martes, 27 de diciembre de 2022

«La condición humana: 1.No hay amor más grande. 2. El camino a la eternidad y 3. La plegaria del soldado», de Masaki Kobayashi: una trilogía maestra solo comparable, en grandeza, a la «Trilogía de Apu», de Satyajit Ray.

 

Título original: Ningen no joken I

Año: 1959

Duración: 208 min.

País:  Japón

Dirección: Masaki Kobayashi

Guion: Masaki Kobayashi, Zenzo Matsuyama. Novela: Jumpei Gomikawa

Música: Chuji Kinoshita

Fotografía: Yoshio Miyajima (B&W)

Reparto: Tatsuya Nakadai; Michiyo Aratama; Ineko Arima; Chikage Awashima; Keiji Sada;

Sô Yamamura;  Akira Ishihama; Koji Nambara; Seiji Miyaguchi; Toru Abe; Masao Mishima; Eitarô Ozawa.

 









Título original: Ningen no joken II

Año: 1959

Duración: 181 min.

País: Japón

Dirección: Masaki Kobayashi

Guion: Masaki Kobayashi, Zenzo Matsuyama. Novela: Jumpei Gomikawa

Música:  Chuji Kinoshita

Fotografía: Yoshio Miyajima (B&W)

Reparto: Tatsuya Nakadai; Michiyo Aratama; Kei Sato; Minoru Chiaki;  Keiji Sada; Kaneko Iwasaki; Kokinji Katsura; Michio Minami; Taketoshi Naitô; Kenjirô Uemura; Mayumi  Kurata;  Hideo Kidokoro; Yoshiaki Aoki; Rô Ose; Tamotsu Tamura; Ryôji Itô; Sen Hará;

Sen Yano;  Tôru Takeuchi; Mareo Abe; Akio Miyabe; Takashi Ebata;

 








Título original: Ningen no joken III

Año: 1961

Duración: 190 min.

País:  Japón

Dirección: Masaki Kobayashi

Guion: Masaki Kobayashi, Zenzo Matsuyama, Koichi Inagaki. Novela: Jumpei Gomikawa

Música: Chuji Kinoshita

Fotografía: Yoshio Miyajima (B&W)

Reparto:

 

¡Una revelación sobrecogedora! Imposible dejar de ver esta película hipnótica de casi diez horas… Una cima absoluta de la Historia del Cine.

 

¿Qué es un hombre rebelde? Un hombre que dice no. Pero negar no es renunciar: es también un hombre que dice sí desde su primer movimiento. (...) El rebelde (es decir, el que se vuelve o revuelve contra algo) da media vuelta. Marchaba bajo el látigo del amo y he aquí que le hace frente. Opone lo que es preferible a lo que no lo es.

                                                                  (Albert Camus)

 

 

«No haber visto el cine de [Satjayit] Ray es como estar en el mundo sin haber visto el sol o la luna», dijo Kurosawa, ¡nada menos que él!, de la Trilogía de Apu, de Ray, una de las películas más emocionantes que he visto en mi vida, junto con un puñado de ellas entre las que destaca Ordet, de Dreyer, Sunrise de Murnau, Ikiru, del propio Kurosawa, y algunas otras que están en la memoria de cualquier devoto aficionado al Séptimo Arte. Mi buen amigo, el poeta Manolo Marcos, Tácticas de payaso, pongamos por caso, entre otras joyas, siempre me insiste: «¿Pero de verdad que aun no has visto nada de Kobayashi, Juan? ¡No me lo puedo creer!» Y yo, que no suelo ir a «buscar» nada, sino que aguardo a que Azar me lo brinde, he tenido la oportunidad, ¡finalmente!, de «desembocar» mi pasión cinematográfica en el hondo y agitado piélago del cine de Kobayashi.

 Aún estoy sobrecogido y maravillado por la genialidad que acabo de ver, no diré de un tirón, porque la vida cotidiana tiene muchas exigencias, pero sí en tres días consecutivos. No se trata de una serie, obviamente, sino de una película que mantiene la línea cronológica, la unidad  argumental y los personajes a lo largo de una historia dramática que se inicia con la renuncia de un pacifista y socialista  a luchar con el ejército japonés en la invasión de Manchuria y que lo llevará no solo a trabajar para el ejército en una mina donde se explota miserablemente a los trabajadores/prisioneros chinos, sino a ser llamado a filas como represalia militar, a las que se incorpora contra su voluntad, para acabar, finalmente, participando en actos de combate y luchando, a veces despiadadamente por la propia supervivencia.

La historia de Kaji, un pacifista que es trasunto del propio Kobayashi, quien participó en la invasión japonesa de Manchuria hacia el final de la Segunda Guerra Mundial, enfrentado a una mentalidad militar cuya descripción en la película nos remite inmediatamente a la mentalidad nazi, y no hemos de olvidar que Alemania y Japón fueron aliados en esa guerra, se convierte en una suerte de historia-río que va a llevarnos de emoción en emoción y de lucidez en lucidez hasta el final casi metafísico que corona la singular aventura humana de un hombre de bien enfrentado a la más perversa manifestación del «mal».

Mientras veía la película no dejaba de pensar en que Kaji era una especie de alter ego de Bernard Rieux, el médico que, arriesgando su vida, lucha contra la peste que asuela Orán. La guerra es compañera de cabalgada de los otro tres jinetes del apocalipsis, y, a todos los efectos, tan devastadora como la mismísima peste que diezmó la población europea desde  1346. Veía la lucha épica y humanista del socialista Kaji en defensa de los explotados mineros chinos en Manchuria, a quienes quiere aliviarles la pesada carga de trabajo mediante la mejora de sus condiciones: mejor alimentación, prohibición de malos tratos, mejor alojamiento, lo que supondría un incremento de la producción, necesaria en tiempos de guerra, y no se apartaba de mi mente la filosofía de Abert Camus, especialmente la recogida en su concepto de «hombre rebelde». Kaji es, en efecto, el arquetipo de ese hombre rebelde descrito por Camus. Un civil en una explotación minera gobernada por militares a cuya mentalidad despótica ha de hacer frente, y siempre con el norte de considerar a los prisioneros seres humanos, con quienes pretende llegar a acuerdos razonables desde el respeto, no desde la imposición. Todo parece conjurarse contra él, sin embargo, y de ahí las mil y una penalidades que ha de sufrir, no solo por los condicionamientos externos, sino por sus propias contradicciones que lo tienen siempre en un estado próximo a la angustia, dada su impotencia frente al engrasado mecanismo de una institución como la del ejército japonés, verdadera destinataria de su odio, porque es ella, con sus severos códigos de obediencia debida e irracionalidad jerárquica, la que deshumaniza por completo a sus miembros y facilita sus comportamientos salvajes, inhumanos, amorales y despiadados. Tras haber sido eximido de ir al frente, Kaji accede a casarse con su novia, Michiko, y se van juntos a Manchuria. La compañía de su mujer, para un hombre tan introvertido y crítico con lo que lo rodea, no supone ningún alivio para el protagonista, sino todo lo contrario, como se advierte cuando ella se va unos días para disfrutar de un permiso del que Kaji no puede gozar  porque se han escapado algunos prisioneros y ha de hacer frente a su responsabilidad. El hiperrealismo casi documentalista con que Kobayashi nos narra la historia va a combinar la visión sociológica del fenómeno bélico, con una escalofriante crudeza, y la introspección psicológica en una personalidad atormentada que arrastrará a lo largo de las tres entregas de la historia las consecuencias de esa rebeldía a la que planta cara para que se la rompan una y otra vez.

La puesta en escena de la película, rodada en formato equivalente al cinemascope, usa los espacios desérticos donde está ubicada la mina para «encuadrar» la condena de los prisioneras mediante la indiferencia del paisaje, como cuando enfoca la larga hilera de los mismo dirigiéndose hacia la boca elevada de la mina o cuando regresan de ella. Recordemos que los dos esposos llegan a la explotación viajando en la parte trasera de un camión, entre arrumacos de recién casados, envueltos en el polvo del camino, cuya «luna de miel» va a chocar con la humillante realidad que muy pronto conocerá quien, aun ocupando un puesto de dirección en la explotación, es considerado como un intruso por el estamento militar, algunos de cuyos miembros se dedican a aprovecharse de los recursos escasos de que disponen para lucrarse, y para quienes los prisioneros chinos ni siquiera son seres humanos, sino fuerza de trabajo de «usar y tirar» a la que hay que maltratar para arrancarles la mayor productividad posible.

En esta primera entrega hay un momento especialmente doloroso que es el envío «generoso» de 600 prisioneros para dedicarlos a mejorar la producción de la mina. La escena en que los militarotes japoneses abren las puertas de los vagones para entregar a las autoridades de la mina a los futuros trabajadores nos retrotrae inmediatamente a los vagones llenos de prisioneros de los nazis enviados a los campos de concentración. Amontonados como cosas, desfallecidos, muertos de sed y de hambre, y con algunos cadáveres en  el interior delos vagones, los presos van cayendo por el talud del tendido férreo en una escena en la que los guardianes de la mina, Kaji entre ellos, han de impedir a latigazos que los prisioneros se lancen a los sacos de arroz cuya ingesta, en sus condiciones, podría incluso matarlos. No es la única escena aterradora que aparece en la película, y en las dos entregas siguientes se acentuará el terrible documento que Kobayashi ha filmado para vergüenza última de todos los nacionalismos supremacistas como el nazi, el fascismo y el imperio japonés, al que, en la última entrega, sumará el comunismo, a pesar del credo socialista del protagonista que lo ayuda permanentemente a seguir creyendo que la esperanza es posible y que el socialismo redimirá a la humanidad de su bestialidad sanguinaria.

 El conflicto entre Kaji y los militares japoneses, tenso hasta la amenaza de una agresión que se ve inminente e inevitable, se reproduce a otra escala entre Kaji y los prisioneros, con quienes es capaz de sentarse a una mesa para negociar que no van a protagonizar más intentos de fuga. En las negociaciones entra, y eso me ha recordado mucho a Pantaleón y las visitadoras, de Mario Vargas Llosa, el acceso de los prisioneros, que viven en un espacio rodeado por alambrada electrificada, a las geishas de la localidad, lo que da pie, como contrapunto de la terrible historia a una historia de amor entre un prisionero y una de ellas que discurre de forma paralela a la propia del protagonista con su mujer, Michiko. La condición humana de un prisionero no respondería a nuestra especie si no tuviera en mente como una obsesión la idea de escaparse, y ahí es donde la labor mediadora de Kaji sufre un descalabro casi total y conduce a su relevo y al «castigo» militar, ¡su desquite!, de reclutarlo como soldado para ir al frente, aunque este siga estando en Manchuria, pero a ese campamento ya no podrá acompañarlo su mujer, quien arranca de él el compromiso de que ha de preservarse con vida para volver junto a ella.

La segunda parte de la trilogía nos muestra a Kaji en un barracón militar, ocupado en ser adiestrado para ser útil para el combate. Si la vida militar había sido descrita en la primera entrega como la despersonalización del individuo, de todo lo que lo hace humano, en esta segunda entrega el dominio de esa institución sobre la vida de los reclutas, con una severidad y una arbitrariedad fuera de toda medida, será el eje narrativo que seguiremos a lo largo de esas tres horas. Si alguna referencia emerge de esta parte no es anterior a esta película de Kobayashi, sino posterior, porque La chaqueta metálica, de Stanley Kubrick, bien puede decirse, sin exageración ninguna, que es un calco, no me atrevo a decir que «deliberado», de esta película de Kobayashi, pero sí evidente. Dicho de otro modo, es posible que el autor de la novela en la que se basa la película de Kubrick, Gus Hasford, que fue combatiente en Viet-Nam hubiera conocido la obra en seis volúmenes de Junpei Gomikawa, de igual título que la película de Kobayashi, una historia en parte biográfica. [Recordemos, a título anecdótico, que Hasford fue condenado a pena de cárcel por haber reunido una biblioteca de 10.000 volúmenes con obras sacadas de bibliotecas que no devolvía…] Sea como fuere, la columna vertebral de la película de Kubrick está, enterita, en la segunda entrega de La condición humana. Y antes que la película de Kubrick, a este crítico le viene a la memoria una impactante película de Marco Bellochio, Marcha triunfal, quizás hoy muy olvidada, donde la brutalidad y los malos tratos en el ejército coincidieron, en España, con una ola de objeción de conciencia al servicio militar y las terribles noticias de no pocos suicidios en ese periodo de conscripción obligatoria. Que yo mismo estuviera pendiente de hacerlo, tras las prórrogas por estudio no es factor ajeno a la impresionabilidad con que contemplé la proyección de esa película, seguro.

Las relaciones de poder, las vejaciones, la integridad, la conciencia de estar «secuestrado» por un ejército dispuesto a humillarte hasta la pérdida total de la dignidad forma parte de las relaciones humanas que vemos en esta preparación de Kaji, todo ello en el ambiente claustrofóbico de un barracón que en nada se distingue del de un campo de concentración con reglas draconianas. Cuando un oficial advierte que en el cubo del agua flota una colilla de cigarro, da un escarmiento de bofetadas y puñetazos a las soldados que constituirá un motivo recurrente de esta entrega. Lo sorprendente, incluso en el caso del propio Kaji, es cómo, después de recibir una trompada que lo desestabiliza hasta casi caer, se cuadra de nuevo en posición de firmes y total sumisión a los mandos: la disciplina castrense sobre la que se construye un imperialismo fanático que se revela, finalmente, suicida. Pensemos que entre los soldados se va extendiendo la noticia de que la guerra, propiamente, ya ha acabado, que ellos están a merced de unos mandos enloquecidos y dispuestos a inmolarse e inmolarlos en nombre de un imperio vencido, lo que dispara, automáticamente, el instinto de supervivencia en muchos de ellos, dado que las últimas fuerzas movilizadas incluyen gente mayor y gente joven en cuyos planes no entraba ni de lejos verse donde están, expuestos a esos delirios nacionalistas de sus mandos. A ese respecto, es emotiva y terrible la historia de un soldado incapaz, físicamente, de ajustarse al patrón establecido por los mandos, de donde se deriva una inquina de sus propios compañeros que sufren castigos o privaciones por su causa. La escena de la humillación por parte de los mandos del barracón, que conduce al suicidio del hombre, son de un dramatismo extremo. Y Kaji añadirá a su conciencia torturada el hecho de no haber salido en su defensa y de haber impedido el fatal desenlace, como reconoce ante su mujer, quien, mal avenida con la madre de él, le hacía la vida imposible.

Como se advierte, el retrato de la institución se alterna eficazmente con el del individuo, de modo que ciertos personajes adquieren un relieve en todo equiparable al del protagonista. Y son historias que dejan una huella tremenda en el espectador.  Del mismo modo que los prisioneros chinos de la mina no pensaban sino en huir, algunos soldados, como un compañero de ideología, no piensan sino en huir y atravesar la frontera de Manchuria para unirse al ejército chino, aunque la reflexión de Kaji sobre lo difícil que sería ser aceptado por los enemigos prevalece sobre ese afán de huida. Un interludio sentimental es el único respiro que tenemos en esta segunda parte: la visita que Michiko le hace a su marido y la noche de que pueden disfrutar juntos. Piénsese que ese privilegio forma parte de la estrategia de un mando de carrera para ascender a Kaji y ponerlo al frente del nuevo barracón de reclutados que han de acelerar su formación militar con vistas a los inminentes combates. Kaji, por otro lado, ha acreditado ser un tirador de primera y un hombre de sólidos principios y férrea disciplina, lo que algún mando no tan bárbaro es capaz de apreciar frente a los zotes suboficiales con quienes han de lidiar diariamente. Además, cuando ya el Imperio se ha desmoronado, al enemigo chino van a añadir los soldados japoneses la invasión de los soldados soviéticos, cuyos tanques suponen una superioridad excesiva para los casi indefensos reclutas que no disponen sino de balas y algunas granadas.

Al parecer el autor de la novela estuvo en la batalla que recoge Kobayashi, cuando, tras haber cavado unas trincheras que se revelan absurdas para detener a los tanques T-34 rusos. Un combate desigual del que de casi doscientos hombres solo salieron con vida cuatro o cinco, y en la que el protagonista, ¡con lo que ello supone para un pacifista radical como Kaji!, se ve obligado a matar a un soldado que se ha vuelto loco y está a punto de delatar su presencia a los tanques del enemigo.

         Tras el desolador final de la segunda parte, la tercera nos muestra un camino de supervivencia , una autentica road movie a través de Manchuria con el objetivo de dirigirse hacia el sur, hacia Corea, de modo que puedan acabar regresando a Japón. En ese recorrido se van a ir sucediendo diferentes episodios, todos ellos muy dramáticos, con un curioso cambio de escenario, del desértico contra los rusos, a unos densos bosques casi tropicales que atraviesan con unos ciudadanos que se unen a ellos, como si la presencia del pelotón militar fuera alguna seguridad, cuando todos ellos están expuestos al hambre, a la enfermedad y a la muerte, adversidades que van sorteando con la determinación febril de no ser atrapados por un conflicto que ha perdido todo su sentido, si es que alguna vez lo tuvo. En el caso de Kaji, la fuerza interior que lo impulsa es el deseo sobre todas las cosas de reunirse de nuevo con Michiko, lo que acerca el último tramo de la historia a una historia de amour fou, según se desprende de los monólogos evocadores de su esposa que el protagonista se va repitiendo cada vez que esas adversidades los acechan, y no son pocas, ciertamente. Al final, tras esa odisea penosa, el pelotón, al que se han sumado otros soldados que pertenecían a un destacamento dirigido por un oficial dispuesto a morir y a ejecutar a quienes deserten, es hecho prisionero en una pequeña hacienda donde se refugian prostituta y son conducidos a un campo de prisioneros y sometidos a trabajos forzados. Es decir, la historia vuelve al principio, pero ahora es el protagonista quien está en la piel de los prisioneros chinos que trabajaban para los japoneses. Entonces se da cuenta de que la poca esperanza que aún le queda en la humanidad de los comunistas soviéticos desaparece, ante el comportamiento de estos para con los prisioneros. Y sí, también, como aquellos chinos del comienzo, Kaji no piensa en otra cosa que en escapar para reunirse con su mujer, haciendo honor a la promesa que le hizo. Pero ese final estremecedor conviene que o vea el espectador, recogido, en silencio, impresionado, como a mí me ha sucedido, por la dimensión casi metafísica de un final que no deja incólume el lagrimal.

         Es curioso cómo Kobayashi sabe ajustar en cada momento la selección de planos, y como el juego entre los planos panorámicos y los primeros y aun primerísimos planos es capaz de involucrar al espectador de un modo tan empático en la tormentosa vida de Kaji. La condición humana no es una película que se «ve», sino una película que se «vive» y, de hecho, no puede hablarse de ella como de una obra de arte estética, con unos barridos de cámara de derecha a izquierda en los vastos paisajes naturales, por ejemplo, o la fría serenidad de un encuadre fijo en el que los protagonistas sufren los malos tratos, o los picados y contrapicados que determinan las miserias de los personajes o sus dementes delirios de potestad. A todo ello presta atención quien desdobla la mirada entre el ojo de la cámara y los propios con que se sigue la tortuosa peripecia existencial de un hombre rebelde atrapado por una estructura institucional que nos es descrita como la encarnación del mal sin atenuantes. ¡Y lo que le cuesta al personaje liberarse de esa coerción para anteponer su destino a la fantasía delirante de unos mandos que, casi ya en plena desbandada, se consideran un ejército «imbatible»! Ninguna grandeza hay en esos samuráis de opereta, como tampoco la hay en los señores feudales de su excepcional película Harakiri.

         Aunque La condición humana es una obra coral, que involucra, además, un gran número de extras y papeles secundarios de decisiva importancia en la trama, la interpretación que hace de Kaji Tatsuya Nakadai ha de quedar en los anales del cine como quedó la jamás suficientemente alabada de Maria Falconetti en La pasión de Juana de Arco, de Dreyer: hitos inmortales. Si a este papel le sumamos sus intervenciones en películas tan deslumbrantes como Yojimbo, Kagemusha o Ran, las tres de Akira Kurosawa, sacaremos en claro que quienes se sienten a disfrutar y padecer La condición humana tendrán el privilegio de ver la actuación de uno de los mejores intérpretes de la Historia del cine. Es cierto, con todo, que la excepcional banda sonora contribuye lo suyo a crear el clima moral de la película y a subrayar las intensas emociones que nos asaltan a cada momento de una historia planteada como una carrera de obstáculos de un hombre bueno contra un sistema ominoso. Descubrir el horror a cada paso exige un temple moral que Kagi exhibe de modo natural, sin énfasis ninguno, hasta que la suma de los horrores puede con él y lo sumerge en la vorágine del descreimiento, de la culpa y del autodesprecio. De esa ciénaga hedionda solo puede rescatarlo Michiko, por eso, al final, se escapa del campo de prisioneros soviético y se lanza al reencuentro con ella. Recordemos que en la segunda parte, cuando intenta detener al compañero comunista que se escapa del regimiento, cae en unas arenas movedizas donde cae el suboficial que le hace la vida imposible, y duda lo justo para decidir que su obligación moral es salvarlo, si puede, de esa muerte tan espantosa.

         No he hecho mucho hincapié en ello, pero la valentía de Kobayasi para rodar esta película y hacer el retrato que él hace del ejército imperial no está al alcance de todos los cineastas. Su sólido compromiso con el pacifismo radical convierte esta denuncia del totalitarismo del ejército en un auténtico documento que debiera ser visto por todas las generaciones, para comprender que el noble arte de la guerra o de la defensa —pensemos en Ucrania, por ejemplo— es incompatible con la degradación humillante de los soldados propios y aun de los ajenos, aunque no ignoremos que si la primera víctima de la guerra es la verdad, no diferente suerte ha de correr la carne de cañón de que estas se alimentan. En la información consultada he descubierto la referencia a que cada año  se programa en Japón un maratón cinematográfico para ver de un tirón la película, y que Tatsuya Nakadai, Kagi, ha acudido a algunas de esas proyecciones.

         No sé si, perdido en la sinopsis de la trilogía, ha quedado clara la pasión desenfrenada con que he visto este testimonio cinematográfico de la barbarie militar japonesa y de la heroica resistencia de un alma nobilísima con altísimos imperativos éticos, pero puedo asegurar que la he vivido con total compunción y he seguido sus largas horas de proyección con el sereno recogimiento impotente de quien ha de asistir al triunfo no duradero de la barbarie con total abatimiento y desolación. La guerra no es solo la acción militar, sino el hambre, el desprecio de cualquier vida, el frío, el miedo a todo lo que nos rodea, la pérdida dramática de la esperanza, la ocasión, también, de descubrir el verdadero rostro de las personas y la nobleza de las acciones solidarias para con nuestros semejantes. De todo ello hay ejemplos recurrentes en La condición humana, que, con legítimo derecho, puede considerarse, más allá de una imperecedera obra de arte cinematográfica, como un brillante ensayo de antropología social de alcance universal, aunque nos acerque, muy esclarecedoramente, a la esencia del pueblo japonés anterior a su derrota en la Segunda Guerra Mundial.

         [Como la he visto en YouTube, con sus más y sus menos en cuanto a la calidad de la copia, la compraré en DVD y la volveré a ver, acompañado…]

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