Una película ideológica tan endeble como ambigua: el origen teocrático de la democracia usamericana.
Título original: My Son John
Año: 1952
Duración: 122 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Leo McCarey
Guion: Leo McCarey, John Lee Mahin, Myles Connolly. Historia: Leo
McCarey
Música: Robert Emmett Dolan
Fotografía: Harry Stradling Sr. (B&W)
Reparto: Helen Hayes, Van Heflin, Dean Jagger, Robert Walker, Minor
Watson, Frank McHugh, Richard Jaeckel, James R. Young.
Yo nací en el intervalo del
estreno de esta película en Barcelona y luego en Madrid. Ahora, a casi 70 años
vista, no me cuesta imaginar el alborozo con que el régimen franquista debió de
avalar su estreno en las pantallas, porque la película demonizaba a los
comunistas y ensalzaba los principios religiosos del cristianismo como la
fuente moral de la democracia, aunque la española de entonces fuera «orgánica»
y la de Usamérica «inorgánica». En todo caso, el fanatismo religioso de base
que considera la democracia un «regalo» de dios se compartía a ambos lados del
océano Atlántico. Recordemos que en ese mismo año de 1953, en plena Guerra
Fría, España se gana el reconocimiento internacional a partir de los Pactos de
Madrid de 1953 entre los usamericanos y el franquismo, lo que lleva a la
entrada en la ONU en 1955 y a la visita de Eisenhower en 1959. Y la Guerra Fría
al fondo…
Mi hijo John
es una historia familiar, algo que McCarey sabía contar con exquisitez y, de
hecho, esta película, a pesar de ser «cine de tesis» y alinearse en el
movimiento de películas anticomunistas, como Casada con un comunista, de
Robert Stevenson o El telón de acero, de William A. Wellman, que precedieron o siguieron a las campañas de
ambas cámaras, Congreso y Senado, contra la amenaza del espionaje y el sabotaje
soviéticos, una verdadera histeria que tuvo momentos dramáticos, histéricos,
cómicos y no pocas injusticias de todo tipo que, en la parte que nos toca, la
Historia del Cine, se resolvió en las listas negras que impidieron trabajar a
un buen número de personas simplemente «sospechosas» de simpatizar con las ideas
izquierdistas y con el Partido Comunista Americano, que jamás fue suspendido
como tal, por cierto; a pesar de ello, decía, esta película tiene unos valores
narrativos y dramáticos que la hacen merecedora de un visionado, por crítico
que sea, para apreciar sus valores fílmicos y el retrato ambiguo de la familia
del protagonista, el único «universitario» de la familia tradicional
usamericana cuyo retrato se nos hace en los primeros tres minutos, cuando los
dos hijos, vestidos de militares porque se van a la guerra de Corea, juegan con
la pelota de Football en la calle mientras el padre se pone fuera de sí
porque la madre demora su aparición en la entrada de la casa para ir a la
iglesia. Un «cromo», una «postal» de los valores dominantes que no tardarán en
entrar en conflicto con la resabiada dialéctica del hijo que ha destacado intelectualmente,
frente a sus hermanos más jóvenes que han destacado en el deporte, uno de
ellos, por cierto, Richard Jaeckel, aquí con apenas unos minutos en pantalla, ganaría
el Oscar al mejor actor de reparto por Casta invencible, de Paul Newman.
La llegada de
John, que preocupa a los padres no tanto por lo inesperado de la visita —él
trabaja para el Gobierno en Washington—, cuanto porque no pudo asistir a la
despedida familiar de los dos hermanos que se iban a luchar al frente en
defensa de los valores que, supuestamente, defiende John desde la retaguardia o
el padre con su participación entusiasta en la Legión Americana, una asociación
de veteranos nacida tras la Primera Guerra Mundial en la que se disputa por
quién sea más patriota y nacionalista. Cuando llega enseguida sabemos dos
cosas: es el ojito derecho de la madre, algo en lo que ser el primogénito tiene
no poca importancia, y no se entiende de ninguna de las maneras con su padre,
de quien le separa la religiosidad extrema y el nacionalismo ciego. ¡Cuánto
cuesta, a pesar del inequívoco desarrollo de la película, que la encuadra en las
de propaganda anticomunista y defensa de los «sagrados» valores del sistema político
usamericano, como repiten por activo y pasiva todos: la madre, el padre, el
agente del FBI que persigue a su hijo y, en el colmo de las manipulaciones
sentimentales de una película de tesis, y quizás por ello mismo, la «conversión
post mórtem» del protagonista, quien, por cierto, murió durante el rodaje,
razón por la cual McCarey hubo de pedirle prestados a Hitchcock algunos planos
de Walker con los que rellenar ciertos momentos de la historia.
He leído que
para el reputado crítico Miguel Marías, quien tiene un libro dedicado a
McCarey, esta película tiene el aura de las películas de Dreyer, y está claro
que la profunda religiosidad exhibida por la mayoría de los protagonistas,
además de la turbia atmósfera doméstica que crea el enfrentamiento del padre y
del hijo, abonarían esa lectura. Recordemos que la madre se precia de haber leído
solo dos libros: Su recetario de cocina y la Biblia, y en esta última enseñó a
leer a su hijo. En el curso de una discusión entre padre e hijo, este cuestiona
la «autoridad» de la Biblia, libro con el que el padre acaba, paradójicamente,
golpeando a su hijo, quien le apremia a que le diga en qué página estaba la «bondad»
de semejante agresión. Como se advierte, no son enfrentamientos «menores» y
menos para quien, preceptivamente, debía de considerar la religión como «el
opio del pueblo».
Es cierto que
el primogénito ironiza sobre las creencias de sus padres y los considera un
perfecto ejemplo de las «almas cándidas» que nunca se han atrevido a ir más
allá de las tradiciones heredadas ni han cuestionado nunca los valores
recibidos; pero no es menos cierto que siente un amor real y muy afectuoso por
su madre, en la medida en que ambos, cada uno desde sus principios, defienden
un mismo «humanitarismo». Es la perspectiva política de la histeria
anticomunista en plena Guerra Fría la que pone en primer plano la «traición a
la patria» como el pecado de los pecados.
Sin llegar a la
altura de las películas de Dreyer, por supuesto, es cierto que la intensidad de
los conflictos entre el hijo y los padres tiene un desarrollo en el que la
ambigüedad permite ver con claridad la acendrada religiosidad como una fuente
del fanatismo. Demos un salto en el tiempo y lleguemos hasta la presidencia de
Trump: está claro que los padres serían votantes de Trump y su populismo,
curiosamente idéntico al de los herederos de la rusia soviética. No niego que
en mi lectura de la película ponga yo de mi parte lo que a lo mejor en la película
no está, pero esa visión crítica pero compasiva de la religiosidad de los
padres equilibra algo la balanza del fondo panfletario de una película de tesis
en una época de furor anticomunista en la que quien le dio nombre, el senador
McCarthy, no jugó un papel tan decisivo como algunos historiadores defienden.
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