miércoles, 10 de mayo de 2023

«Barbarroja», de Akira Kurosawa, el neorrealismo estetizante japonés.

Un relato desgarrador del ejercicio compasivo de la medicina entre los pobres en un suburbio de la capital, «Edo» entonces, de Japón.

 

Título original: Akahige

Año: 1965

Duración: 178 min.

País: Japón

Dirección: Akira Kurosawa

Guion: Akira Kurosawa, Hideo Oguni, Ryuzo Kikushima, Masato Ide. Novela: Shugoro Yamamoto

Música: Masaru Satô

Fotografía: Asakazu Nakai, Takao Saito (B&W)

Reparto:  Toshirô Mifune; Yûzô Kayama; Yoshio Tsuchiya; Kyôko Kagawa; Tatsuyoshi Ehara; Reiko Dan; Kamatari Fujiwara; Akemi Negishi; Eijirô Tono; Takashi Shimura; Miyuki Kuwano; Tsutomu Yamazaki; Yoshitaka Zushi; Terumi Niki; Chishu Ryu; Haruko Sugimura; Kinuyo Tanaka; Eijirô Yanagi; Koji Mitsui.

 

         ¡Qué difícil es escribir sobre una película que te ha hecho llorar hasta hartarte, porque te ha conmovido las entretelas del alma de un modo que no te esperabas al comenzar a verla! Los primeros compases de la historia nos hablan de un joven médico recién licenciado, y con ciertas ínfulas de doctor «moderno», que es enviado a una clínica en un suburbio de la capital, Edo, luego Tokio. Allí es recibido por el doctor a quien va a sustituir, quien le pone en antecedentes de la institución, de su director, «Barbarroja» —en una soberbia interpretación de Toshirô Mifune—, de los pacientes, todos ellos pobres de solemnidad, y del resto de las personas encargadas de los servicios de limpieza, cocina, etc. Concluido el tour de presentación, el joven altivo, que sueña con dedicarse a una medicina para la gente con posibles que le asegure una buena posición, le comunica a su interlocutor que no está dispuesto a seguir en esa clínica ni un minuto más, pero no tarda en darse cuenta de que ha aceptado su nombramiento y que no le queda más remedio que hacerse cargo de su posición, algo que le corrobora el propio director, quien le dice que sus cosas llegarán de un momento a otro.

         Atrapado, pues, en el recinto médico, el joven continúa llevando sus ropas de calle y se niega a prestar sus servicios, holgando en su cuarto hasta que, finalmente, se den cuenta del «malentendido» y puedan dejarlo salir para aspirar a la posición profesional y social que cree merecer. Todo ello nos indica, por lo tanto que vamos a asistir a una suerte de «domesticación» del joven, a una especie de bildungsroman, o relato de formación, a través del cual irán deshaciéndose todas las resistencias que mantiene férreamente el joven que se considera víctima de un error o de un engaño. Andando la película veremos que el protagonista ha sido víctima de una «encerrona», podríamos llamarlo con propiedad, porque ha sido su padre, médico también, quien ha hecho lo posible y lo imposible para que su hijo fuese destinado a trabajar con Barbarroja. El destino, pues, a espaldas del protagonista, le escribe el guion de su vida; un guion contra el que se rebela de un modo tan pertinaz, tan empecinado, que diríase que nadie va a moverlo de su convicción.

         En ese momento es cuando entran en acción las diversas y complejas historias de los pacientes a cuyo contacto el joven licenciado va a darse cuenta de que no solo no lo sabe todo, sino, sobre todo, de lo mucho que aún le queda por aprender. Y ahí entra en escena Barbarroja, un médico gruñón, atrabiliario y de inmenso corazón hospitalario, quien, con asombrosa mano izquierda, va a ir mostrándole al recién llegado sus limitaciones y sus posibilidades. No tarda en entrar en contacto con una paciente trastornada que ha matado a varios amantes valiéndose de una aguja del pelo, y ahora que escribo sobre ello, no me extrañaría que Almodóvar hubiera tomado de ese personaje su idea para la asesina de su película Matador. La dama aparece en su habitación y ambos, sentados a cierta distancia, componen lo que será la tónica de la película: un cuadro escénica de una belleza arrebatadora, con una iluminación y un juego de volúmenes en el plano que irá evolucionando hacia un acercamiento mediante la confesión que ella hace de los padecimientos que ha sufrido a lo largo de su vida, un abuso sexual de diferentes hombres en diferentes etapas de su vida que logran suscitar la compasión del doctor hasta derribar sus defensas y dejarlo a merced de la mujer trastornada, quien, mediante una sutil estratagema de envolvimiento de su víctima, como si se tratara de la Mantis, el apodo que recibe la enferma, lo va maniatando para dejarlo inerme ante la amenaza de la aguja asesina que no tarda en aparecer en su mano y contra la que le es casi imposible al joven doctor luchar para defenderse.  Hay en esos movimientos una coreografía de la seducción asesina que roza la indescriptibilidad y que, como en muchas otras secuencias de la película, compone cuadros tan bellos que contrastan necesariamente con la pobreza de los residentes en la clínica. Se ha de reconocer que el trabajo de los cinematografistas Takao Saito y Asakazu Nakai, habituales de las películas de Kurosawa y responsables de ese sello de calidad visual que tienen todas las películas de Kurosawa. En este caso de la Mantis, además, las diferentes posiciones de los personajes en su coreografía permiten primeros planos de una intensidad solo propia de quien bucea en la intimidad de sus personajes hasta la frontera del contacto con el otro y el posible peligro que acecha al joven ingenuo y sentimental.

Salvado in extremis por Barbarroja, el joven comienza, a partir de ese momento, a percatarse de sus muchas limitaciones;  inicia, pues, un largo camino de aprendizaje en el que, tras cada nuevo episodio, se dejará conducir por la sabiduría ancestral de quien batalla día tras día contra las enfermedades y las limitaciones materiales, lo que le arranca una airada protesta contra las autoridades que desatienden un servicio de salud tan básico para la población sin posibles. La película se estructura en torno a diferentes casos en los que el joven doctor acaba involucrándose para descubrir el largo y difícil camino hacia la sanación de almas y cuerpos torturados, porque la miseria afecta a ambos por igual, cuerpo y mente.

 La historia de un interno que está a punto de fallecer, y es trasladado a su casa para morir en ella, supone una suerte de película dentro de la película que arranca con un terremoto que está a punto de arrasar su cabaña y que ha desenterrado un esqueleto cuya presencia en las inmediaciones de la casa requieren una explicación que él le quiere dar a todos sus compañeros de clínica, porque se la debe. Comienza entonces una historia de amor que te deja el corazón hecho trizas y seco el lagrimal. Es, sin duda alguna, una de las más hermosas historias de amor jamás rodadas, un encuentro, un desencuentro, a causa de otro terremoto, y un reencuentro final breve, pero de enorme intensidad. Todo ello recreado a través de un flashback que no escatima unas tomas llenas de romanticismo, misterio y emoción.

De igual manera, la historia de una joven que Barbarroja rescata del burdel cercano a la clínica, contra la despiadada voluntad de la dueña, quien la está azotando en una estancia próxima a donde el doctor pasa la consulta, se convierte en una suerte de versión de La fierecilla domada, llevada a cabo por el joven a quien Barbarroja encarga de cuidarla y que lo desespera tanto que está a punto de dejarlo todo, darse por vencido y marcharse con viento fresco. Ese es el momento en que la historia da un vuelvo y el compasivo doctor se nos revela, cuando los sicarios de la madama quieren impedir que se lleve a la chica maltratada, en un experto dominador de las artes marciales que rompe extremidades como quien silba…

Una oportuna lección in situ consigue abrirle nuevos caminos de tratamiento al joven desesperado, y advierte que la paciencia, la compasión y el afecto son motores indispensables para el tratamiento de muchos pacientes tan rebeldes como la niña a quien la madama quería explotar, dada la cotización desmesurada de la virginidad para algunos clientes de los burdeles, como vimos, por ejemplo, en La pequeña, de Louis Malle. La relación posterior entre esta joven y un niño que roba en la clínica para dar de comer a sus hermanos y a sus padres, confesión que sus perseguidores escuchan entre sollozos parapetados tras unas sábanas tendidas, forma parte de esos momentos del cine que, como sucede en Mouchette, de Bresson, te desgarran el corazón y te dejan seco el lagrimal… Cuando el niño, después de que ella le haya garantizado que le recogerá as sobras todos los días, le empieza a decir que no las quiere, que mañana parten de viaje a un sitio maravilloso donde nunca volverán a pasar hambre, un sitio donde ni siquiera hace frío, se le mete al espectador tan sombrío presentimiento en el alma que comienza a protestar para que ese suicidio colectivo no se lleve a cabo…

Para cuando todo eso ocurre, el altivo aspirante a doctor en ejercicio ha cambiado sus lujosas ropas por el discreto uniforme de los médicos de la clínica, algo que es celebrado entre sus compañeros sin alardes ni aspavientos, pero con profunda emoción. Poco a poco se va convirtiendo en la mano derecha de Barbarroja y este, una vez lo ha «reconvertido» no solo le anuncia su próximo destino en el shogunato, al servicio de los poderosos, sino su próximo enlace matrimonial, una vez deshecho el anterior al serle infiel su prometida. En justo cierre circular del relato, el protagonista se niega, ahora, a abandonar el sitio en el que de ninguna de las maneras estaba dispuesto a permanecer.

No solo es una historia de redención, a través de la compasión y del amor al prójimo, sino también de crudo realismo  que no le pierde la cara a la pobreza y las necesidades, esas que tienen cara de hereje, según el clásico.


P.S. Es para no creerlo, pero esta película supuso la quiebra de la relación artística, ¡hasta entonces tan fructífera!, entre Mifune y Kurosawa. Un efecto colateral excesivo, dada la inmensa calidad de esta película que nadie puede dejar de ver.

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