martes, 14 de febrero de 2023

«Girasoles silvestres», de Jaime Rosales o el realismo anodino

La historia de un fracaso en tres capítulos y a años luz de Hermosa juventud.

 

Título original: Girasoles silvestres

Año: 2022

Duración: 107 min.

País:  España

Dirección: Jaime Rosales

Guion: Bárbara Díez, Jaime Rosales

Fotografía: Hélène Louvart

Reparto: Anna Castillo; Oriol Pla; Quim Ávila Conde; Lluís Marqués; Manolo Solo; Carolina Yuste.

 

         Rosales vuelve al mundo social de Hermosa juventud, pero acentuando aún más la ruina existencial de unos personajes incapaces de encontrar un encaje en sus propias vidas y en la realidad. Me ha traído a la memoria las dos películas que he visto de Robert Guédiguian, aunque quizás me he dejado influir por lo que me ha complacido ¡ver Melilla en el cine por primera vez!, una de las pocas capitales españolas que nos quedan por visitar a mi Conjunta y a mí. Me ha parecido un acierto total de Rosales, desplazarse hasta allí y darle, al menos para este espectador, carta de naturaleza cinematográfica a una ciudad algo olvidada siempre. Esas tomas desde un emplazamiento que permite ver en extensión la ciudad, me ha recordado a la Marsella de Guédiguian , salvando todas las distancias, obviamente.

         Es necesario explicar el título, Girasoles silvestres, porque, del mismo modo que Hermosa juventud operaba como antífrasis de la dura existencia de los protagonistas, aquí parece actuar como metáfora de un girasol que, asilvestrado, esto es, sin formación académica, ha de girar alrededor del sol que más calienta, es decir, del hombre con quien, en cada momento decide vivir, aportando dos hijos a la unión y debatiéndose siempre con una poco firma ambición de estudiar para convertirse en enfermera. La película, así pues, está dividida en tres capítulos independientes entre sí, salvo por la aparición del tercer hombre en la narración del incomprensible primero. La necesidad de salir de casa del padre, aunque a este no parezca importarle convivir con ella y con sus nietos, teniendo siempre  una franca predisposición a acogerla tras sus fracasos, mueven a la protagonista a buscar vivir con esos hombres.

         Del primero, una exhibición actoral de Oriol Pla, que se come la pantalla en todo momento, advertimos, sin necesidad de que la hermana de la protagonista se lo recuerde, que es propenso a que se le vaya la pinza, y teniendo en cuenta que tiene menos formación que la protagonista y que es un aficionado al kick boxing y amante ultraceloso, nada de cuanto ocurre pilla por sorpresa al espectador, quien lo tiene tan descontado que le parece que el director se alarga excesivamente  antes de que suceda lo que todos sabemos que ha de suceder. Sucede, eso sí, con notable realismo, pero es difícil empatizar con unos destinos que parecen marcados por el determinismo más absoluto. Sobrevuela en todo momento la sombra del maltrato infantil, y eso genera un desasosiego que intranquiliza al espectador.

         El girasol gira y acaba trasplantado a tierras melillenses, donde se reúne con el padre de las criaturas, un soldado del ejército, con quien intenta retomar la vida en común que tuvieron antes de separarse. Un lamentable suceso, la desaparición transitoria de la hija, hallada tras una elipsis abruptísima que desconcierta al lucero del alba, supone el reconocimiento de la incapacidad del padre para cumplir con el rol que le toca, lo cual implica una nueva separación y un nuevo traslado, ahora, tirando también de la elipsis generosamente, con el compañero de la escuela que apareció en el primer capítulo de los tres.

         La nueva pareja, a la que el compañero aporta una hija, más otro embarazo que añade una nueva hija a los dos anteriores de ella, supone que la mujer se ve «encerrada» claustrofóbicamente en el exclusivo papel de ama de casa y criadora de la prole, mientras que su pareja dispone de su tiempo libremente. Son conflictos serios y reales, muy reales, y sí, situaciones así pueden desembocar en crisis de ansiedad y en depresión, como la que sufre la protagonista con una veracidad que Ana Castillo sabe exprimir a conciencia, sobre todo porque su desvalimiento es el de no poder exigir una relación paritaria.

         Los conflictos no se desarrollan tanto como para poder obtener un retrato profundo de los personajes: sus comportamientos son, en conjunto, demasiado adolescentes, y hay siempre, sobrevolando las relaciones, una suerte de falta de preparación para la vida, una carencia de herramientas básicas para poder hacer frente a las exigencias de la vida adulta. Puede entenderse como un retrato de la frivolidad y la banalidad de la juventud actual, pero, paradójicamente, la perfección realista de ese retrato produce rechazo en el espectador, y distancia, asfixia sociológica.

         Luego está la manía del verismo coloquial que lleva a no impostar ninguna voz y a que buen número de diálogos sean prácticamente ininteligibles, hasta el punto de que le sugerí a mi Conjunta que pusiéramos los subtítulos en castellano, como cuando traducían las partes habladas en catalán. Pero, vaya, no puedo poner la mano en el tímpano por que no sea una pérdida mía de audición, aunque me suele pasar a menudo con las últimas películas españolas de carácter costumbrista o realista.

         Como sugiero en el título, todo lo que hay de auténtico drama en Hermosa Juventud, e incluso de compasión por las pocas oportunidades de una juventud sin formación, se transforma en estos girasoles en unas situaciones de parejas en crisis, por esa carencia de adultez imprescindible para enfrentarse al desafío de la vida, que lo tienen todo de dramas adolescentes, más desgarradores porque los personajes entran ya en una etapa de sus vidas en la que necesitan unas certezas que no tienen y, sobre todo, se ven forzados a jerarquizar sus intereses, dejando de lado el narcisismo y el egoísmo primario, propio de los adolescentes.

         No me parece que Rosales haya dado ningún paso adelante en su carrera, y menos aún con el magnífico antecedente de Petra. Aquí todo se tiñe de un realismo sucio y barato que no se trasciende en modo alguno, y del que solo salvo la parte melillense, por razones obvias, y el contacto natural con el lago de Banyoles, junto a cuyas aguas pasé un año de mi juventud in illo témpore…, cuando aún se exhibía, disecado, «El negro de Banyoles».

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