Título original: Torremolinos
73
Año: 2003
Duración: 93 min.
País: España
Dirección: Pablo Berger
Guion: Pablo Berger
Música: Nacho Mastretta
Fotografía: Kiko de la Rica
Reparto: Javier Cámara,
Candela Peña, Juan Diego, Fernando Tejero, Mads Mikkelsen, Malena Alterio,
Ramón Barea, Nuria González, Tina Sáinz, Thomas Bo Larsen, Carmen Machi, Mariví
Bilbao, Ana Wagener, Máximo Valverde, Mariano Peña.
Título original: Días de viejo color
Año: 1967
Duración: 77 min.
País: España
Dirección: Pedro Olea
Guion: Antonio Giménez Rico
Música: Carmelo A. Bernaola
Fotografía: Manuel Rojas
Reparto: Cristina Galbó,
Andrés Resino, Gonzalo Cañas, José Manuel Gorospe, Fernanda Hurtado, Josefina
Serratosa, Gela Geisler, Guillermo Castellano, Curri Ojeda, María Martín,
Coccinelle, Mercedes Pinto, Luis García Berlanga, Luis Eduardo Aute, Manuel
Viola, Massiel, Miguel Picazo.
Una visión
contemporánea de un espacio mítico del erotismo: Torremolinos, y una recreación cinéfila del sexo como
negocio y el cine como vocación.
Aunque el orden temporal invita a poner delante Días de
viejo color, rodada en el 67, he optado por
destacar la que tiene mayor enjundia argumental y, por supuesto, mayor interés
cinematográfico, Torremolinos 73, dado que es una revisión crítica de un
momento de la vida española que la película de Olea retrata casi como un documento.
Aunque en su momento me aburrió soberanamente, porque pecaba de ingenua, de romanticona
y de excesiva parodia de lo que acabó convirtiéndose en eso mismo: el mundo
hippie de los alucinógenos, en esta revisión, más de medio siglo después, esos mismos
elementos paródicos han acabado teniendo, como decía, un valor documental, e
incluso he intuido una referencia fílmica a ¿Qué tal, gatita?, la película
de Clive Donner con guion de Woody Allen e interpretada desquiciadamente por,
entre otros, Peter Sellers, a quien un persona enteramente circunstancial del logrado
party psicodélico hacia el final de la película parece rendirle
homenaje. Días de viejo color, el debut de Pedro Olea, tiene algunos alicientes
extraargumentales que conviene destacar: La presencia, como actor muy secundario,
de Luis García Berlanga; la aparición, supongo que la primera en el cine, de
Luis Eduardo Aute como un bohemio cantante francés de protesta que interpreta
tres canciones en francés, una de ellas con el título de la película en su
letra, y luciendo unas patillas de hacha que parecían anunciar la llegada
futura de Patxi Andión; así mismo, en el curso de ese party alucinógeno,
el pintor Manuel Viola, inicialmente surrealista y, después miembros del grupo
El Paso, en un auténtico happening,
pinta en un mural una de sus infinitas peleas de gallos ante los ojos atónitos
de los espectadores, pues la película consigue planos, en esos momentos de
creación pictórica, de inmensa belleza, por la gama de colores con que juega Viola
la violencia de sus grandes trazos ampulosos, tras los que van emergiendo y
apareciendo las figuras de los gallos contendientes. ¡Qué bien da la pintura en
el cine! La historia en sí es bien simple: tres amigos llegan a Torremolinos
dispuestos a vivir una bacanal en el paraíso del sexo, y a cada uno de ellos le
va a ir de muy diferente manera en la feria que, como no podía ser de otro
modo, está muy lejos de ser lo que sus mentes calenturientas, es decir, sus
genitales desesperados, han imaginado. A la que aparece Cristina Galbó, una de
las actrices más bellas del cine español de siempre, el protagonista, Andrés Resino, inicia un
acercamiento que no nos muestra el Torremolinos de las suecas sino el del turismo
nacional con unas conductas que nos retrotraen a lo genuinamente tradicional,
pues es en la iglesia donde tiene lugar, por ejemplo, el primer contacto/tonteo
entre los jóvenes. La película oscila entre ese romance nada transgresor y el
retrato de una juventud hippy que lo tiene todo de pastiche y muy poco o nada
de auténtico, aunque es cierto que el contraste entre un mundo y otro está lo
suficientemente marcado, desde el vestuario hasta la mentalidad. La relación “prematrimonial”
de los jóvenes no deja de ser, con todo, un auténtico desafío en aquellos años
de aún férrea censura. En ese sentido, la película trata de llevar un mensaje
de libertad sexual a la juventud del tardofranquismo, aunque estamos ante una relación
“seria”, eso también, pero no formal, porque aún las familias no tienen
conocimiento ni se las nombra siquiera.
Torremolinos 73 es el debut del
director de Blancanieves, Pablo Berger, un auténtico cinéfilo de raza
que eleva esa pasión al protagonismo de la película. La anécdota tiene su
gracia: una empresa de enciclopedias, cuyos vendedores no venden una escoba,
descubren un filón de negocio en la publicación de una enciclopedia danesa sobre el sexo en la naturaleza que se vende,
en el extranjero, con unas películas de aficionados que muestran cómo son los hábitos
sexuales en diferentes países. Un inspirado Juan Diego convoca una reunión en
la sierra con sus mejores vendedores y les solicita la realización de unos ilustrativos
vídeos porno caseros. La empresa nórdica ofrece el asesoramiento de un director
de cine que, como recalca Diego muy enfáticamente, «ha trabajado con el gran
director sueco Ingmar Bergman». Las escenas de iniciación al uso de la cámara cutre
de 8mm son una auténtica delicia, así como las de la selección de los enfoques.
Cámara, Javier…, enseguida advierte que ha descubierto una vocación
cinematográfica que se le ha metido muy adentro, y pronto la asocia al
descubrimiento del cine de Bergman y especialmente a la película El séptimo
sello. La evolución de la nueva «profesión» de ambos esposos, porque él
deja las enciclopedias y ella se da de baja como auxiliar de peluquería, los
lleva, finalmente, al éxito, y de ahí que su jefe, ahora reconvertido en
productor cinematográfico, acepte financiarle su primer largo, una coproducción
con Dinamarca con un delirante guion inspirado en la película de Bergman. El
equipo técnico de cine porno que llega a Torremolinos para rodar la película
incluye a quien se acaba convirtiendo en protagonista, tras la baja de última hora
de Máximo Valverde: el ahora oscarizado Mads Mikkelsen, quien incluso se atreve
con unas líneas en español. Por el medio se cruza la historia de una maternidad
deseada que la protagonista ve frustrada por la esterilidad de su marido, lo
que, rocambolescamente, nos llevará a una macarrónica inseminación natural in situ cinematographicus
rodada, con absoluta entereza «artística» y serenidad emocional por «el marido
de la peluquera». Lo sé, suena todo a un disparate delirante, pero la gracia de
la película es cómo Berger ha sabido conjugar todos esos elementos para filmar
una sincera y muy convincente declaración de amor al cine, la cual incluye
momentos excepcionales, como los planos en blanco y negro muy contrastado de la
protagonista en una feria, cuando se cruza con un grupo de enanos toreros que son
preludio inequívoco de esa otra declaración de amor a Tod Browning que es Blancanieves.
En el coloquio que siguió a la película Berger dijo que quiso “embutir” tantos
temas, como el dominante de la maternidad, no solo porque le afectaba a él
personalmente en aquel momento, sino porque, por ser su debut, quería, como se
suele reconocer, «decirlo todo», y de ahí el homenaje a La escopeta nacional,
de Berlanga, por ejemplo, o el de toda la película a Bergman, aunque él lo
trate en clave de parodia, pero lejos del estilo de Wilder. Los personajes de
clase media baja que encarnan Candela Pena y Javier Cámara están muy conseguidos,
y la caracterización de ambos pretende instalar en los espectadores el recuerdo
de la famosa pareja José Luis López Vázquez y Gracita Morales, mutatis mutandis,
triunfadora en aquellos años 60 en el cine cómico español. Toda la película está
llena de detalles que nos traen incluso a la memoria películas hoy ignoradas,
como Los nuevos españoles, de Roberto Bodegas, en la que parece haberse
inspirado para el desarrollo de la «convención» laboral en la sierra, de la que
salen transformados en auténticos hombres y mujeres Bruster & Bruster
del nuevo negocio de las películas eróticas, con diplomas incluidos, o la clásica toma del ángulo de la pierna de la ardiente Anne Bancroft de El graduado, de Mike Nichols, por ejemplo.
Torremolinos en Torremolinos 73
no es ya el pueblo bullicioso y animado de Días de viejo color, sino un
espacio invernal desierto, como si los protagonistas buscaran los recuerdos en
una estampa congelada en el tiempo, como ese hotel donde solo parece que se
hospeden los integrantes del rodaje… Incluso la luz escogida tiene algo de
neblina que lo envuelve todo, y cuando los protagonistas llegan para iniciar el
rodaje diríase que han entrado en otra dimensión de la realidad.
Fue un acierto de La noche del cine
español programar estas dos obras que comparten un mismo espacio y lo
observan desde dos aproximaciones completamente distintas. Disfruté mucho y lo
mismo creo que les pasará a quienes se programen su visión una a continuación
de la otra.
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