martes, 21 de junio de 2022

«Un corazón en invierno», de Claude Sautet, la sensibilidad, la delicadeza.

 

Una historia de amor como pocas; un enamorado singular e indescifrable, incluso para sí mismo.

Título original: Un coeur en hiver

Año: 1992

Duración: 100 min.

País: Francia

Dirección: Claude Sautet

Guion: Claude Sautet, Jacques Fieschi, Jérôme Tonnerre

Música: Maurice Ravel

Fotografía: Yves Angelo

Reparto: Daniel Auteuil, Emmanuelle Béart, André Dussollier, Myriam Boyer, Elizabeth Bourgine, Brigitte Catillon, Stanislas Carré de Malberg, Jean-Claude Bouillaud, Dominique de Williencourt, Jeffrey Grice, Luben Yordanoff, Nanou Garcia, Francois Domange.

 

         En este Ojo hay cuatro críticas de películas de Sautet y, como es de obligado cumplimiento proverbial, no solo era imposible que hubiera una quinta «mala», sino que Una historia de amor, sin desmerecer las otras, me ha parecido sencillamente magistral, una película de una densidad emocional compleja muy difícil de llevar a las pantallas, por más que se inspire, ¡o quizá debido a ello!, en el relato de Lérmontov La princesa Meri, un capítulo sustancial de una obra fundamental del Romanticismo ruso: Un héroe de nuestro tiempo.

         La traslación de los fundamentos de la historia a nuestro elástico presente, la película es de 1992, pasa por la invención singular y feliz de un trío amoroso en el que irrumpirá la pasión como, dado el ambiente musical en que se desarrolla la acción, una profunda nota discordante capaz de arruinar una armonía que no resiste el choque con ella.  Maxime y Stephan colaboran como empresario y artesano en un taller de lutieres especializado en violines, al que acuden los grandes intérpretes para que les «afinen» el rendimiento de los mismos o les solventen las súbitas taras que enturbian lo que, para los intérpretes han de ser límpidos sonidos. El artesano por excelencia, Stéphane, es un hombre que no necesita de la conversación para entenderse con su jefe y él mismo tampoco parece necesitar usar las palabras más allá de las fórmulas de cortesía que le permiten sobrevivir en sociedad, por más que su silencio y su aparente distancia emocional de todo no logran preservarlo de la sacudida emocional que significa en su vida el súbito e incomprensible interés que la amante de su jefe, una reputada joven intérprete que va a grabar el Trío de Ravel, comienza a sentir por él, después de haberlo tratado, al conocerlo, con cierta displicencia, por más que Maxime insista en su condición de especialista eminente en el instrumento. Nada de «envoltorio» de alta cultura tiene la presencia del Trío de Ravel, porque la música no es una «circunstancia» del relato, sino una protagonista muy especial. Para Stéphane es «un sueño», algo más allá de la vida de la vigilia; pero, como le reconocerá a su enamorada, ella es, para él, otro «sueño» con el que le está vedado, por razones y sinrazones, entrar en contacto en la realidad que comparten.

         Estamos ante una película ultraintimista, centrada en procesos psicológicos y emocionales que progresan casi imperceptiblemente y llena de miradas y de silencios que nos permiten elaborar mil y una hipótesis, pero no tener un conocimiento mínimamente fundado de por qué Stéphane es como es, actúa como actúa o está tallado como Rodin extraería de un bloque de mármol «La Indiferencia», o algo parecido, porque la anhedonia de Stéphane, para un espectador corriente y moliente, como somos la mayoría, roza no ya lo inverosímil, sino la maravilloso, porque resulta que quien comienza a sentir algo muy profundo por él es nada menos que una violinista célebre encarnada por Emmanuelle Béart, ¡y ahí sí que todas las hipótesis trastabillan y se enredan como las raíces de un limonero en una maceta!

         Está claro que su amigo y socio le ha ocultado la aventura amorosa con la violinista, y más lo sorprende cuando este decide separarse de su mujer e irse a vivir con ella, quien hasta ese momento comparte su morada con su agente, a la que tampoco le gusta nada esa aventura que la desplaza en el interés y el afecto de la violinista. En una cena de amigos en la que el diálogo discurre por la sentida queja de uno de los presentes sobre la falta de criterio sobre lo que es verdadero «arte» frente a realizaciones contemporáneas que parecen chocar con la tradición cultísima como una reivindicación de la falta de exigencia y dominio técnico, la violinista reprocha al lutier el carácter altivo de su silencio, como si fuera su arma favorita para «pasar por» inteligente frente a quienes se arriesgan a manifestarse y perder esa oportunidad. Que no tenga nada que decir de interés no es un argumento que haga mella en la contrariada violinista, quien, desde ese momento, va a dejar llevarse por la inverosímil atracción que experimenta por un ser absolutamente misterioso, aunque Stéphane, en el progreso de ese movimiento amatorio, confirme una y otra vez que él no «esconde» nada, que su naturaleza es la que muestra, sin recoveco ni trampa ni secreto.

         No quisiera explicar demasiado de la trama, porque seguir los meandros de la relación de Stéphane y de Camille, con una interpretación sobresaliente de Béart, quien muestra una versatilidad extraordinaria para convencernos de cómo la ha transformado encontrarse con quien de ningún modo quiere ceder a su solicitud afectiva, dejándola en el más lamentable de los estados; de ahí que prefiera transcribir unas palabras del relato de Lérmontov en el que  la princesa Mery,  de quien es trasunto Camille, nos acerca a la comprensión de un personaje tan relativamente singular como el de Stéphane, porque en mi modesta vida me ha sido dado conocer dos casos al menos de complejas personalidades como la suya: Nos separamos para siempre. Sin embargo, puedes estar seguro de que jamás amaré a otro: mi alma ha consumido en ti todos sus tesoros, sus lágrimas y esperanzas. Una mujer que te haya querido alguna vez, no puede mirar sin cierto desprecio a los demás hombres, no porque tú seas mejor que ellos, ¡oh, no! Pero tu ser posee algo peculiar, tuyo, solo tuyo, algo altivo y misterioso; en tu voz, digas lo que digas, hay un poder invencible; nadie sabe con tanta perseverancia desear ser amado; en nadie es tan atrayente el mal; ninguna mirada promete tanto placer; nadie sabe aprovechar mejor sus dotes, y nadie puede ser tan verdaderamente desdichado como tú, porque nadie trata tanto de convencerse de lo contrario.

         Esta película de Sautet me ha hecho reflexionar sobre cómo ciertas películas tan aparentemente sencillas como Un corazón en invierno y tan llenas de emoción son tan infrecuentes en nuestro cine español, por ejemplo. Supongo que ahí entra lo que reconocemos como una tradición cultural en la que incluso lo ordinario pero excepcional se vive con una naturalidad que se echa mucho de menos en nuestro cine. La realización de Sautet, con la mayoría de secuencias en interiores, permite una elaboración de la puesta en escena y una iluminación de los planos que, junto a la banda  sonora incomparable de Ravel, crea una atmósfera que ni siquiera en otras circunstancias, como los exteriores de sus visitas a la única persona a quien Stéphane creía que amaba, un amigo más cercano a la muerte que a la vida, se interrumpe. Sautet le «arranca» unos planos de tan extraordinaria belleza y emoción a Béart que bien agradecida puede estar la actriz de haber sido escogida para rodarla, porque no recuerdo haberla visto nunca tan magnificente como en este doloroso melodrama.

         Existe en el cine un subcapítulo del cine romántico titulado «los amores imposibles», y Un corazón en invierno, de metáfora tan obvia como poética, es, acaso, una de sus cimas, junto a Carta de una desconocida, de Max Ophüls, pero imagino que  cada aficionado tendrá su propia lista, aunque mucho me temo que para las últimas generaciones ese subcapítulo lo encabece la ñoña Titanic…


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