Rodada casi al
tiempo que Casablanca, en 1942, un melodrama de poderosos fundamentos
con una Bette Davis ejemplar y dueña de poderosos registros interpretativos: el
drama de los hijos no deseados y el amor imposible y sublimado.
Título original: Now,
Voyager
Año: 1942
Duración: 117 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Irving Rapper
Guion: Casey Robinson. Novela: Olive Higgins Prouty
Música: Max Steiner
Fotografía: Sol Polito
(B&W).
Reparto: Bette
Davis; Paul Henreid; Claude Rains; Gladys
Cooper; Bonita Granville; John Loder; Ilka
Chase; Janis Wilson; Lee Patrick; Franklin Pangborn.
No es capricho, indicar el año
en que fue rodada la película, porque, además de que participan en ella dos intérpretes
que también lo hacen, y muy destacadamente, en Casablanca, de Michael
Curtiz, Claude Rains y Paul Henreid, se da la circunstancia de que hay una
despedida entre los dos enamorados protagonistas de La extraña pasajera en
el aeropuerto de Río que prácticamente «calca» la intensidad emocional de la de
Bogart y Bergman, salvando las distancias, claro está, en cuanto a la trama de
ambas. El hecho de que se estrenaran con un mes de diferencia y el éxito que rápidamente
alcanzó Casablanca eclipsaron en cierto modo este magnífico melodrama dominado
de cabo a rabo por ese monstruo cinematográfico que fue la siempre altanera e
indomable Bette Davis, de quien acabó incluso dependiendo qué director había de
rodar esta película, y le tocó al inglés Irving Rapper, amigo suyo, quien catorce años
después rodaría El bravo, con guion de Dalton Trumbo quien, bajo seudónimo
obtuvo el Oscar, y quien dirigiría a Davis en otras tres películas. Se trata de
un director con hechuras clásicas que rápidamente se especializó en los
melodramas, como el presente, si bien pesan actualmente sobre él la sobredimensión
de las convenciones sociales a las que se enfrentan los protagonistas, tan románticamente
enamorados como socialmente sumisos. Recuerdo haber visto de él otro melodrama con Gene Kelly y Natalie Wood, Nací para ti, pero queda muy por debajo de la calidad de este.
La historia tiene una deriva psiquiátrica
muy notable, porque se abre con la presencia de un psiquiatra en la casa de una
vieja familia bostoniana en la que una de las hijas vive casi completamente
recluida, dominada por una madre tiránica que la humilla hasta anularla, sin
duda porque, como se sabrá más tarde, se trata de una hija deseada. El
psiquiatra consigue arrancarla de las garras de la madre y llevarla a su
sanatorio, donde el simple contacto con la tolerancia y la libertad consiguen
una rápida recuperación. De él, ya restablecida, la despide el psiquiatra con el verso de Walt
Withman que da título a la película en
inglés: Now, Voyager, sail thou
forth, to seek and find. Se inicia, entonces, la gran aventura de la metamorfosis
del «patito feo», ¡y a fe que es extremadamente convincente la caracterización
de la Davis, con vestidos de mercadillo, las gafas y un peinado diseñado por su
peor enemigo!, en una espléndida mujer que se embarca en un viaje de placer por
mar en el que lucirá unos modelos, escogidos, ¡cómo no!, por la propia Davis!,
que atraerán el interés de todos los pasajeros por conocer la identidad de la «extraña
pasajera», tan poco sociable… hasta que la figura de Paul Henreid logra vencer el
retraimiento y la timidez de la joven y se establece entre ellos una corriente de
simpatía mutua que, a pesar de reconocer él que es un hombre casado —¡fantástico
el cruce de fotografías familiares, y como él la busca a ella sin encontrarla
en aquel atuendo antes descrito!—, va a ir progresando hacia un enamoramiento
cada vez más intenso, máxime cuando, como en los buenos melodramas, él se
presenta atado a un matrimonio y, sobre todo, a una hija que depende emocionalmente
de él y que es —¡qué sería del melodrama sin estas coincidencias!— otro patito
feo e hija no deseada. El espectador puede leer esto con total tranquilidad,
porque el metraje es largo y da para muchas vueltas y revueltas.
De vuelta a Boston, una nueva vida de
empoderamiento se inicia para la protagonista, y parte esencial de ella es
sacudirse el autoritarismo materno sin renunciar a cuidarla y sin permitir sus
injerencias en cómo ella ha de gobernar su propia vida, lo que dará pie a
algunos encontronazos. Todo discurre con la normalidad de quien va olvidando su
amor imposible e incluso acepta una proposición de matrimonio que tiene toda la
tranquilidad propia de los partidos excelentes, pero ni un átomo de la pasión que
ella ha conocido en brazos de su primer amor, cuya huella indeleble está claro
que no puede ser borrada así como así.
La condición social de los personajes
marca mucho el estilo sofisticado de la trama, tanto en los escenarios naturales
—aunque se usa mucho metraje complementario para evitar un incremento de los
costes de producción— como en los interiores, los cuales dominan ampliamente en
la película, sin que ello le reste ni un ápice de emoción a la doble aventura,
amorosa y de liberación individual, de la protagonista.
Quizás podría seguir con la sinopsis, pero
cuando, poco antes de comprometerse en matrimonio, aparece en una fiesta en su
casa su enamorado, y vuelve ella a sentir las llamas de la pasión, la película
da un giro muy notable y comienza el
hermoso acto final de la sublimación forzosa de la pasión, que se alarga por
unos derroteros sobre los que algo insinué líneas arriba.
Un melodrama no lo es si sus intérpretes
no nos permiten meternos en sus pellejos y vivir «desde dentro» tan intensa
pasión, sentir esa convulsión como propia y desear no separarnos nunca del beso
o del abrazo que nos da literalmente la vida. Y en ese apartado sí que Bette Davis
y Paul Henreid están a la altura de los enormes melodramas de Sirk.
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