Soberbia
interpretación de Orson Welles en un emotivo y potente melodrama.
Título original: Tomorrow Is Forever
Año: 1946
Duración: 105 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Irving Pichel
Guion:Lenore J. Coffee.
Historia: Gwen Bristow
Música: Max Steiner
Fotografía: Joseph A.
Valentine (B&W)
Reparto: Claudette Colbert; Orson
Welles; George Brent; Lucile Watson; Richard Long;
Natalie Wood; John Wengraf; Sonny
Howe; Michael Ward; Ian Wolfe.
Haber dirigido treinta y
seis películas, actuado en más de setenta y ser un absoluto desconocido para el
público son las cosas que tiene el cine, un arte que permite un amplísimo campo
de investigación a los aficionados y, sobre todo, a los cinéfilos y a los
estudiosos. Encontrarme anoche con este melodrama excelente me permite,
siquiera sea por una película —aunque aguarda en la recámara She, basado
en la novela de H. Rider Haggard, acaso la novela favorita de Jung y de Freud, cuya
crítica no quiero juntar con esta en un monográfico por su muy diferente
alcance cultural— dar a conocer a un creador a quien su inclusión en las listas
de «los diecinueve de Hollywood» por supuestas actividades antiestadounidenses,
privó acaso de una carrera más sólida y de mayor impacto en las audiencias.
La historia es bien sencilla: un recién
casado ha de ir a la Primera Guerra Mundial para cumplir con su deber, si bien
promete a su mujer que volverá. Cuando acaba la guerra, la mujer, que trabaja
en una empresa química como bibliotecaria, recibe un telegrama del ejército en
el que dan por muerto a su marido. Este, sin embargo, está en un hospital de
prisioneros de guerra en el que un médico de fuertes convicciones humanitarias quiere
recomponerle el rostro, desfigurado por las heridas de guerra, y parte del
cuerpo, aunque no evitará las lesiones de un brazo inutilizado y de una pierna
que lo deja cojo.
El hijo del dueño de la fábrica se
enamora de la mujer del soldado y, cuando sabe que ella se ha quedado embarazada,
le ofrece un refugio y, si algún día logra olvidar a su marido, casarse con él,
lo cual no tarda en suceder.
El marido exiliado ha construido una
vida con nombre austríaco y se ha convertido en tutor, a quien la niña, sin
embargo, llama «padre», de una niña cuyos padres, el doctor que le operó y su
mujer, han sido asesinados por los nazis. Emigran a Usamérica y, en vez de
quedarse en Nueva York, deciden ir a Baltimore, de donde él salió, veinte años
antes, para irse a la guerra, de la que vuelve ahora transformado, lisiado y
con el deseo controlado de reencontrarse con su antigua esposa, aunque
ignorante de que tuvo con ella un hijo que ahora se opone a sus padres porque
no le dejan alistarse en el ejército canadiense, como piloto, para participar
en la Segunda Guerra Mundial.
Que el marido perdido empiece a trabajar
en la fábrica del nuevo marido de su mujer da pie a que sea invitado para conocerla
a ella y a sus dos hijos. Y a partir de ahí, tras el encuentro entre ambos, veinte
años después, se inicia un proceso melodramático de acercamiento entre ambos
que está medido con una prudencia exquisita. Nada más llegar a ese punto en que
ambos, tras un leve impacto emocional que ella no puede discriminar claramente,
se sorprenden al conocerse, me vino a la memoria Niebla en el pasado, de Mervyn
Le Roy, una de mis películas favoritas, con la que la presente tiene no poca
relación, película rodada solo cuatro años antes, lo que, inevitablemente, hubo
de pesar en los redactores del guion.
Que Orson Welles, escogido por la
protagonista, fuera el coprotagonista es un acierto total. Si bien al comienzo,
cuando el matrimonio es joven y él se despide para irse al frente, hay muy poca
química entre ellos, cuando regresa viejo, lisiado, irreconocible y
aparentemente padre de una criatura de siete años —el debut en las pantallas de
Natalie Wood, quien exhibe unas maneras desenvueltas propias de la gran actriz
que llegará a ser—, la compenetración será total. Estamos, quizá, ante una de
sus grandes interpretaciones como autor, porque Welles no es solo uno de los
grandísimos directores de la Historia del Cine, sino un consumado actor lleno
de recursos que dotan a sus personajes de una dimensión extraordinaria, como
sucede en esta película.
No está claro, por lo dicho, en qué
dirección se desarrolla la acción a partir de ese encuentro, porque se añade la
complicación de la relación entre el hijo de ambos y su desconocido padre, por
eso no insistiré en continuar con el desvelamiento del argumento, pero sí que
puedo garantizar que está a la altura de otro gran melodrama que he revisitado
recientemente: Jezabel, de William Wyler, del que no tardaré en hacer la
crítica, y que le valió a Bette Davis su segundo Oscar.
No podemos desvincular las imágenes de
la música, como es preceptivo en el «melo»drama, y en esta ocasión la música de
tan experimentado compositor para el medio como Max Stirner se alía con una
formidable selección de planos muy cuidados tanto por la colación de la cámara
como por el blanco y negro que potencia secuencias tan espectaculares como la
del encuentro de los esposos en la entrada de la que fue su casa antes de que llegara
el fatídico telegrama que cambia radicalmente la vida de la mujer; ¡y no digamos
ya cuando el padre «devuelve» su hijo a la madre, abortando la huida de un
menor!, o la entrevista de ambos, Welles sentado en el sillón, ella sentada a sus
pies, que concentra una emoción que te inunda y te conmueve de un modo solo propio de
los grandes genios del género, como Sirk y Ophüls.
Quizá la película, como un todo, no
llegue a la altura de las obras de esos dos genios, pero no queda lejos de
ellos, ciertamente. En todo caso, siempre es un placer rescatar un autor
olvidado y una película que merece el visionado de los aficionados al género y
al cine en general.
No hay comentarios:
Publicar un comentario