Un relato desgarrador del ejercicio compasivo de la medicina entre los pobres en un suburbio de la capital, «Edo» entonces, de Japón.
Título original: Akahige
Año: 1965
Duración: 178 min.
País: Japón
Dirección: Akira Kurosawa
Guion: Akira Kurosawa, Hideo
Oguni, Ryuzo Kikushima, Masato Ide. Novela: Shugoro Yamamoto
Música: Masaru Satô
Fotografía: Asakazu Nakai,
Takao Saito (B&W)
Reparto: Toshirô Mifune; Yûzô Kayama; Yoshio Tsuchiya;
Kyôko Kagawa; Tatsuyoshi Ehara; Reiko Dan; Kamatari Fujiwara; Akemi Negishi; Eijirô
Tono; Takashi Shimura; Miyuki Kuwano; Tsutomu Yamazaki; Yoshitaka Zushi; Terumi
Niki; Chishu Ryu; Haruko Sugimura; Kinuyo Tanaka; Eijirô Yanagi; Koji Mitsui.
¡Qué difícil es
escribir sobre una película que te ha hecho llorar hasta hartarte, porque te ha
conmovido las entretelas del alma de un modo que no te esperabas al comenzar a
verla! Los primeros compases de la historia nos hablan de un joven médico recién
licenciado, y con ciertas ínfulas de doctor «moderno», que es enviado a una clínica
en un suburbio de la capital, Edo, luego Tokio. Allí es recibido por el doctor
a quien va a sustituir, quien le pone en antecedentes de la institución, de su director,
«Barbarroja» —en una soberbia interpretación de Toshirô Mifune—, de los
pacientes, todos ellos pobres de solemnidad, y del resto de las personas
encargadas de los servicios de limpieza, cocina, etc. Concluido el tour de
presentación, el joven altivo, que sueña con dedicarse a una medicina para la
gente con posibles que le asegure una buena posición, le comunica a su
interlocutor que no está dispuesto a seguir en esa clínica ni un minuto más,
pero no tarda en darse cuenta de que ha aceptado su nombramiento y que no le
queda más remedio que hacerse cargo de su posición, algo que le corrobora el
propio director, quien le dice que sus cosas llegarán de un momento a otro.
Atrapado, pues,
en el recinto médico, el joven continúa llevando sus ropas de calle y se niega
a prestar sus servicios, holgando en su cuarto hasta que, finalmente, se den
cuenta del «malentendido» y puedan dejarlo salir para aspirar a la posición profesional
y social que cree merecer. Todo ello nos indica, por lo tanto que vamos a asistir
a una suerte de «domesticación» del joven, a una especie de bildungsroman,
o relato de formación, a través del cual irán deshaciéndose todas las
resistencias que mantiene férreamente el joven que se considera víctima de un
error o de un engaño. Andando la película veremos que el protagonista ha sido
víctima de una «encerrona», podríamos llamarlo con propiedad, porque ha sido su
padre, médico también, quien ha hecho lo posible y lo imposible para que su
hijo fuese destinado a trabajar con Barbarroja. El destino, pues, a espaldas del
protagonista, le escribe el guion de su vida; un guion contra el que se rebela
de un modo tan pertinaz, tan empecinado, que diríase que nadie va a moverlo de
su convicción.
En ese momento
es cuando entran en acción las diversas y complejas historias de los pacientes a
cuyo contacto el joven licenciado va a darse cuenta de que no solo no lo sabe
todo, sino, sobre todo, de lo mucho que aún le queda por aprender. Y ahí entra en
escena Barbarroja, un médico gruñón, atrabiliario y de inmenso corazón hospitalario,
quien, con asombrosa mano izquierda, va a ir mostrándole al recién llegado sus
limitaciones y sus posibilidades. No tarda en entrar en contacto con una paciente
trastornada que ha matado a varios amantes valiéndose de una aguja del pelo, y
ahora que escribo sobre ello, no me extrañaría que Almodóvar hubiera tomado de
ese personaje su idea para la asesina de su película Matador. La dama
aparece en su habitación y ambos, sentados a cierta distancia, componen lo que
será la tónica de la película: un cuadro escénica de una belleza arrebatadora,
con una iluminación y un juego de volúmenes en el plano que irá evolucionando
hacia un acercamiento mediante la confesión que ella hace de los padecimientos
que ha sufrido a lo largo de su vida, un abuso sexual de diferentes hombres en diferentes
etapas de su vida que logran suscitar la compasión del doctor hasta derribar
sus defensas y dejarlo a merced de la mujer trastornada, quien, mediante una
sutil estratagema de envolvimiento de su víctima, como si se tratara de la
Mantis, el apodo que recibe la enferma, lo va maniatando para dejarlo inerme
ante la amenaza de la aguja asesina que no tarda en aparecer en su mano y
contra la que le es casi imposible al joven doctor luchar para defenderse. Hay en esos movimientos una coreografía de la
seducción asesina que roza la indescriptibilidad y que, como en muchas otras secuencias
de la película, compone cuadros tan bellos que contrastan necesariamente con la
pobreza de los residentes en la clínica. Se ha de reconocer que el trabajo de los
cinematografistas Takao Saito y Asakazu Nakai, habituales de las películas de
Kurosawa y responsables de ese sello de calidad visual que tienen todas las películas
de Kurosawa. En este caso de la Mantis, además, las diferentes posiciones de
los personajes en su coreografía permiten primeros planos de una intensidad
solo propia de quien bucea en la intimidad de sus personajes hasta la frontera del
contacto con el otro y el posible peligro que acecha al joven ingenuo y
sentimental.
Salvado in extremis por Barbarroja,
el joven comienza, a partir de ese momento, a percatarse de sus muchas
limitaciones; inicia, pues, un largo
camino de aprendizaje en el que, tras cada nuevo episodio, se dejará conducir
por la sabiduría ancestral de quien batalla día tras día contra las enfermedades
y las limitaciones materiales, lo que le arranca una airada protesta contra las
autoridades que desatienden un servicio de salud tan básico para la población
sin posibles. La película se estructura en torno a diferentes casos en los que
el joven doctor acaba involucrándose para descubrir el largo y difícil camino
hacia la sanación de almas y cuerpos torturados, porque la miseria afecta a ambos
por igual, cuerpo y mente.
La
historia de un interno que está a punto de fallecer, y es trasladado a su casa
para morir en ella, supone una suerte de película dentro de la película que
arranca con un terremoto que está a punto de arrasar su cabaña y que ha desenterrado
un esqueleto cuya presencia en las inmediaciones de la casa requieren una
explicación que él le quiere dar a todos sus compañeros de clínica, porque se
la debe. Comienza entonces una historia de amor que te deja el corazón hecho
trizas y seco el lagrimal. Es, sin duda alguna, una de las más hermosas
historias de amor jamás rodadas, un encuentro, un desencuentro, a causa de otro
terremoto, y un reencuentro final breve, pero de enorme intensidad. Todo ello
recreado a través de un flashback que no escatima unas tomas llenas de
romanticismo, misterio y emoción.
De igual manera, la historia de una joven
que Barbarroja rescata del burdel cercano a la clínica, contra la despiadada
voluntad de la dueña, quien la está azotando en una estancia próxima a donde el
doctor pasa la consulta, se convierte en una suerte de versión de La
fierecilla domada, llevada a cabo por el joven a quien Barbarroja encarga
de cuidarla y que lo desespera tanto que está a punto de dejarlo todo, darse
por vencido y marcharse con viento fresco. Ese es el momento en que la historia
da un vuelvo y el compasivo doctor se nos revela, cuando los sicarios de la madama
quieren impedir que se lleve a la chica maltratada, en un experto dominador de
las artes marciales que rompe extremidades como quien silba…
Una oportuna lección in situ
consigue abrirle nuevos caminos de tratamiento al joven desesperado, y advierte
que la paciencia, la compasión y el afecto son motores indispensables para el
tratamiento de muchos pacientes tan rebeldes como la niña a quien la madama quería
explotar, dada la cotización desmesurada de la virginidad para algunos clientes
de los burdeles, como vimos, por ejemplo, en La pequeña, de Louis Malle.
La relación posterior entre esta joven y un niño que roba en la clínica para
dar de comer a sus hermanos y a sus padres, confesión que sus perseguidores
escuchan entre sollozos parapetados tras unas sábanas tendidas, forma parte de
esos momentos del cine que, como sucede en Mouchette, de Bresson, te
desgarran el corazón y te dejan seco el lagrimal… Cuando el niño, después de
que ella le haya garantizado que le recogerá as sobras todos los días, le empieza
a decir que no las quiere, que mañana parten de viaje a un sitio maravilloso
donde nunca volverán a pasar hambre, un sitio donde ni siquiera hace frío, se
le mete al espectador tan sombrío presentimiento en el alma que comienza a protestar
para que ese suicidio colectivo no se lleve a cabo…
Para cuando todo eso ocurre, el altivo
aspirante a doctor en ejercicio ha cambiado sus lujosas ropas por el discreto
uniforme de los médicos de la clínica, algo que es celebrado entre sus compañeros
sin alardes ni aspavientos, pero con profunda emoción. Poco a poco se va convirtiendo
en la mano derecha de Barbarroja y este, una vez lo ha «reconvertido» no solo
le anuncia su próximo destino en el shogunato, al servicio de los poderosos,
sino su próximo enlace matrimonial, una vez deshecho el anterior al serle
infiel su prometida. En justo cierre circular del relato, el protagonista se
niega, ahora, a abandonar el sitio en el que de ninguna de las maneras estaba
dispuesto a permanecer.
No solo es una historia de redención, a través de la compasión y del amor al prójimo, sino también de crudo realismo que no le pierde la cara a la pobreza y las necesidades, esas que tienen cara de hereje, según el clásico.
P.S. Es para no creerlo, pero esta película supuso la quiebra de la relación artística, ¡hasta entonces tan fructífera!, entre Mifune y Kurosawa. Un efecto colateral excesivo, dada la inmensa calidad de esta película que nadie puede dejar de ver.
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