martes, 2 de mayo de 2023

«Los joyeros del claro de luna», de Roger Vadim en la España del 57.

Una rareza rodada en Mijas, Cuevas de Almanzora, el Caminito del Rey y otros: El amor fou sin desmayo… y «la Bardot».

 

Título original: Les Bijoutiers du clair de luneaka

Año: 1958

Duración: 95 min.

País:  Francia

Dirección: Roger Vadim

Guion: Roger Vadim, Jacques Rémy. Novela: Albert Vidalie

Música: Georges Auric

Fotografía: Armand Thirard

Reparto: Brigitte Bardot; Stephen Boyd; Alida Valli; José Nieto; Fernando Rey; Maruchi Fresno; José María Tasso.

 

         Olvidémonos de verosimilitudes, originalidades, congruencias e incluso del sentido común sobre esta película de enigmático título no explicado en ella, Los joyeros del claro de luna, que vendría a significar «ladrones con nocturnidad» o, según el título provisional que se barajó durante el rodaje, Los fugitivos del claro de la luz, porque, en efecto, la historia gira en torno a la huida de dos amantes que no lo son aunque una lo desee profundamente y el otro dude si atreverse o no, en un martirio antológico, encarnado por Stephen Boyd, quien saltó de este papel de vengador del honor familiar en un pueblecito español, matando al aristócrata rijoso, al papel que lo hizo célebre en el mundo, Mesala, en Ben-Hur, de William Wyler.

         Olvidemos todo eso, sugiero, y vayamos a lo sustancial: un rodaje con la mítica sex symbol del séptimo arte en aquellos tiempos, Brigitte Bardot, hecho en España, en Málaga y Almería, en localidades como Mijas, Alhaurín el Grande, Álora, Cártama, El Chorro y el Desfiladero de los Gaitanes (actual Caminito del Rey) y, muy especialmente, las casas cueva de San Juan de los Terreros en Pulpí, Almería, hoy desaparecidas, y que compiten con ventaja con la que sirvió  de escenario para la infancia del protagonista de  Dolor y gloria, de Almodóvar. Añadamos el color, el cinemascope y un buen ramillete de planos panorámicos de unos paisajes que, como dice un crítico popular de IMDB, compiten en belleza con la propia de BB. Una fotografía archiespléndida de Armand Thirard completa una creación artística notabilísima, porque el esmero, la originalidad con que Vadim escoge los ángulos más insospechados para seguir las peripecias de sus personajes, amén del juego ocultamiento y desnudez que envuelve a la protagonista, confiere a la película un valor propio que está bastante más allá de su pobre anécdota narrativa, aunque he leído que se trata de una floja adaptación a España de una aventura específicamente francesa.

         España, la Andalucía del 58 que aparece ante la cámara de Vadim diríase que es, mutatis mutandis, la propia de las estampas que legaron a Europa los primeros viajeros románticos ingleses. Desde este punto de vista, la colección de tópicos, desde los aristócratas depredadores sexuales hasta la fiesta de los toros, pasando por la colección antropológica de los rostros atávicos de los lugareños, que parecen extraídos de un cuadro de Solana, ciertamente, o de las pinturas del también muralista famoso Vela Zanetti, revelan la existencia de un país muy atrasado, aún en franco subdesarrollo al que un rodaje así parecía venirle de perlas para abrirse a Europa, aunque lo rodado y visto por las autoridades llevo a impedir que la película se viera en España, por supuesto.

Hay una clara deriva «documental» en la película que no deja de manifestarse en los planos de los hermosos pueblos blancos del sur como en los paisajes desérticos o en los interiores habitados por una luz extraordinaria de las cuevas antes citadas. En todos esos escenarios, Brigitte Bardot, secundada por Stephen Boyd, se nos aparece como un centro de fulgor y deseo que seduce al protagonista con una fuerza operística que cuando los dos huyen y se internan en el desierto, nos parece estar asistiendo al último acto de Manon Lescaut, de Puccini, tal y como suena.

La historia no puede ser más tópica. Un joven mecánico de barcos vuelve a su pueblo y acusa a un aristócrata de haber seducido y empujado al suicidio a su hermana. Lucha con él, lo mata, y abandona el lugar en compañía de la joven novicia que, salida del convento, va a vivir a casa de sus tíos en España, y a quien su propio tío le ha tirado algo más que los tejos. La tía, interpretada por una sobria y lasciva Alida Valli, que ha clavado sus ojos en Lamberto, el apuesto joven, se sentirá herida cuando, seducida por él, sepa que buscaba en ella una coartada, no un compromiso amoroso. Detenido de nuevo, acusado del crimen del conde, vuelve a escapar y otra vez se suma a él la sobrina, quien lo aleja del lugar en su Ford rojo Fairlane, que cruza los caminos desde tomas panorámicas como una fresa ambulante por los áridos desiertos del sur. Finalmente, cambian el coche por un burro y un cerdo y se alejan hacia las zonas desérticas. La pasión de la protagonista por su burro y su cerdo forman parte, insólita, de la propia vida de la actriz, porque dicen que solía tenerlo con ella en la habitación el hotel y se lo llevó de vuelta a Francia. El enfrentamiento entre Lamberto y ella cuando él quiere sacrificar al lechón para poder comer no es una escena baladí, sino algo que ella interpreta desde muy adentro de sus convicciones, que luego acabaron dando sentido a su vida como acérrima defensora ecologista, uno de cuyos mayores triunfos fue concienciar al mundo sobre la inmisericorde muerte de las focas apaleadas para no dañar su preciada piel.

La película es visualmente muy golosa, y, más allá de los tópicos, muy agradable de ver. La secuencia junto al molino, muy poco antes de mezclarse los protagonistas con el pueblo en un mercado de animales en el que compran el burro, es extraordinaria, como la de la garganta por donde huyen de la Guardia Civil, un escenario espectacular. El amor contrariado de Florentine, la tía de la protagonista es un motor trágico de la acción que llevará a un fatal desenlace muy conseguido, pero sobre cuál sea, mejor el espectador se lanza a verla y lo ve por sí mismo. A mí me cabe subrayar lo muchísimo que he disfrutado con tantísimas secuencias en que la vida de aquella España se nos ofrece con una verdad inconfundible, de puro peculiar y mísera, no muy distinta de la que yo conocí, sobre esas fechas, en un pequeño pueblo de Extremadura.

Solo con esos ojos curiosos de quien recibe imágenes impactantes del pasado de su propio país, ahora que muchos de esos paisajes urbanos e incluso geográficos han sido radicalmente modificados (como  es el caso de  Las Algas, donde vive la protagonista, una desaparecida casa a pie de playa, en la ahora turística zona de La Carihuela. La vivienda era contigua al club Montemar-El remo, cuya piscina la actriz frecuentó durante su estancia) la película admite un visionado que, a pesar de los cambios de lengua, de los acentos tan extraños de los personajes, del doblaje en español de Fernando Rey, por ejemplo, etc., no deja de seguirse con interés, dada la impecable realización de Roger Vadim, en esta ocasión, muy alejado de los preceptos de la Nouvelle vague, pero no del gusto por el encuadre suntuoso y fotográficamente muy eficaz.

¡Que la disfruten!

 

P.S. A título anecdótico, cabe reseñar que un cartel de Los joyeros del claro de luna aparece en la película Shadows («Sombras») de John Casavettes.

 

 

 

 

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