lunes, 17 de abril de 2023

«In the Soup» («En serios apuros»), de Alexandre Rockwell, el Do de pecho…

La película que eclipsó a Reservoir Dogs en Sundance: un homenaje a Godard y Cassavetes.

 

 

Título original: In the Soup

Año: 1992

Duración: 96 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Alexandre Rockwell

Guion: Alexandre Rockwell, Sollace Mitchell

Música: Mader

Fotografía: Phil Parmet

Reparto: Steve Buscemi; Seymour Cassel; Jennifer Beals;  Jim Jarmusch; Carol Kane; Elizabeth Bracco; Will Patton; Debi Mazar; Stanley Tucci; Sam Rockwell; Sully Boyar; Steven Randazzo; Francesco Messina; Rockets Redglare; Ruth Maleczech; Pat Moya; Jaime Sanchez; Paul Herman; Richard Boes; Keivyn McNeill Grayes; Michael J. Anderson; Anibal O. Lleras.

 

         Parece mentira que hayan traducido, para el título español, In the soup, como «En la sopa», así, literalmente, sin más… ¿Pereza, ignorancia, desidia o, y es mi opción, fracaso del sistema escolar? En fin, tras ese título que presagiaba un disparate, y en el que acabé entrando por la presencia de dos actorazos como Buscemi y Cassel, a pesar de la sobreactuación a la que siempre tiende este último, me encontré con una joya de muchísimos quilates, aunque el fundamento de la historia tenga, eso sí, algo de ese disparate que intuí. Ignoraba su existencia, lo cual, en el hiperproductivo mundo del séptimo arte casi está justificado, sobre todo por los cuasi monopolios de la distribución. De hecho, al menos en Filmin, su filmografía parece un territorio ignoto. He leído, en ausencia de poder ver algunas de sus películas, que en esta joya invirtió todo su caudal imaginativo, pero líbreme Méliès de dar por buenas las opiniones de desconocidos.

         Lo que sí es cierto es que esta joya «derrotó» a Reservoir Dogs, de Tarantino, en el festival de Sundance, aunque las carreras de ambos directores ya se sabe cuáles han sido… ¿Cuál es el atractivo de esta comedia agridulce y un punto gamberra que sedujo al jurado de Sundance? En primer lugar, una historia imaginativa, una realización en blanco y negro, deudora de Cassavetes, de Godard y del expresionismo germánico, unos actores magníficos y una puesta en escena de altísima categoría, porque la atmósfera de degradada que generan los espacios y que corre paralela a la condición de los protagonistas, un guionista y director arruinado y un mafioso de medio pelo que decide convertirse en su productor para usarlo como parte de su engranaje picaresco que le permite sobrevivir e incluso vivir bien, ante la incomprensión alucinada del aspirante a director que, en un arrebato propio de la supervivencia, pone en venta su «obra», su guion por 500 dólares con los que salir al paso de la presión de los propietarios de su miserable apartamento. Con ese pretexto, la compra del guion por parte del mafiosillo vividor, se inicia una relación compleja en la que el joven aspirante acabará participando incluso como miembro de la reducida banda de su supuesto «caballo blanco». Los ecos de la nouvelle vague —a ese respecto la secuencia del baile en la azotea no deja lugar a dudas— tan presentes, el cine con aristas del primer  Cassavetes, el de Sombras,  y el uso filoexpresionista de los innumerables primeros planos que tienen a Steve Buscemi, el más fotogénico de los actores imaginables como objeto  nos plantan ante una película narrada en primera persona, con voz en off por el protagonista, y que tiene esa extraña mezcla del cine y la delincuencia como materia narrativa.

         La película imposible que nunca comienza se complica con la relación del tímido protagonista con «the girl next door», la vecina, pared con pared, de quien no solo está enamorado, sino en quien piensa como protagonista de su película, quien vive, también, una suerte de infravida a la que tiene acceso el joven de un modo casi mágico, como se encarga de subrayar él mismo al pensar en la escena que está viviendo como una secuencia cinematográfica. Esas mezclas entre una realidad ciertamente sórdida —la mujer se casó para legalizar a un inmigrante francés, Gregoire, en un cameo extraordinario de Stanley Tucci, que, obtenido el permiso de residencia, desaparece sin pagarle los tres mil dólares negociados, por ejemplo— y la apelación a las posibilidades cinematográficas que el joven ve en cuanto le pasa acabará, finalmente, convenciéndole de que el «sublime» guion que él atesora como lo más valioso de su vida, no vale ni un ardite en comparación con todo lo que la experiencia vital en compañía del gánster de medio pelo le ha reportado, de tal manera que, al final, se le ocurre que en vez de rodar su guion, deberían rodar una historia basada en su relación, pero eso forma parte de una de las grandes secuencias de la película, el desenlace, y conviene ni saber de qué se trata, porque es absolutamente redondo.

         En la historia, aparte del cameo de Tucci, Podemos ver el de  Sam Rockwell —ningún parentesco entre ambos, director y actor…— y otro, tan gracioso como el de Tucci, a cargo de Jim Jarmusch, como director de un transgresor programa de televisión que parecerá en la trama cuando menos se espera que lo haga, con la consiguiente hilaridad. Sí, sí, la película es una comedia casi desmadrada, aunque todos los protagonistas las pasan canutas para sobrevivir. En medio de esa ruina social y personal, la aparición del gánster cariñoso, que parece necesitar adoptar al director como a un hijo, a quien no deja de requerirle mimos y besos, por ejemplo, lo transforma todo y permite, al protagonista, soñar con la realización de sus máximas aspiraciones. Lo sorprendente es que las esperpénticas situaciones que se suceden ante los ojos de los espectadores asumen una naturalidad, un realismo, que aceptamos como lo más normal del mundo. Es evidente que las actuaciones son tan magníficas que contribuyen lo suyo a naturalizar la disparatada historia que tiene momentos de profunda intensidad, como los bailes y la reflexión de Cassel en plena calle en una peculiar noche de fin de año.

         Lo del cine «indie» es etiqueta, sí, que acaso vale para un roto y para un descosido; pero In the Soup escapa a esa o a cualquier otra a través de la imaginación y la calidad de su realización, por el poderío de su concepción narrativa, y por la creación de unos planos y secuencias tan estudiados que permiten admitir el expresionismo onírico de la «pesadilla» del aspirante a director casi como si de una película neorrealista se tratara. ¡La magia del arte!

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