jueves, 29 de diciembre de 2022

«Pesadilla diabólica», de Dan Curtis, el mejor terror de los 70.

 


Las casas vivas del terror psicológico y la inocencia torturada.

 

Título original: Burnt Offerings

Año: 1976

Duración: 116 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: Dan Curtis

Guion: William F. Nolan, Dan Curtis. Novela: Robert Marasco

Música: Bob Cobert

Fotografía: Jacques R. Marquette

Reparto: Karen Black; Oliver Reed; Bette Davis; Lee Montgomery;  Burgess Meredith;  Eileen Heckart; Dub Taylor.

 

         Quizá la dedicación de Dan Curtis al circuito televisivo, para el que dirigió buena parte de sus proyectos, lo haya apartado del conocimiento general de los aficionados al cine, pero Pesadilla diabólica es una película que puede depararle ese gran público que quizás incluso ignore, como yo mismo, que esta película existe y ha resistido perfectamente el paso del tiempo, lo que no es poco para un género, el del terror, en su variante psicológica y de posesión, en el que el tiempo suele causar estragos en buena parte de las películas que acaso tiempo atrás lograron levantar escalofríos en la audiencia y no pocos temblores de mandíbulas y rodillas. Confieso que la he visto en Filmin porque el gancho publicitario era potente: “La película de terror favorita de Stephen King”. ¡Cualquiera la pasa por alto! Conceder el beneficio de la duda no me cuesta nada, y comienzo muchas películas de las que acabo desertando mucho antes de cumplirse siquiera el cuarto de hora.  En esta, sin embargo, y a pesar de que la estética e los 70 no es muy agradable para la vista, no solo he permanecido ese cuarto, sino todo el metraje, a pesar de que se alarga excesivamente. Todo sea por que el previsible final llegue cuando debe, esto es, cuando va a coronar todos los momentos dramáticos de los que parecía que la familia iba a librarse…

         Las casas del terror, góticas, por definición, tengan el estilo arquitectónico que tengan, suelen remitirnos a siglos pasados o a templos de pasiones prohibidas, pero la de esta película tiene un profundo aire sureño e incluso tiene una piscina que se convertirá en uno de los espacios terroríficos por excelencia en, al menos, dos ocasiones. Lo importante, para el espectador, es que no se trata de un montón de materia inerte, sino de un organismo vivo, capaz de influir en los comportamientos de quienes la habitan, desde los profundos misterios que esconde y que van a condicionar la totalidad de la trama, sin que nunca sepamos exactamente qué clase de fenómenos normales o paranormales están sucediendo, porque nuestro punto de vista coincide siempre con el de los personajes, que asisten, con muy diversas conductas, a cuanto ocurre.

         Una familia de clase media, con la vieja tía incluida, alquila una mansión lujosa por un precio ridículo que hace sospechar al marido, pero todo se aclara cuando saben que ese precio se debe a que los hermanos que la alquilan dejan a su cargo a su inválida y vieja madre, a quien tienen que servirle la comida, pero que raramente saldrá de su cuarto, por lo que podrán hacer su vida de forma cómoda e independiente de la inquilina.

         Poco a poco, la vida normal en la casa, que incluye la limpieza de la piscina para volver a llenarla de agua y poder disfrutar de ella, o el invernadero en el que todo está mustio y descuidado, discurre con una sola excepción: la única que atiende a la inquilina heredada es la mujer, quien se encarga de llevarle la comida y retirársela y, muy raramente, entra a verla. Ni el marido, ni la tía, ni el hijo suben jamás al último piso donde habita la matriarca de una familia por cuyos retratos a través de las generaciones se pasea la cámara con morosidad propia de estos relatos de terror. En el desenlace, sin embargo, hallaremos la justificación de esos barridos de cámara.

         La película está llena de viejas y nuevas luminarias, Bette Davis y Burgess Meredith, entre las primeras, y Oliver Reed y Karen Black, la diosa bisoja del terror, entre las segundas. Meredith tiene un papel cortísimo, pero viene a ser como un prólogo que advierte a los espectadores de lo que les espera a los incautos veraneantes, y la Davis, con su habitual presencia, inspiradora de inusuales contratiempos, contribuye a crear una atmósfera desasosegante que es el primer mandamiento del género, porque o el presentimiento de «lo peor» flota alrededor de las vidas de los personajes, como un aura fatídica, o la película no cumple los objetivos mínimos del género.

         La primera señal del lento progreso hacia el caos es el baño inocente que padre e hijo se dan en la piscina, ante los ojos angustiados de la tía, impotente para intervenir, dado su frágil estado de salud. De repente, las ahogadillas típicas se van convirtiendo en  un intento muy serio de ahogar a la criatura, ¡el rictus de Reed, junto a su perversa mirada fija en los abismos de la maldad nos meten un escalofrío en el cuerpo que nos dejan de muy mal cuerpo!, pero la oportuna intervención de la madre que se lanza a la parte profunda de la piscina para rescatar a su hijo logra evitar el desastre, pero no que, poco a poco, los acontecimientos tomen una deriva que, sin grandes alardes de sustos, música ad hoc o ridículas presencias infernales, nos convencen de que lo peor aún está por llegar.

         La muerte de la tía, con un dramatismo que la Davis borda, nos sitúa ante una pesadilla que tiene el padre, la presencia constante en su recuerdo de un conductor en el entierro de su propio padre, con uniforme, gorra, gafas negras y eterna sonrisa que remite ipso facto a la presencia de la muerte, disfrazada, paradójicamente, de lacayo.

         La acción transcurre muy morosamente, porque los efectos de la mansión sobre la familia van apareciendo muy poco a poco y siempre con la alternativa de una huida que, cuando quiere emprenderse, es ya demasiado tarde, porque los poderes paranormales de la mansión se extienden incluso a la naturaleza que aborta el intento del padre de huir con el coche y el hijo, como si algo le dijera que o era en ese momento o ya no sería nunca. La imponente construcción permite un juego de perspectivas entre la planta baja y la buhardilla donde está instalada la matriarca que reflejan a la perfección la indefensa situación de los habitantes frente a la «mole» con vida propia. Desde que el padre se convence de que están a merced de poderes incontrolables, que incluyen una secuencia excepcional del «cambio de piel» del edificio, como si fuera la serpiente del Paraíso que tienta a Eva, todo deriva ya hacia un final que, si no imprevisible, porque la experiencia es un grado a la hora de ver películas de terror, sí que sorprende por la contundencia del mismo y su carácter expeditivo.

         Después de verla, no me extraña que Stephen King la tenga por una de sus favoritas, porque, de algún modo, ese juego de maldiciones y poderes está en El resplandor, tan maravillosamente adaptada por Kubrick a la pantalla.

 

 

 

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