Una historia de amor como pocas; un enamorado singular e indescifrable, incluso para sí mismo.
Título original: Un coeur en
hiver
Año: 1992
Duración: 100 min.
País: Francia
Dirección: Claude Sautet
Guion: Claude Sautet, Jacques Fieschi, Jérôme Tonnerre
Música: Maurice Ravel
Fotografía: Yves Angelo
Reparto: Daniel Auteuil,
Emmanuelle Béart, André Dussollier, Myriam Boyer, Elizabeth Bourgine, Brigitte
Catillon, Stanislas Carré de Malberg, Jean-Claude Bouillaud, Dominique de
Williencourt, Jeffrey Grice, Luben Yordanoff, Nanou Garcia, Francois Domange.
En este Ojo
hay cuatro críticas de películas de Sautet y, como es de obligado cumplimiento
proverbial, no solo era imposible que hubiera una quinta «mala», sino que Una
historia de amor, sin desmerecer las otras, me ha parecido sencillamente
magistral, una película de una densidad emocional compleja muy difícil de
llevar a las pantallas, por más que se inspire, ¡o quizá debido a ello!, en el
relato de Lérmontov La princesa Meri, un capítulo sustancial de una obra
fundamental del Romanticismo ruso: Un héroe de nuestro tiempo.
La traslación
de los fundamentos de la historia a nuestro elástico presente, la película es de
1992, pasa por la invención singular y feliz de un trío amoroso en el que
irrumpirá la pasión como, dado el ambiente musical en que se desarrolla la acción,
una profunda nota discordante capaz de arruinar una armonía que no resiste el
choque con ella. Maxime y Stephan colaboran
como empresario y artesano en un taller de lutieres especializado en violines,
al que acuden los grandes intérpretes para que les «afinen» el rendimiento de
los mismos o les solventen las súbitas taras que enturbian lo que, para los intérpretes
han de ser límpidos sonidos. El artesano por excelencia, Stéphane, es un hombre que no
necesita de la conversación para entenderse con su jefe y él mismo tampoco
parece necesitar usar las palabras más allá de las fórmulas de cortesía que le
permiten sobrevivir en sociedad, por más que su silencio y su aparente
distancia emocional de todo no logran preservarlo de la sacudida emocional que
significa en su vida el súbito e incomprensible interés que la amante de su
jefe, una reputada joven intérprete que va a grabar el Trío de Ravel, comienza
a sentir por él, después de haberlo tratado, al conocerlo, con cierta
displicencia, por más que Maxime insista en su condición de especialista
eminente en el instrumento. Nada de «envoltorio» de alta cultura tiene la
presencia del Trío de Ravel, porque la música no es una «circunstancia» del
relato, sino una protagonista muy especial. Para Stéphane es «un sueño», algo
más allá de la vida de la vigilia; pero, como le reconocerá a su enamorada, ella
es, para él, otro «sueño» con el que le está vedado, por razones y sinrazones, entrar en contacto en la realidad que
comparten.
Estamos ante
una película ultraintimista, centrada en procesos psicológicos y emocionales que
progresan casi imperceptiblemente y llena de miradas y de silencios que nos
permiten elaborar mil y una hipótesis, pero no tener un conocimiento mínimamente
fundado de por qué Stéphane es como es, actúa como actúa o está tallado como
Rodin extraería de un bloque de mármol «La Indiferencia», o algo parecido,
porque la anhedonia de Stéphane, para un espectador corriente y moliente, como
somos la mayoría, roza no ya lo inverosímil, sino la maravilloso, porque
resulta que quien comienza a sentir algo muy profundo por él es nada menos que
una violinista célebre encarnada por Emmanuelle Béart, ¡y ahí sí que todas las
hipótesis trastabillan y se enredan como las raíces de un limonero en una
maceta!
Está claro que
su amigo y socio le ha ocultado la aventura amorosa con la violinista, y más lo
sorprende cuando este decide separarse de su mujer e irse a vivir con ella,
quien hasta ese momento comparte su morada con su agente, a la que tampoco le
gusta nada esa aventura que la desplaza en el interés y el afecto de la
violinista. En una cena de amigos en la que el diálogo discurre por la sentida
queja de uno de los presentes sobre la falta de criterio sobre lo que es
verdadero «arte» frente a realizaciones contemporáneas que parecen chocar con
la tradición cultísima como una reivindicación de la falta de exigencia y
dominio técnico, la violinista reprocha al lutier el carácter altivo de su
silencio, como si fuera su arma favorita para «pasar por» inteligente frente a
quienes se arriesgan a manifestarse y perder esa oportunidad. Que no tenga nada
que decir de interés no es un argumento que haga mella en la contrariada
violinista, quien, desde ese momento, va a dejar llevarse por la inverosímil
atracción que experimenta por un ser absolutamente misterioso, aunque Stéphane,
en el progreso de ese movimiento amatorio, confirme una y otra vez que él no «esconde»
nada, que su naturaleza es la que muestra, sin recoveco ni trampa ni secreto.
No quisiera
explicar demasiado de la trama, porque seguir los meandros de la relación de Stéphane
y de Camille, con una interpretación sobresaliente de Béart, quien muestra una
versatilidad extraordinaria para convencernos de cómo la ha transformado
encontrarse con quien de ningún modo quiere ceder a su solicitud afectiva, dejándola
en el más lamentable de los estados; de ahí que prefiera transcribir unas
palabras del relato de Lérmontov en el que la princesa
Mery, de quien es trasunto Camille, nos acerca a la comprensión de un personaje tan relativamente singular
como el de Stéphane, porque en mi modesta vida me ha sido dado conocer dos
casos al menos de complejas personalidades como la suya: Nos separamos para
siempre. Sin embargo, puedes estar seguro de que jamás amaré a otro: mi alma ha
consumido en ti todos sus tesoros, sus lágrimas y esperanzas. Una mujer que te
haya querido alguna vez, no puede mirar sin cierto desprecio a los demás
hombres, no porque tú seas mejor que ellos, ¡oh, no! Pero tu ser posee algo
peculiar, tuyo, solo tuyo, algo altivo y misterioso; en tu voz, digas lo que
digas, hay un poder invencible; nadie sabe con tanta perseverancia desear ser
amado; en nadie es tan atrayente el mal; ninguna mirada promete tanto placer;
nadie sabe aprovechar mejor sus dotes, y nadie puede ser tan verdaderamente
desdichado como tú, porque nadie trata tanto de convencerse de lo contrario.
Esta película
de Sautet me ha hecho reflexionar sobre cómo ciertas películas tan
aparentemente sencillas como Un corazón en invierno y tan llenas de emoción son tan infrecuentes
en nuestro cine español, por ejemplo. Supongo que ahí entra lo que reconocemos
como una tradición cultural en la que incluso lo ordinario pero excepcional se
vive con una naturalidad que se echa mucho de menos en nuestro cine. La
realización de Sautet, con la mayoría de secuencias en interiores, permite una
elaboración de la puesta en escena y una iluminación de los planos que, junto a
la banda sonora incomparable de Ravel, crea
una atmósfera que ni siquiera en otras circunstancias, como los exteriores de
sus visitas a la única persona a quien Stéphane creía que amaba, un amigo más
cercano a la muerte que a la vida, se interrumpe. Sautet le «arranca» unos
planos de tan extraordinaria belleza y emoción a Béart que bien agradecida
puede estar la actriz de haber sido escogida para rodarla, porque no recuerdo
haberla visto nunca tan magnificente como en este doloroso melodrama.
Existe en el
cine un subcapítulo del cine romántico titulado «los amores imposibles», y Un
corazón en invierno, de metáfora tan obvia como poética, es, acaso, una de sus cimas, junto a Carta
de una desconocida, de Max Ophüls, pero imagino que cada aficionado tendrá su propia lista, aunque
mucho me temo que para las últimas generaciones ese subcapítulo lo encabece la
ñoña Titanic…
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