Un potente drama
sobre el derecho a equivocarse, del director favorito de Greta Garbo.
Título original: A Free Soul
Año: 1931
Duración: 93 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Clarence Brown
Guion: Becky Gardiner, Willard Mack, John Meehan. Libro: Adela Rogers
St. Johns
Música: William Axt
Fotografía: William H. Daniels (B&W)
Reparto: Lionel Barrymore; Norma
Shearer; Clark Gable; Leslie Howard; James Gleason; Lucy Beaumont.
La época anterior al establecimiento
de la censura cinematográfica en Usamérica, conocida como el código Hays, ha
dado lugar a clasificar las películas como pre-code para alertar de que en ellas
hay una libertad de creación muy superior a lo que vendría después, con tantas
restricciones, sobre todo de orden puritano. En
Un alma libre, en consecuencia, asistimos a la decisión libre de una mujer,
educada por su padre, un abogado alcoholizado, de emparejarse con un gánster a quien el padre ha librado de la
cárcel, quien la seduce con su sola presencia y sus maneras galantes y poderosamente
asertivas. El drama sobreviene porque, para unirse al dueño de un garito
ilegal, ella ha plantado a un famoso jugador de polo de quien parecía estar muy
enamorada, a juzgar por los planes de boda de los que, en una escena memorable,
en las rocas de una playa, ella se descuelga porque ha conocido a otro hombre y
no cree que con su prometido vaya a encontrar la felicidad apasionada que
vislumbra en la relación con el gánster. Que el gánster sea Clark Gable y el pretendiente
Leslie Howard —ambos compañeros de rodaje en Lo que el viento se llevó,
de Victor Fleming— se suma a que la mujer en disputa es la interesantísima
Norma Shearer, cuya vida daría para una película biográfica más que notable..., un trío de lujo para un melodrama que se va a encadenar con la
historia melodramática del alcoholismo del padre de la joven, una drogadicción
que lleva al hombre casi a la mendicidad, porque es en un albergue para gente
sin techo donde la hija, horrorizada, lo encuentra, y desde donde lo reintegra al hogar de ambos,
porque la madre de la joven murió cuando ella era una niña.
Al margen de la
trama amorosa que se va a complicar hacia el final, cuando el gánster no
consiente que la joven quiera apartarse de él, considerándola «propiedad» suya,
una vez que ella ha visto cómo los esbirros del
protagonista han tratado, a golpes, a su padre en el garito, por ir con
más de dos copas de más, la película arranca con un magnífico equívoco, casi
propio de una comedia de Lubitsch, porque el abogado que lee el periódico es
urgido a entregarle a la joven, que le habla desde el cuarto de baño con la
puerta entornada, la ropa interior para cambiarse, en lo que tiene todos los
visos de ser una aventura con una prostituta. La realidad se convierte en una
relación paternofilial en la que advertimos una desenvoltura y una libertad que
nos parece más propia de la segunda mitad del siglo, que de los años 30. De algún
modo, el abogado es la oveja negra de una familia tradicional en la que la
madre y abuela de la protagonista lo domina todo, un matriarcado perfecto, y
todos le reprochan al abogado, el hijo casi descarriado, su depravada afición
al alcohol, mientras que este les reprocha a todos ellos su extremo conservadurismo
y su moral filistea. La hija, muy cariñosa con la abuela, sin embargo, sigue el
ejemplo del padre y, cuando toda la familia se opone a la visita del gánster
que acaba de ser librado de la prisión por el abogado borrachín, ella coge su
abrigo, se cuelga del brazo del garitero y se aleja con andares desafiantes al
redil de la moral intachable que permanece en la mansión, el novio incluido.
Poco a poco,
pues, se va desarrollando una relación con el gánster cuyas limitaciones no
tardará la ingenua muchacha en conocer, amén del lado violento y machista del encantador
sujeto en cuestión. Atrapada en el capricho de su deseo tornadizo, pero
preocupada por la deriva hacia la perdición de su padre, todo dará un vuelco
cuando los tres integrantes del trío se reúnen y el arrojado delincuente
amenaza a la mujer no solo con impedir que se vaya de su lado, sino con la
revelación pública de su relación fuera de todo convencionalismo social. El
resultado de todo ello sorprende al espectador y le deja expectante ante un
desenlace incierto, porque el antiguo novio de ella se presenta en el garito
del rival y, antes de que este pueda defenderse, lo mata con un disparo de
pistola por debajo de la mesa, antes de que el delincuente sea capaz de extraer
su arma del cajón de su mesa.
Que Lionel
Barrymore consiguiera un Oscar por su interpretación, como mejor actor, indica
claramente que no es menor la trama que lo tiene por objeto, y que el
tratamiento de su adicción, común en la Usamérica de la ley seca, que hace la
película nos acerca crudamente a una realidad que dicha ley, si cabe, empeoró,
porque la clandestinidad y la mala calidad de los licores causaron estragos. En
cualquier caso, no sería el primer abogado «borrachín», porque Charles Laughton
hace exactamente lo mismo en Testigo de cargo, de Billy Wilder, por
ejemplo. Las dos tramas se entrelazan oportunamente cuando el novio rehúsa
aclarar los motivos de su acción, estando dispuesto a asumir en silencio su
culpabilidad, y padre e hija llevan a la luz pública las equivocaciones y los
aciertos de su muy peculiar forma de entender la vida. Todo ello, ya digo, se
ventila, espectacularmente, en una sala de Justicia, y puedo asegurar que se
trata de uno de los mejores desenlaces que he visto recientemente, como lo
comprobará quienquiera que, salvando los más de 90 años que nos separan de la
película, el banco y negro algo deteriorado y la estética de los 30, quizás
algo menos atractiva que la de las dos décadas siguientes, se ponga ante la
pantalla para disfrutar de un guion para personas adultas a quienes no se les
trata como menores de edad…
Finalmente,
cabe añadir que de Clarence Brown he criticado antes, en este Ojo, dos
películas de muy estupendo ver: Han matado a un hombre blanco (un relato
de William Faulkner, Intruder in the Dust) e Indianápolis, con Clark
Gable, Barbara Stanwyck y Adolphe Menjou, otro trío de «ases». Brown pasó por
ser, en su tiempo, el director favorito de Greta Garbo, quien lo prefería
frente a muchos otros de más renombre con los que trabajó.
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