Las escuelas conflictivas y los profesores redentores…
Título original: The Blackboard
Jungle
Año: 1955
Duración: 101 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Richard Brooks
Guion: Richard Brooks. Novela:
Evan Hunter
Música: Scott Bradley,
Charles Wolcott
Fotografía: Russell Harlan
(B&W)
Reparto: Glenn Ford; Sidney Poitier; Anne Francis; Vic Morrow; Louis
Calhern; Richard Kiley; Margaret Hayes, Paul Mazursky.
En mi adolescencia vi Rebelión
en las aulas, de James Clavell, pero en modo alguno marcó mi futuro destino
como profesor de Secundaria; por aquel entonces ni siquiera debía de conocer la
palabra sino…, y menos aún interesarme por él; pero me dejó impactado el gancho
en la boca del estómago con que Poitier redujo a su agresivo estudiante en el
gimnasio. Luego vinieron otras películas sobre profesores, Adiós, Mr. Chips,
de Sam Wood, entre ellas y, cuando ya era profesor, alguna tan irritante como El
club de los poetas muertos, de
Peter Weir, por ejemplo, o la fantástica Los mejores años de Miss Brodie, de
Ronald Neame. Incluso Sidney Lumet se metió en el subgénero y dirigió Perversión
en las aulas, pero ya en 1972, y recién vista y criticada.
Estamos, pues, ante
un subgénero de películas que tienen a los profesores como protagonistas, y en
él destacan obras maestras como Esta tierra es mía, de Jean Renoir, por
ejemplo, rodada con posterioridad a esta de Richard Brooks, y obras tan recientes
como desafiantes: La academia de las musas, de José Luis Guerín, un cine
con decidida vocación minoritaria, desde luego; Whiplash, de Damien
Chazelle, con métodos didácticos muy particulares…, y Una razón brillante,
de Yvan Attal, elocuente y entretenida, por referirme a las que yo he visto y
criticado en este Ojo.
La película de Brooks estuvo a punto de
prohibirla, la censura, en Inglaterra.
Los productores añadieron para otros países la «justificación» previa con la expresión
inequívoca de su confianza en el sistema educativo. En el capítulo de las
curiosidades, del anecdotario, cabe reseñar las apariciones de tres «jóvenes»,
luego personajes muy destacados: Sideny Poitier, en su ya sexta película, Vic
Morrow, debutante, y Paul Mazursky, en su segunda película. Y mayor aún la de
hacer pasar por teenagers a tres tiarrones de 28, 27 y 25, respectivamente, pero
eso cae ya del lado de nuestra credibilidad, sostenida en la verosimilitud de
los hechos narrados y las actuaciones de los tres «angelitos».
Pero si hay alguna curiosidad fundamental,
ella es que una secuela de esta película, Rebelión en las aulas,
catapultó a Poitier a la fama universal, sobre todo porque ese mismo año rodó
otros dos exitazos: En el calor de la noche, de Norman Jewison y Adivina
quién viene a cenar esta noche, de Stanley Kramer. Del mismo modo que en
esta de Brooks Sidney Poitier es el único alumno negro en el Instituto; en Rebelión
en las aulas es el único profesor negro y para una clase enteramente de
alumnos blancos.
Glenn Ford, a punto de su cuarentena, es
el profesor que, tras su dedicación militar, quiere buscarse la vida en esa
profesión. Llega a un instituto de barrio conflictivo en el que los talluditos
alumnos tienen más de delincuentes organizados que de jóvenes deseosos de
aprender lo que sea. Hubo muchas películas en los años 50 que se filmaron
expresamente para alertar a la sociedad del peligro de la delincuencia juvenil,
con o sin profesores de por medio, lo cual casi las convierte en «películas de
tesis» que no escamotean, sin embargo, las tensas situaciones a las que los
profesores han de enfrentarse para «domar» a un alumnado tan conflictivo. A
algunos espectadores de 2023 puede parecerles exagerado la aparición de una navaja
en una clase y su uso contra un profesor, pero compañera he tenido yo a quien
se la sacaron en un instituto en El Prat de Llobregat, sin ir más lejos. Años
después, en el Emperador Carles, de BCN, alumnos he tenido yo mismo que, con 14
años, confesaban ser chaperos, miembros de bandas violentas o alumnas que se
dedicaban a pintarse en clase (¡Pero si yo no te molesto, profe…!), o sea, que
cualquier exageración que se pretenda ver en la pantalla no se aleja del
realismo más estricto y objetivo.
El tormentoso paso del profesor por ese instituto en que algunos alumnos le hacen la vida imposible, llevándolo al punto de querer abandonar (Yeah, I've been beaten up, but I'm not beaten. I'm not beaten, and I'm not quittin’, dice Richard Dadier, el profesor, tras haber sufrido una agresión física en un callejón, tras tomar unas copas con otro profesor con quien hay una escena terrible en la película), algo que su mujer, embarazada, le pide insistentemente que haga, para buscar un sitio más tranquilo. El amor propio del profesor (¡ese pecado vanidoso que tanto puede sobre nosotros!) se arma de argumentos para buscar el «método» que le permita acercase a ellos, para que lo vean como una ayuda en su vida, no como una autoridad punitiva… Es decir, lo esencial de una carrera docente: desarrollar métodos efectivos `y persuasivos para atraer a los díscolos discentes al amor de la sabiduría. Para ello es bien cierto que el personaje despliega una estrategia psicológica, más que lectiva, lo que vendría a abonar el terreno, en nuestros días, de la tan traída y llevada «educación emocional», el mindfulness, el uso de la respiración como terapia, etc.
En la medida en que la delincuencia
juvenil que se describe en la película supone una violencia explícita, y Vic
Morrow hace un papelazo de joven rebelde y canalla que, por esas artes
psicológicas que ha desplegado el profesor Dadier, se va quedando sin apoyos de
sus compañeros, hasta que, finalmente, es «reducido» y sancionado, la tensión
dramática está presente de forma permanente, porque es a todo el claustro de
profesores al que afecta el tener ese tipo de alumnos, y la película también
describe los diferentes abordajes a la problemática de la educación en función
de la ingenuidad o el cinismo de sus componentes. De todos modos, la tajante
declaración del Director, de que en «su» escuela no hay ningún problema de
disciplina, hecha cuando el recién contratado profesor le pregunta al respecto,
nos muestra a la perfección una posición, más frecuente de lo que nos gustaría,
de las autoridades académicas que no quieren reconocer los verdaderos problemas
que se producen en el día a día de las escuelas y los alumnos, tal y como lo
leemos habitualmente en la prensa: abusos, suicidios, violencia física y
psicológica, violaciones…, un panorama que, como vemos en Semilla de maldad
ni son de ayer ni de hoy, sino, acaso, de siempre…, mutatis mutandis.
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