Del creador de La dimensión desconocida, Rod Serling, un drama directo e implacable sobre el mundo de los altos ejecutivos, de eterna actualidad.
Título: Patterns
Año: 1956:
Duración: 83 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Fielder Cook
Guion: Rod Serling
Fotografía: Boris Kaufman
Reparto: Van Heflin, Ed Begley, Everett Sloane, Beatrice Straight,
Elizabeth Wilson, Joanna Roos, Shirley Standlee, Ronnie Welsh, Sally Gracie,
Michael Dreyfuss, Adrienne Moore, Elaine Kaye.
Siempre me sorprende que mi
intuición sea, a su vez, capaz de sorprenderme tan gratamente como ha sucedido con el
visionado de esta película que antes de llegar a las pantallas fue un rotundo
éxito en televisión, quizás porque su autor, Rod Serling, fue una de las «vacas
sagradas» de un medio tan denostado, pero en el que tantas joyas se han hecho.
Serling fue el creador y animador indesmayable de una serie archiclásica The
Twilight Zone («La dimensión desconocida»), una maravilla de la
ciencia-ficción y el terror en el que la imaginación de Serling se derrochó
como una bendición para los sobrecogidos espectadores que seguían esa serie [algún
capítulo a hurtadillas vi yo a mis estremecidos 11 años…]. Las preocupaciones
sociales de Serling se manifestaron abiertamente en la película para televisión
que rodó también Fielder Cook en 1955 y que le deparó no pocos premios. Un año
después decidieron llevarla al cine y en vez del actor desconocido que asumió
el rol protagonista de Fred Staples, Richard Kiley, escogieron a un veterano y
expresivo actor, Van Heflin, quien encajó a la perfección con los otros dos
secundarios de lujo que representaron el mismo papel en ambas películas, el
director de la empresa, Everett Sloane y el vicepresidente, Ed Begley.
Fielder Cook
dedicó casi toda su vida a la televisión, pero hizo nueve películas de desigual
factura, aunque algunas de ellas tan excelentes como la presente, Home Is
the Hero, rodada en Irlanda, y que trata un tema como el de la novela de
Marsé Un día volveré, y El destino también juega, un western de
comedia con un reparto espectacular en el que destacaban Henry Fonda, Jason
Robards o Joanne Woodward, mujer que no aceptaba «cualquier» papel, desde
luego. Prudencia, prudencia, con Deborah Kerr y David Niven es una
comedieta muy irregular ambientada en Londres.
Al ver esta precisa
disección quirúrgica de las prácticas empresariales, me ha sido imposible no
recordar hitos del tema como La torre de los ambiciosos, de Robert Wise,
significativamente titulada en inglés Executive Suite, porque es en esa
planta de ejecutivos donde transcurre la mayor parte de la historia, tan
sencilla como desgarradora. El otro referente es Glengarry Glen Ross, de
David Mamet, tan despiadada como triste, pero a la que nada tiene que envidiarle
esta joya clásica que desde el comienzo, con las «vistas» del poder económico
de la ciudad de los rascacielos, el interior de una de esas torres a lo Mad
Men, y el lujo clásico de los espacios de la empresa, nada que ver con la
modernidad, ni siquiera entonces, nos va acotando el terreno para la historia
que se nos va a contar de manera tan agresiva.
Un experimentado
ingeniero llega a una empresa en la que un director de maneras autoritarias
tiene una disputa con su vicepresidente, aquejado de serias dolencias
estomacales y cuyo rendimiento ha disminuido en función de su relativa avanzada
edad. Cuando el nuevo ejecutivo se instala en el piso, lo primero que hace la
Dirección es quitarle al vicepresidente la secretaria que llevaba siete años
con él y se la adjudican al recién llegado. La amena conversación entre Fred y
Bill, el vicepresidente, parece augurar un feliz aterrizaje en la empresa, una
ilusión que se desvanece en cuanto ambos asisten a la reunión de directivos en
la que está en cuestión la adquisición de una empresa en quiebra que
significará el despido de todos sus trabajadores en la única industria de la
comarca donde viven. El punto de vista «social» defendido por el vicepresidente
y el expansivo del Presidente de la compañía, quien piensa en términos de
reflotar el negocio para contratar aún a más personal del que ahora tienen,
chocan de un modo violento, muy agresivo, lo que deja «descolocado» al recién
llegado, a quien se le pide su opinión, si bien se niega a darla porque
necesitaría estudiar detenidamente el expediente para hacerse una composición
de lugar que generara una «opinión», una respuesta que satisface plenamente al
Presidente, quien ya empieza a destacar sus valores ante al resto del Consejo.
La trama avanza en la única dirección hacia la que se dirigen todas las intervenciones de los personajes: el nuevo ingeniero ha sido seleccionado como el sucesor del vicepresidente. Cuando no hay duda y el recién llegado descubre los propósitos del Presidente, va a encontrarse entre dos fuegos: por un lado, su lealtad a Bill y a su manera humanitaria de ver los negocios y, por otro lado, no al Presidente, sino a su propia esposa, una ambiciosa mujer que lo ha «invertido» todo en el más eficiente de los maridos y quiere los réditos pertinentes, es decir, la promoción de su esposo, como sucede en La egoísta, de Curtis Bernhardt, con Bette Davis.
Estamos, pues, ante un auténtico drama moral que, por la parte de Bill, a quien sinceramente ha cobrado afecto «el nuevo», se resuelve en su negativa a darle al Presidente el gusto de su dimisión, que es lo que está provocando con la manera humillante de tratarlo que tiene. Ese es el «modelo» del título, el pattern: el acoso laboral, el actual y muy difundido mobbing. Por el medio se cruza una difícil relación con su hijo, lo que tiñe de sentimentalismo justo y necesario, para redondear la perspectiva humana del personaje, la difícil situación que vive en la empresa.
Suspendo el resumen
de la historia porque esta tiene varios desenlaces sobre los que conviene
ignorarlo todo; pero apuesto doble contra sencillo que a nadie va a dejar
indiferente el último: una muestra de «dirty realism» avant la lettre.
Las
interpretaciones, en un marco esencialmente teatral —¡hay que ver lo que le costó
a los telefilmes abandonar la influencia teatral!—, son poderosas y
convincentes, a todos los niveles. Piénsese, por ejemplo, que Beatrice Straight
ganó el Oscar a la mejor actriz de reparto por Network, de Sidney Lumet,
por 5 minutos de actuación…, y ahí se puede valorar el mérito de una
interpretación. Grabada a fuego llevo yo en la memoria la de Brenda de Banzie
en Fuego en las calles, de Roy Ward Baker, por ejemplo, uno de los
mejores monólogos femeninos de la Historia del Cine, a mi parecer.
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