Un pacífico pistolero intimidante desvela la podre social de una localidad.
Título original: No Name on the Bullet
Año: 1959
Duración: 77 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Jack Arnold
Guion: Gene L. Coon. Historia: Howard Amacker
Música: Herman Stein, Irving
Gertz
Fotografía: Harold Lipstein
Reparto: Audie Murphy; Joan Evans; Charles Drake; Virginia Grey; Warren
Stevens; Simon Scott; G. Armstrong; Willis Bouchey; Karl Swenson; Jerry Paris; John
Alderson; Whit Bissell; Russ Bender; Charles Watts; Sam Savitsky; Guy Wilkerson;
Herman Hack; Jack Perrin; Bob Steele; William Mims; Jess Kirkpatrick; Al
Haskell.
Extraña película del «mago» de las
películas tremendistas de serie B Jack Arnold, perteneciente al género del western
y producida en esa misma división, pero, a diferencia de lo que ocurre con sus
grandes obras, que traspasaron enseguida esa frontera para devenir películas admiradas
mundialmente, Una bala sin nombre se ha
mantenido en un discreto segundo plano que en modo alguno merece, porque el
planteamiento, la trama y las actuaciones de la película dan de sí para que
esta miniatura de producción tuviera un éxito como el conseguido por sus
clásicos. El western es género agotador, y se han rodado miles de ellos
de toda clase y condición, pero la original historia que se narra en este por
fuerza debería de haber captado la atención no solo del gran público, sino de
los muy aficionados y cinéfilos en general. Sí, es cierto que no hay nombres de
renombre y que el hecho de que se trate más de una película psicológica que de
una de «acción», con sus ensaladas de tiros y sus luchas «saloonescas», ha
podido impedir ese éxito popular, pero ya es tiempo de que se repare el error
de apreciación y se mire con otros ojos a esta película que atrapa desde el
comienzo y no deja de mantener el interés a lo largo de un rodaje muy ajustado,
porque la historia da de sí lo que da, y Arnold no se anda por las ramas ni es
amante del «relleno».
La llegada de
un pistolero cuya fama se extiende por todos los estados y cuya presencia
física parece desmentir su sanguinario oficio, alterará la vida de toda una
ciudad, Lordsburg, cuando se extienda por la localidad la noticia de su
llegada. Su solo nombre John Gant obra el milagro de infundir el terror en los
habitantes de la ciudad, miedo que, en
algunos de los prebostes de la ciudad, se convertirá en pánico. Sobre todo
porque nadie sabe quién será su objetivo, a quién busca. Lo único que saben de
coro es que Gant jamás ha sido el primero en desenfundar, lo que le ha valido
una completa impunidad al obrar en defensa propia. La situación, por lo tanto,
lo tiene todo de tensión psicológica por parte de quienes, por su oscuro
pasado, creen que viene por ellos, lo que incluso precipitará a alguno, como el
director del banco, al suicidio, antes de que se precipite su «caza» por parte
del banquero.
El pistolero
acaba anudando cierta elegante amistad con el doctor y veterinario forzoso de
la localidad, pues ambos hombres se comportan con exquisitos modales y son
amigos de la conversación inteligente entre quienes saben no poco sobre la
psicología humana. La afición de ambos al ajedrez, por ejemplo, permite componer
una visión e ambos, jugando en un porche, que parece desmentir el objetivo
criminal del pistolero.
Lo fundamental
en el desarrollo de la historia son, en consecuencia, las alteraciones que
sufren en sus conductas aquellos que se consideran potenciales víctimas del
pistolero. Incluso varios de ellos logran formar una turba dispuesta a matar al
sanguinario pistolero, pero, en una escena magistral, el asesino con cara de
ángel y modales de gentleman los detiene de un modo espectacular. Solo
frente a la turba les hace reflexionar un momento, diciéndoles, con sus
habituales modales sin alteración en la voz ni en sus gestos, que, antes de
caer liquidado, habrá conseguido matar…, y entonces señala una por una, por sus
nombres, las víctimas escogidas en la primera fila de los asaltantes, los instigadores
que se amparan en la masa para deshacerse de la amenaza que aún no saben a
quién persigue. Ahí es cuando los agitadores se tientan las ropas y se
preguntan qué sentido tiene acabar con él si él acabará con ellos, y lo que no
pueden dudar es de que su legendaria rapidez y puntería falle en un momento tan
comprometido. Deshecha la turba como un azucarillo en el café, vuelve la
lentitud de la vida cotidiana, los paseos parsimoniosos y las conversaciones
educadas e incluso confianzudas con la prometida del doctor, a quien no le
gusta nada de nada que ella, que es, además, la hija del juez, tenga relación
con alguien de tan baja catadura moral, porque, a su manera, el médico encarna
la figura del pacifista que se ampara en la ley para la preservación del orden
y los derechos de cada cual.
Así, se van
estrechando las posibilidades de los candidatos naturales a ser eliminados por
el pistolero sin escrúpulos y sobrado de profesionalidad. Él es, es cierto, una
pistola que se vende al mejor postor, pero el desenlace también nos mostrará
una implicación que va más allá de lo profesional para recalar en la intimidad
del personaje.
El protagonista absoluto de la película es Audie Murphy, el soldado más condecorado del Ejército en la Segunda Guerra Mundial, y solo por ello un actor muy famoso y notable reclamo para el público. Aquí se ha de reconocer que el director podría haber tenido la tentación de usar un clásico «malo» reconocido como tal a primera vista, pongamos Jack Palance, por ejemplo; pero el contraste entre la mirada dulce, pero fría, del personaje, sus maneras corteses y su habla suave y delicada contribuye a crear un contraste que le da una mayor densidad psicológica.
En fin, no sé
si es mejor que Sangre en el rancho, de él mismo, pero no cabe duda de que
los westerns de Arnold tienen una dimensión social y psicológica que los
hace elevarse mucho por encima de la media.
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