miércoles, 1 de febrero de 2023

«Mañana es vivir», de Irving Pichel o el melodrama cuajado.

 

Soberbia interpretación de Orson Welles en un emotivo y potente melodrama.

 

Título original: Tomorrow Is Forever

Año: 1946

Duración: 105 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Irving Pichel

Guion:Lenore J. Coffee. Historia: Gwen Bristow

Música: Max Steiner

Fotografía: Joseph A. Valentine (B&W)

Reparto: Claudette Colbert; Orson Welles; George Brent; Lucile Watson; Richard Long;

Natalie Wood;  John Wengraf; Sonny Howe; Michael Ward; Ian Wolfe.

 

         Haber dirigido treinta y seis películas, actuado en más de setenta y ser un absoluto desconocido para el público son las cosas que tiene el cine, un arte que permite un amplísimo campo de investigación a los aficionados y, sobre todo, a los cinéfilos y a los estudiosos. Encontrarme anoche con este melodrama excelente me permite, siquiera sea por una película —aunque aguarda en la recámara She, basado en la novela de H. Rider Haggard, acaso la novela favorita de Jung y de Freud, cuya crítica no quiero juntar con esta en un monográfico por su muy diferente alcance cultural— dar a conocer a un creador a quien su inclusión en las listas de «los diecinueve de Hollywood» por supuestas actividades antiestadounidenses, privó acaso de una carrera más sólida y de mayor impacto en las audiencias.

         La historia es bien sencilla: un recién casado ha de ir a la Primera Guerra Mundial para cumplir con su deber, si bien promete a su mujer que volverá. Cuando acaba la guerra, la mujer, que trabaja en una empresa química como bibliotecaria, recibe un telegrama del ejército en el que dan por muerto a su marido. Este, sin embargo, está en un hospital de prisioneros de guerra en el que un médico de fuertes convicciones humanitarias quiere recomponerle el rostro, desfigurado por las heridas de guerra, y parte del cuerpo, aunque no evitará las lesiones de un brazo inutilizado y de una pierna que lo deja cojo.

         El hijo del dueño de la fábrica se enamora de la mujer del soldado y, cuando sabe que ella se ha quedado embarazada, le ofrece un refugio y, si algún día logra olvidar a su marido, casarse con él, lo cual no tarda en suceder.

         El marido exiliado ha construido una vida con nombre austríaco y se ha convertido en tutor, a quien la niña, sin embargo, llama «padre», de una niña cuyos padres, el doctor que le operó y su mujer, han sido asesinados por los nazis. Emigran a Usamérica y, en vez de quedarse en Nueva York, deciden ir a Baltimore, de donde él salió, veinte años antes, para irse a la guerra, de la que vuelve ahora transformado, lisiado y con el deseo controlado de reencontrarse con su antigua esposa, aunque ignorante de que tuvo con ella un hijo que ahora se opone a sus padres porque no le dejan alistarse en el ejército canadiense, como piloto, para participar en la Segunda Guerra Mundial.

         Que el marido perdido empiece a trabajar en la fábrica del nuevo marido de su mujer da pie a que sea invitado para conocerla a ella y a sus dos hijos. Y a partir de ahí, tras el encuentro entre ambos, veinte años después, se inicia un proceso melodramático de acercamiento entre ambos que está medido con una prudencia exquisita. Nada más llegar a ese punto en que ambos, tras un leve impacto emocional que ella no puede discriminar claramente, se sorprenden al conocerse, me vino a la memoria Niebla en el pasado, de Mervyn Le Roy, una de mis películas favoritas, con la que la presente tiene no poca relación, película rodada solo cuatro años antes, lo que, inevitablemente, hubo de pesar en los redactores del guion.

         Que Orson Welles, escogido por la protagonista, fuera el coprotagonista es un acierto total. Si bien al comienzo, cuando el matrimonio es joven y él se despide para irse al frente, hay muy poca química entre ellos, cuando regresa viejo, lisiado, irreconocible y aparentemente padre de una criatura de siete años —el debut en las pantallas de Natalie Wood, quien exhibe unas maneras desenvueltas propias de la gran actriz que llegará a ser—, la compenetración será total. Estamos, quizá, ante una de sus grandes interpretaciones como autor, porque Welles no es solo uno de los grandísimos directores de la Historia del Cine, sino un consumado actor lleno de recursos que dotan a sus personajes de una dimensión extraordinaria, como sucede en esta película.

         No está claro, por lo dicho, en qué dirección se desarrolla la acción a partir de ese encuentro, porque se añade la complicación de la relación entre el hijo de ambos y su desconocido padre, por eso no insistiré en continuar con el desvelamiento del argumento, pero sí que puedo garantizar que está a la altura de otro gran melodrama que he revisitado recientemente: Jezabel, de William Wyler, del que no tardaré en hacer la crítica, y que le valió a Bette Davis su segundo Oscar.

         No podemos desvincular las imágenes de la música, como es preceptivo en el «melo»drama, y en esta ocasión la música de tan experimentado compositor para el medio como Max Stirner se alía con una formidable selección de planos muy cuidados tanto por la colación de la cámara como por el blanco y negro que potencia secuencias tan espectaculares como la del encuentro de los esposos en la entrada de la que fue su casa antes de que llegara el fatídico telegrama que cambia radicalmente la vida de la mujer; ¡y no digamos ya cuando el padre «devuelve» su hijo a la madre, abortando la huida de un menor!, o la entrevista de ambos, Welles sentado en el sillón, ella sentada a sus pies, que concentra una emoción que te inunda y te conmueve de un modo solo propio de los grandes genios del género, como Sirk y Ophüls.

         Quizá la película, como un todo, no llegue a la altura de las obras de esos dos genios, pero no queda lejos de ellos, ciertamente. En todo caso, siempre es un placer rescatar un autor olvidado y una película que merece el visionado de los aficionados al género y al cine en general.

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