martes, 6 de diciembre de 2022

«Harakiri», de Masaki Kobayashi o la mística del samurái.

 

Los desgarros de la paz para los samuráis, una institución declinante: una poderosa película expresionista con un desenlace apoteósico.

 

Título original: Seppuku (Harakiri)

Año: 1962

Duración: 133 min.

País:  Japón

Dirección: Masaki Kobayashi

Guion: Shinobu Hashimoto. Historia: Yasuhiko Takiguchi

Música: Tôru Takemitsu

Fotografía: Yoshio Miyajima (B&W)

Reparto: Tatsuya Nakadai; Rentarô Mikuni; Akira Ishihama; Shima Iwashita;

Tetsurô Tanba; Masao Mishima: Ichirô Nakatani; Kei Sato; Yoshio Inaba; Hisashi Igawa; Tôru Takeuchi; Yoshio Aoki; Tatsuo Matsumura; Akiji Kobayashi; Kôichi Hayashi; Ryutaro Gomi; Jo Azumi ; Nakajirô Tomita.

 

         No nos hacemos cargo de que cuando Alonso Quijano se encarna en don Quijote, los caballeros andantes llevan ya más de tres siglos desaparecidos de la vida corriente… Lo digo porque esta historia de samuráis venidos a menos en el siglo XVII japonés apunta ya al declive y muerte de una institución poco menos que «sagrada» y alrededor de la cual se han tejido historia, leyenda y mito hasta llegar a nuestros días, y ahí está Mishima, uno de los últimos practicantes públicos de una ceremonia mítica de la cultura de los samuráis: el harakiri, que llevó a cabo en 1970, tras el fallido intento de un golpe de estado político para reentronizar al Emperador en un estado que se opusiera a la occidentalización del país.

         El panorama descrito por el autor nos habla de la llegada de la paz al país y, en consecuencia, del deambular de samuráis que no pueden contratar su espada con ningún bando y se asilvestran como los soldados rebeldes del Sud que, tras perder la Guerra de Secesión, se convierten en forajidos. En este caso particular, todo se centra en la figura de los samuráis que se presentan en las casas nobles con la amenaza de hacerse el harakiri para provocar la compasión de los señores y obtener la gracia de que o los contraten al servicio de la casa o les den una gratificación para poder subsistir, porque los efectos de la guerra pasada han dejado una estela de miseria, desempleo y hambruna.

         A una casa llega un joven samurái que pretende hacerse el harakiri, pero, en el último momento, pide una prórroga de tres días para resolver unos asuntos familiares inexcusables. El señor de la casa, harto de las viles amenazas bravuconas de esos samuráis pedigüeños, que son la deshonra de la institución, le obliga a cumplir su propósito, si bien —más tarde se sabrá que por haber empeñado su espada para socorrer a su mujer y a su hijo enfermos— no dispone sino de una espada de bambú, lo que complica la sanguinaria ceremonia hasta lo indecible.

         Buena parte de la historia se cuenta en flash back cuando a esa misma casa se presenta otro hombre, mayor, que llega determinado a hacerse también el harakiri. Solicita la venia de contar su historia, antes de hacerlo, la recibe y, entonces comenzará el espectador a comprender la primera parte en la que el joven se ha hecho un salvaje harakiri, precipitado, en su final, por la espada de los esbirros del señor local. Con breves vueltas al presente desde el que se narra la historia, esta se constituye cono una denuncia del engaño y la traición al férreo código de los samuráis que practica ese jefe de clan, cuya reacción frente a las revelaciones del aspirante a hacerse el harakiri van asumiendo un manipulador carácter defensivo de sus samuráis de guardarropía: lo importante es, sobre todo, que no llegue a oídos del pueblo su deshonra ni la de sus hombres, a lo que el aspirante al harakiri ha contribuido eficazmente.

         El concepto del honor, capital en nuestros siglos XVI y XVII, como vemos en innumerables obras de esos siglos fabulosos de la literatura española, tiene en esta película un interés capital, porque en torno a ese código sagrado de los samuráis, lo que exige, a lo que obliga, y el compromiso que se asume, por parte de quien se convierte en samurái, de honrar dicho código, se articula toda la historia, un drama que deviene estremecedora tragedia cuyo acto final supone unos momentos de cine como es difícil recordar haber visto, al menos, desde las espléndidas y casi míticas imágenes de las mieses en Ordet, de Dreyer.

         La película está rodada en un blanco y negro muy contrastado y, en la medida en que se vehicula a través de muy pocos personajes, hay un uso del primer y primerísimo plano que dota a la película de un halo clásico que la acerca a los grandes clásicos, entre los que, sin duda, ocupa un puesto de honor. Desde Eisenstein hasta el mismísimo Dreyer, antes citado, hay en Harakiri, de Kobayashi toda una lección del mejor cine, el cual es inseparable de las excelentes actuaciones de unos actores y una actriz que comunican, más allá del austero repertorio de gestos de la vida japonesa, una intensidad dramática que sobrecoge a cualquier espectador. Es inevitable mencionar a Kurosawa, compañero suyo de generación y, en parte, hermano mayor; pero de lo que no hay duda es del vigor narrativo de un autor muy preocupado por hacernos llegar un mensaje ético inconfundible: la falsedad, el engaño, la mentira, no consolidan instituciones, sino que contribuyen a su desmoronamiento. Que esa lección se concentre en un final apoteósico con no poca acción fuera de plano, pero con los efectos de la misma en el rostro del señor en cuya casa quien le contó su historia terrible, no solo pretende alcanzar el honor del harakiri, sino, por la misma muerte, la deshonra de un señor innoble, es uno de los grandes aciertos de la película.

         ¿Hasta qué punto estamos ante una película de samuráis? Eso solo lo sabremos en el desenlace. Pero, dada la tragedia que se desarrolla ente nuestros ojos, está fuera de toda duda que el discurso ético se impone al bélico, a pesar del desenlace. Y la capacidad de Kobayashi para irnos metiendo en las razones y las emociones del viejo samuráis que busca el sacrificio y la venganza es extraordinaria. Está claro que a algunos espectadores nerviosos les ponen de los mismos las películas orientales que nos muestran su «ritmo» de vida protocolario y ceremonial, máxime si los acompañan tomas fijas en espacios prácticamente desnudos, aunque, en esta ocasión, las pinturas decorativas de algunas estancias tienen un mérito maravilloso; pero a poco que se «acomoden» al hacer pausado de los personajes que dominan la trama, irán entrando en ciertos abismos sociales y psicológicos que ensancharan sus gustos cinematográficos.

         Dispónganse a ver un peliculón que se fijará en su memoria visual para siempre.

 

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