenlace.
En la teoría
gestáltica se habla de las «introyecciones» para referirse a todos esos
elementos de la realidad que hacemos nuestros, sin asimilarlos, «tragándonoslos»
enteritos y sin masticar, lo que nos provoca un potente malestar del que hemos
de acabar liberándonos. Algo parecido le sucede a la protagonista: toda su vida
vacía y decorativa no deja de ser como cualesquiera objetos que traga
compulsivamente sin saber por qué, hasta que, al final, logra esclarecer el
origen de su insatisfacción, más allá de su vida adulta, porque hay un buen número
de trastornos que, siguiendo a Freud, se forman en nuestra temprana infancia.
La interpretación de la protagonista es impecable y contribuye a optar por
mantenernos «atentos a la pantalla», como aquel cartelito que en los inicios de
la televisión nos invitaba a seguir atentos cuando se producían cortes de
suministro. No voy a negar que la película tiene muchos atractivos, y que contribuye
mucho a hacerla digerible la interpretación y el partido que el director le
saca a la puesta en escena.
La aspirante
—si hubiera tenido que pasar la censura del Ministerio de Igualdad, ¡todo se
andará!, la hubiesen titulado La aspiranta…— es una obra autobiográfica,
porque la directora se inspira en su propio recorrido biográfico para contarnos
esta historia obsesiva de superación a través de un personaje dominado neuróticamente
por el afán de perfección, la envidia, los celos y una absoluta capacidad de
sufrimiento que raya en el masoquismo. La directora formó parte del equipo de
rodaje de Whiplash, de Damien Chazelle, y a fe que tomó buena nota de
esa historia para, ahora, dirigir la suya, porque hay algo de esa mentalidad
obsesiva y enfermiza por la superación en ambas historias. Mientras que en la
de Chazelle todo giraba alrededor de la música, en esta la directora ha
escogido un submundo universitario, el del remo, un deporte durísimo, de equipo
y alejado de los focos del estrellato del que están más cerca otros como el
fútbol americano o el baloncesto, en esas universidades.
Hay dos planos
en la película que se complementan extraordinariamente: por un lado, la dureza
del deporte y la exigencia que raya en algo más que el sacrificio personal para
estar a la altura de la competición y de la competitividad por ocupar un puesto
en la tripulación; por otro lado, el retrato de la compleja, de la ardua
psicología de la protagonista, diríase que nacida para el enfrentamiento, el
sufrimiento y para la competición en cualquier ámbito de la vida, sea el
deportivo, sea el académico, porque el talante obsesivo se extiende a todas sus
actividades. Con todo, el espectador acaba recibiendo dos dosis de «lo mismo»,
y, a fuer de sincero, debo decir que el exceso acaba pasándole factura a la
historia, independientemente, ya digo, de las tomas, sobre todo las aéreas, de
la navegación de las embarcaciones o de la dureza de los entrenamientos. Una
historia de amor lésbico con una de las profesoras, aunque en ningún momento se
dé a entender que se transgrede ningún código ético, sirve de contrapeso a esa
obsesión de la remera, quien no piensa más que en el objetivo para el que
trabaja de un modo que va más allá de lo racional, sin duda.
Habiendo
practicado durante un tiempo en mi juventud el piragüismo, estoy dispuesto a
reconocer la belleza intrínseca de un deporte que exige tanta fuerza como
destreza, pero la película se centra excesivamente en la protagonista, quien,
trasunto de la directora, acapara de una manera excesiva el metraje, sin
contrapeso alguno que permita distanciarnos algo del enfermizo talante obsesivo
de la aspirante. El desagrado que provoca en quien ve la película es
inevitable. Poco margen hay para que podamos simpatizar con ella, ¡y menos aún
empatizar!, dada esa tensión neurótica que la domina. Por decirlo short and
sweet: el problema es que ni ella se soporta a sí misma, y por ahí es por
donde cojea la historia hasta el punto, incluso, de aburrir. Se tensa demasiado
la cuerda y todos sabemos lo ingrato que resulta meterse en la piel de alguien
profundamente alterado por un trastorno obsesivo compulsivo que no te deja
ni respirar…
No hay comentarios:
Publicar un comentario