La familia singular de un cineasta precoz y visionario: un retrato divertido y doloroso.
Título original: The
Fabelmans
Año: 2022
Duración: 151 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Steven Spielberg
Guion: Tony Kushner, Steven Spielberg
Música: John Williams
Fotografía Janusz Kaminski
Reparto: Michelle Williams; Paul Dano; Gabriel LaBelle; Seth Rogen; Judd
Hirsch; Mateo Zoryon Francis-DeFord; Julia Butters; Jeannie Berlin; Oakes
Fegley; David Lynch; Robin Bartlett; Gabriel
Bateman; Nicolas Cantu; Sam Rechner; Chloe East; Isabelle Kusman; Jonathan
Hadary; Sophia Kopera; Birdie Borria; Alina Brace; Keeley Karsten; Chandler
Lovelle.
Pasados los 70, no sé por qué,
se despierta un instinto autobiográfico que exige a algunos creadores pasar
cuentas con su pasado. No sé si es el momento en que se siente el primer
aletazo del pájaro oscuro o la dulce y deletérea intoxicación de la nostalgia,
pero volver al pasado es un ejercicio de recreación que cada cual practica
desde perspectivas muy dispares. A diferencia de la muy irregular, e incluso
algo pestiñosa , al menos para este crítico, Dolor y gloria, de
Almodóvar, Spielberg vuelve a su pasado familiar sin los ánimos casi
hagiográficos del manchego y con la exclusiva intención de hacer un encendido elogio al cine, a su descubrimiento
y a su poder para entender la realidad, ¡para descubrirla, incluso!, y para
transformarla. De todo ello, para placer inmenso de los devotos del Séptimo
Arte, nos habla una película intimista que parece dirigida por alguien ajeno a
la figura del director que se retrata en pantalla, del modo tan templado y
ecuánime como se dibujan todos los integrantes de la familia y las complejas
relaciones que se establecen entre ellos. La aportación del guionista de
Múnich, Tony Kushner la imagino crucial para entender ese distanciamiento
brechtiano que le permite a Spielberg dirigir una película sobre su propia vida
como si los Fabelmans realmente hubieran existido con una vida calcada de la de
los Spielberg, o algo así.
Mientras la veía, por la condición judía
de la familia y el humor judío constante que vertebra la película, me venía a
la memoria insistentemente Días de radio, de Woody Allen, un experto
memorialista en quien la vocación por su autobiografía comenzó,
paradójicamente, cuando él era muy joven. Mientras en la película de Allen este descubre la música de jazz a través de la radio y su afición al clarinete;
en la de Spielberg se muestra la primera y aterradora experiencia de Steven en
su primera película y el descubrimiento de que filmar la realidad es un modo de
exorcizar las pesadillas causadas por el propio cine y de crear una realidad
paralela tan potente como la imitada a través de las imágenes. Los personajes
familiares, más la presencia de un goy, es decir, no judío, amigo íntimo
de su padre y elevado a la categoría de «tío» de sus hijos, «Uncle
Benny», marca algún paralelismo con la película de Allen, porque la figura de
la suegra, con su humor cáustico, contribuye poderosamente a reforzar esa
relación. La divertida e inquietante presencia de un tío de la madre, que los visita tras el fallecimiento de la
abuela materna, supone un verdadero punto de inflexión y de reflexión en la
vida del adolescente Spielberg, algo así como la aparición de Mefistófeles persuadiéndote
del «firmar» tu gran contrato existencial. ¡Impresionante, Judd Hirsch!, de
quien recuerdo su papel de cazador de nazis en la muy curiosa e incomprendida Un
lugar donde quedarse, de Paolo Sorrentino.
La película está rodada de tal manera,
pues, que la distancia le permite a Spielberg retratar, con una transparencia que
se acerca mucho a la objetividad, todos aquellos sucesos que configuraron su
descubrimiento del cine y su pasión por rodar películas y hallar soluciones
ingeniosas para algunos efectos especiales —como los fogonazos de los disparos
mediante la perforación del negativo con un alfiler, por ejemplo— que muestran
bien a las claras su defensa numantina, ¡hasta que llegó a la madurez!, de que
no se trataba de una afición, lo suyo, sino de una apuesta por su futuro en el
mundo complejo e impredecible de «las películas».
La película destaca sobre todo la
figura de la madre, de quien el niño Spielberg se siente tan cercano, una auténtica artista del piano que, como tantas otras mujeres en aquellos años 50
del pasado siglo, lo deja todo por la familia, aunque ese «todo» le acabe
pasando una onerosa factura en forma de un creciente desequilibrio sentimental
y emocional, pero de todo ello me está vedado hablar, porque la cámara de cine
y el montaje tienen un papel esencial en el desarrollo de la vida familiar y,
por lo tanto, en la participación de Steven en ella. Descubrir un poder tan
extraordinario lo lleva a prometerse no volver a empuñar una cámara, pero…
Supongo que a ello contribuirá, en
parte, el físico y la mímica del actor escogido para encarnar a Spielberg, pero
la aventura en la High School del protagonista recuerda enormemente al
personaje favorito de Woody Allen: él mismo. Ser un poco enclenque y judío en
aquellos años te convertía en candidato a ser el abusado predilecto e los
armarios abusadores dedicados al cultivo del cuerpo y de modo ínfimo al de
la mente. Por suerte, hay una vena cómica en todo lo relacionado con el
despertar sexual, unido a la profesión ultramontana del cristianismo, que se
convierte en un delicioso «corto» cómico en medio de otras tragedias cotidianas
que afectan a los Fabelmans. Se trata de una narración con un espíritu cómico
totalmente fordiano, aunque Spielberg se permite cargar las tintas en la puesta
en escena, algo nada fordiano, dicho sea de paso.
Los Fabelmans es, de paso, la crónica
de un país y de un tiempo lleno de iniciativas y esperanzas, como se advierte
en la parte profesional del padre, un Paul Dano con cara de infeliz a quien
cuesta reconocer si no se le ha visto desde su estelar papel en Pozos de
ambición, de Paul Thomas Anderson. El incipiente nacimiento de los primeros
ordenadores sobrevuela la película, y justifica los frecuentes cambios de
residencia de la familia, no siempre para bien, porque el desarraigo es uno de
los primeros enemigos de la estabilidad emocional. La interpretación de la
madre, a cargo de Michelle Williams, es extraordinaria, una actriz a quien ya
admiré sobradamente por sus méritos en Mi semana con Marilyn, de Simon
Curtis y en Blue Valentine, de Derek Cianfrance, por lo que nada me
extrañaría que esté entre las favoritas para el Oscar.
Los Fabelmans es una fiesta del
cine, en efecto, y todo en la película remite constantemente a la importancia
del Séptimo Arte —como lo definió Riccioto Canudo en 1911— en la vida del niño,
adolescente y joven Spielberg, lo que vale decir en la vida de todo el mundo, porque
¿sería igual nuestra vida si no hubiéramos descubierto el mirífico Ojo Cosmológico,
como lo definió Henry Miller, de quien este Blog toma el nombre?
Como la guinda final de ese pastel es
de sobra conocida, me refiero a la brevísima entrevista que tuvo Spielberg con
John Ford el patriarca del cine mundial, junto a un selecto círculo que no pasa
de siete autores, no quiero dejar de consignar el guiño profesional que supone
invitar a David Lynch a revestirse de la tierna dureza de quien se presentaba a
sí mismo como My name's John Ford. I make Westerns («Soy John Ford y hago
películas del Oeste») y celebrar el encuentro inolvidable entre el consagrado y
el aprendiz. A mí, lo confieso, esa escena estuvo a punto de hacerme gritar en
medio de la escena: «¡Viva John Ford!», pero no iba solo…
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