lunes, 11 de julio de 2022

«Torremolinos 73», de Pablo Berger y «Días de viejo color», de Pedro Olea. Dos debuts y un lugar.

 

Título original: Torremolinos 73

Año: 2003

Duración: 93 min.

País:  España

Dirección: Pablo Berger

Guion: Pablo Berger

Música: Nacho Mastretta

Fotografía: Kiko de la Rica

Reparto: Javier Cámara, Candela Peña, Juan Diego, Fernando Tejero, Mads Mikkelsen, Malena Alterio, Ramón Barea, Nuria González, Tina Sáinz, Thomas Bo Larsen, Carmen Machi, Mariví Bilbao, Ana Wagener, Máximo Valverde, Mariano Peña.

 

 





Título original: Días de viejo color

Año: 1967

Duración: 77 min.

País:  España

Dirección: Pedro Olea

Guion: Antonio Giménez Rico

Música: Carmelo A. Bernaola

Fotografía: Manuel Rojas

Reparto: Cristina Galbó, Andrés Resino, Gonzalo Cañas, José Manuel Gorospe, Fernanda Hurtado, Josefina Serratosa, Gela Geisler, Guillermo Castellano, Curri Ojeda, María Martín, Coccinelle, Mercedes Pinto, Luis García Berlanga, Luis Eduardo Aute, Manuel Viola, Massiel, Miguel Picazo.

 

Una visión contemporánea de un espacio mítico del erotismo: Torremolinos, y una recreación cinéfila del sexo como negocio y el cine como vocación.

 

Aunque el orden temporal invita a poner delante Días de viejo color, rodada en el 67, he optado por  destacar la que tiene mayor enjundia argumental y, por supuesto, mayor interés cinematográfico, Torremolinos 73, dado que es una revisión crítica de un momento de la vida española que la película de Olea retrata casi como un documento. Aunque en su momento me aburrió soberanamente, porque pecaba de ingenua, de romanticona y de excesiva parodia de lo que acabó convirtiéndose en eso mismo: el mundo hippie de los alucinógenos, en esta revisión, más de medio siglo después, esos mismos elementos paródicos han acabado teniendo, como decía, un valor documental, e incluso he intuido una referencia fílmica a ¿Qué tal, gatita?, la película de Clive Donner con guion de Woody Allen e interpretada desquiciadamente por, entre otros, Peter Sellers, a quien un persona enteramente circunstancial del logrado party psicodélico hacia el final de la película parece rendirle homenaje. Días de viejo color, el debut de Pedro Olea, tiene algunos alicientes extraargumentales que conviene destacar: La presencia, como actor muy secundario, de Luis García Berlanga; la aparición, supongo que la primera en el cine, de Luis Eduardo Aute como un bohemio cantante francés de protesta que interpreta tres canciones en francés, una de ellas con el título de la película en su letra, y luciendo unas patillas de hacha que parecían anunciar la llegada futura de Patxi Andión; así mismo, en el curso de ese party alucinógeno, el pintor Manuel Viola, inicialmente surrealista y, después miembros del grupo El Paso,  en un auténtico happening, pinta en un mural una de sus infinitas peleas de gallos ante los ojos atónitos de los espectadores, pues la película consigue planos, en esos momentos de creación pictórica, de inmensa belleza, por la gama de colores con que juega Viola la violencia de sus grandes trazos ampulosos, tras los que van emergiendo y apareciendo las figuras de los gallos contendientes. ¡Qué bien da la pintura en el cine! La historia en sí es bien simple: tres amigos llegan a Torremolinos dispuestos a vivir una bacanal en el paraíso del sexo, y a cada uno de ellos le va a ir de muy diferente manera en la feria que, como no podía ser de otro modo, está muy lejos de ser lo que sus mentes calenturientas, es decir, sus genitales desesperados, han imaginado. A la que aparece Cristina Galbó, una de las actrices más bellas del cine español de siempre,  el protagonista, Andrés Resino, inicia un acercamiento que no nos muestra el Torremolinos de las suecas sino el del turismo nacional con unas conductas que nos retrotraen a lo genuinamente tradicional, pues es en la iglesia donde tiene lugar, por ejemplo, el primer contacto/tonteo entre los jóvenes. La película oscila entre ese romance nada transgresor y el retrato de una juventud hippy que lo tiene todo de pastiche y muy poco o nada de auténtico, aunque es cierto que el contraste entre un mundo y otro está lo suficientemente marcado, desde el vestuario hasta la mentalidad. La relación “prematrimonial” de los jóvenes no deja de ser, con todo, un auténtico desafío en aquellos años de aún férrea censura. En ese sentido, la película trata de llevar un mensaje de libertad sexual a la juventud del tardofranquismo, aunque estamos ante una relación “seria”, eso también, pero no formal, porque aún las familias no tienen conocimiento ni se las nombra siquiera.

         Torremolinos 73 es el debut del director de Blancanieves, Pablo Berger, un auténtico cinéfilo de raza que eleva esa pasión al protagonismo de la película. La anécdota tiene su gracia: una empresa de enciclopedias, cuyos vendedores no venden una escoba, descubren un filón de negocio en la publicación de una enciclopedia danesa  sobre el sexo en la naturaleza que se vende, en el extranjero, con unas películas de aficionados que muestran cómo son los hábitos sexuales en diferentes países. Un inspirado Juan Diego convoca una reunión en la sierra con sus mejores vendedores y les solicita la realización de unos ilustrativos vídeos porno caseros. La empresa nórdica ofrece el asesoramiento de un director de cine que, como recalca Diego muy enfáticamente, «ha trabajado con el gran director sueco Ingmar Bergman». Las escenas de iniciación al uso de la cámara cutre de 8mm son una auténtica delicia, así como las de la selección de los enfoques. Cámara, Javier…, enseguida advierte que ha descubierto una vocación cinematográfica que se le ha metido muy adentro, y pronto la asocia al descubrimiento del cine de Bergman y especialmente a la película El séptimo sello. La evolución de la nueva «profesión» de ambos esposos, porque él deja las enciclopedias y ella se da de baja como auxiliar de peluquería, los lleva, finalmente, al éxito, y de ahí que su jefe, ahora reconvertido en productor cinematográfico, acepte financiarle su primer largo, una coproducción con Dinamarca con un delirante guion inspirado en la película de Bergman. El equipo técnico de cine porno que llega a Torremolinos para rodar la película incluye a quien se acaba convirtiendo en protagonista, tras la baja de última hora de Máximo Valverde: el ahora oscarizado Mads Mikkelsen, quien incluso se atreve con unas líneas en español. Por el medio se cruza la historia de una maternidad deseada que la protagonista ve frustrada por la esterilidad de su marido, lo que, rocambolescamente, nos llevará a una macarrónica  inseminación natural in situ cinematographicus rodada, con absoluta entereza «artística» y serenidad emocional por «el marido de la peluquera». Lo sé, suena todo a un disparate delirante, pero la gracia de la película es cómo Berger ha sabido conjugar todos esos elementos para filmar una sincera y muy convincente declaración de amor al cine, la cual incluye momentos excepcionales, como los planos en blanco y negro muy contrastado de la protagonista en una feria, cuando se cruza con un grupo de enanos toreros que son preludio inequívoco de esa otra declaración de amor a Tod Browning que es Blancanieves. En el coloquio que siguió a la película Berger dijo que quiso “embutir” tantos temas, como el dominante de la maternidad, no solo porque le afectaba a él personalmente en aquel momento, sino porque, por ser su debut, quería, como se suele reconocer, «decirlo todo», y de ahí el homenaje a La escopeta nacional, de Berlanga, por ejemplo, o el de toda la película a Bergman, aunque él lo trate en clave de parodia, pero lejos del estilo de Wilder. Los personajes de clase media baja que encarnan Candela Pena y Javier Cámara están muy conseguidos, y la caracterización de ambos pretende instalar en los espectadores el recuerdo de la famosa pareja José Luis López Vázquez y Gracita Morales, mutatis mutandis, triunfadora en aquellos años 60 en el cine cómico español. Toda la película está llena de detalles que nos traen incluso a la memoria películas hoy ignoradas, como Los nuevos españoles, de Roberto Bodegas, en la que parece haberse inspirado para el desarrollo de la «convención» laboral en la sierra, de la que salen transformados en auténticos hombres y mujeres Bruster & Bruster del nuevo negocio de las películas eróticas, con diplomas incluidos, o la clásica toma del ángulo de la pierna de la ardiente Anne Bancroft de El graduado, de Mike Nichols, por ejemplo.

         Torremolinos en Torremolinos 73 no es ya el pueblo bullicioso y animado de Días de viejo color, sino un espacio invernal desierto, como si los protagonistas buscaran los recuerdos en una estampa congelada en el tiempo, como ese hotel donde solo parece que se hospeden los integrantes del rodaje… Incluso la luz escogida tiene algo de neblina que lo envuelve todo, y cuando los protagonistas llegan para iniciar el rodaje diríase que han entrado en otra dimensión de la realidad.

         Fue un acierto de La noche del cine español programar estas dos obras que comparten un mismo espacio y lo observan desde dos aproximaciones completamente distintas. Disfruté mucho y lo mismo creo que les pasará a quienes se programen su visión una a continuación de la otra.

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