domingo, 15 de octubre de 2023

«Cerrar los ojos», de Vícor Erice, EL CINE.

 


 Emocionante captura cinematográfica de la emoción en carne viva y fotograma a tumba abierta y viva del paso del tiempo: la esencia de la vida en la luz y en la imaginación.

 

Título original: Cerrar los ojos

Año: 2023

Duración: 169 min.

País:  España

Dirección: Víctor Erice

Guion: Víctor Erice, Michel Gaztambide

Música: Federico Jusid

Fotografía: Valentín Álvarez

Reparto: Manolo Solo; José Coronado; Ana Torrent; Soledad Villamil; Helena Miquel;

Mario Pardo; Josep Maria Pou; María León; Petra Martínez; Juan Margallo; Dani Téllez;

Antonio Dechent; Venecia Franco; Rocío Molina.

 

AVISO: Quien no haya visto la película, aparte sus ojos de esta crítica, porque la he escrito solo para quienes hayan disfrutado de esta obra maestra. Mis disculpas.

 

          Aunque a Boyero siempre lo leo en cuarentena, me chocó su «insensibilidad» ante la última película de Erice. Como un acontecimiento artístico tan esperado, ¡han pasado 31 años desde El sol del membrillo, otra muestra de su genialidad!, está claro que el estreno de la película de Erice me llevaba al cine en cuanto se estrenara. Y ha sido de tal naturaleza el cúmulo de emociones que se han ido apoderando de mí a medida que veía en una sola película toda su carrera cinematográfica, que he acabado muy profundamente afectado, compungido, lloroso, agradecido y aplaudiendo, aunque en una sala demasiado vacía para la magnitud de la obra de arte que nos ha regalado, ¡de nuevo!, Víctor Erice, acaso el director español más importante, ahora ya de dos siglos, el xx y el XXI.

Que Erice es un caso singular en nuestra historia cinematográfica, está fuera de duda. Que su vivencia del cine va mucho más allá de cualquier historia concreta, también, porque, y luego volveré sobre ello, el propio arte cinematográfico es un elemento importantísimo en esta película llena de homenajes al arte al que ha dedicado su vida. Cuando leí un sucinto resumen del argumento, he de reconocer que fruncí el ceño y me dije que eso de la búsqueda del desaparecido, del protagonista director de cine, de la aparición de los ojos de Ana Torrente, etc., me daban mala espina, no sé, me parecía un planteamiento demasiado tópico, y del que iba a ser difícil «sacar» una buena película.

Después de ver la película, solo puedo decir que Víctor Erice ha conseguido revivir el mismísimo milagro de Ordet, de Dreyer, en la pantalla, y de ahí mi catarsis, hermana gemela de la que sufrí tras asistir a la proyección de Ordet. La película se abre con una luz, una fotografía y una atmósfera oriental que capta ya al espectador para el resto de la película y que, mediante las interpretaciones magistrales de Pou y Coronado, lo persuade de que va a ver algo extraordinario. Qué duda cabe de que en esas secuencias achinadas late lo que podría haber sido El embrujo de Shangái, de Marsé, dirigida por él.

En cuanto entramos en la declaración de Garay, el director y, en buena parte, sosias del autor, en el programa de televisión sobre desaparecidos, cuyo morbo populachero desaparece por obra y arte de la realización, de la contenida periodista y de la magnificencia de una interpretación tan magistral como la de Manolo Solo, tan acostumbrado a «levantar» cualquier película en la que aparezca, y no son pocas, como en Tiempo después, la secuela de una de las grandes películas españolas de todos los tiempos, Amanece, que no es poco, de Cuerda; en cuanto vemos todo eso nos damos cuenta de que la búsqueda de la persona amada es una quest tradicional en la que a todos cuantos rodearon al gran actor desaparecido les va la vida, o gran parte de ella: al director y a la hija de un padre ausente, sobre todo. Una entrevista tras la que Garay se deshace de una gabardina con alto valor simbólico, porque es la misma que lleva el desaparecido actor, Julio Arenas en las secuencias que rodaron antes de su desaparición.

Claro que el fracaso, algo tan relativo como digno, impregna todos y cada uno de los pasos de Garay, y ahí está esa existencia “a lo Nomadland” de Zhao, y a la de tantos westerns como el que se evoca en la velada bajo las estrellas: My rifle, my pony and me…, de Río Bravo, de Hawks, director de Río Rojo, la última película que se proyecta, por cierto, en La última película, de Bogdanovich, otra existencia consagrada a la mayor gloria del cine. Ese momento mágico del elogio de la individualidad dedicada, sin embargo, a la recuperación de la memoria del amigo de juventud, con quien tantas cosas y personas se han compartido, es solo uno de los muchos que hay en una película en la que El sur, «su» sur, está tan presente y acaba teniendo una importancia trascendental en la historia: ¡la imagen de los dos amigos, ahora desconocidos el uno para el otro, asomados a la verja que los separa del mar!; la secuencia imborrable del encalado de la pared tras las sábanas tendidas al sol que más calienta, y que a uno le trae enseguida a la memoria Una jornada particular, de Scola… y Barbarroja, de Kurosawa, en el ámbito de la medicina y la pobreza…

Parte de lo compartido es el amor por la misma mujer, que estuvo unida a Garay y luego al actor. Que ese personaje lo interprete, con riquísimos matices de voz, Soledad Villamil, la protagonista de El secreto de sus ojos, de Juan José Campanella, no puede dejar de verse sino como otra de esas casualidades cinematográficas que recorren la historia para acabar convirtiéndose, propiamente, en causalidades.

Sí, lo sé, lo que acabo de decir puede confundirse con un necio exhibicionismo crítico de amor al cine, pero ¿cómo se ha de comentar, si no, el cine que se alimenta del cine? Que una de las amistades claves de Garay sea el viejo montador que guarda en su casa-almacén los rollos de infinidad de películas en sus «latas» planas, incluidas la que él dejó inacabada, y cuyas secuencias vimos al comienzo de esta película, nos indica el rico tejido fílmico que nutre la historia, y por eso se advierte que el montador, fetichista del Cine, haya sustituido un antiguo cartel por el recién adquirido de They Live by Night («Los amantes de la noche»), la ópera prima de Nicholas Ray, a quien, ¡otra «casualidad» más…, Erice le ha dedicado un libro en colaboración con Jos Oliver. Sumémosles a todas estas referencias el prodigio de iluminación y encuadre que hay en dichas secuencias y el resultado nos habla de una auténtica maravilla, propia solamente de quien ha cuidado hasta el más insignificante de los detalles. Mario Pardo, además, excelente y veterano actor que se suma a un elenco de «viejos cómicos» como Petra Martínez o Juan Margallo, tiene la dicción perfecta, como todo ellos, para desplegar la intimidad de las heridas del tiempo en las personas y meternos en el drama de su paso atroz e imparable.

Cuando una psicóloga que ha visto el programa sobre los desaparecidos cree reconocer al actor cuyo rastro se perdió más de veinte años atrás, la película da un giro hacia el intimismo psicológico que predispone al espectador a esperar una anagnórisis que este desea con verdadero ahínco, como sucede en la película mágica de Mervyn LeRoy titulada Niebla en el pasado, cuyo protagonista sufre una amnesia que le impide recordar su pasado. Cuando se separa de su mujer, esta no vuelve a aparecer en la película hasta que, con uno de los más brillantes efectos narrativos que yo recuerde, reaparece como secretaria de su marido en una oficina, y él la trata como a lo que en ese momento es, su empleada, ignorando todo su pasado compartido.

La figura de Julio Arenas, el actor desaparecido, emerge apegado al trabajo manual más humilde en un asilo para gente con pocos recursos, como si en el «hacer» estuviera el ser, es decir, como si hubiéramos vuelto al origen etimológico de «poesía», de ποιέω, «hacer», y por eso Garay tiene acceso a Julio y este no lo rechaza, porque sus manos —no había dicho que entre los humildes quehaceres de Garay, aparte de las traducciones y algunos cuentos, está salir a pescar de madrugada en Cabo de Gata, donde vive— están tan «trabajadas» como las suyas. Sé que peco de visionario, pero en la figura sencilla, andrajosa y abstraída en sus quehaceres cotidianos del actor perdido me ha parecido intuir una presencia muy poderosa fílmicamente para mí, la de un santo que no quería serlo, en una emotivísima película de Edward Dmytryk, El hombre que no quería ser santo.

La temprana aparición de la hija de Julio Arenas, que se niega a ir al programa de televisión, y a quien Garay no logra convencer para que lo haga, es un momento especialmente emotivo para los rendidos espectadores que vimos en los ojos de la actriz la magia y la poesía de la niñez, en su aparición ultraestelar en El espíritu de la colmena, una de las mejores películas españolas de todos los tiempos. Que el paso del Tiempo es un personaje de la película lo vemos nada más aparecer Ana Torrent en pantalla y, como un imán, nuestros ojos se van a sus ojos y vemos materialmente ese transcurso, no tanto en la mirada apagada del presente, frente al brillo cósmico de la niñez, cuanto en la voz cansada y resignada, pero afectuosa y acogedora, con que habla con el mejor amigo de su padre y le confiesa la vaguedad de la figura paterna en su vida, una ausencia dolorosa. El hecho de que la hija acceda a desplazarse al sur para reconocer a su padre y confirmar que es él, amén de contribuir, en la medida que pueda, a la recuperación de su memoria, abre el último capítulo de una historia en la que, finalmente, todo encajará, y la historia que dejó inconclusa Garay, la recuperación de una hija por parte de un padre que contrata a un detective para que la encuentre y se la devuelva, se empareja con la del director que cree que si Julio contempla lo que él filmó, podrá recuperar su ser perdido, ¡y acaso bien perdido!, como si la proyección fuera una sesión espiritista en la que, en vez de darse las manos, los participantes han de concentrar su visión en las imágenes que van a hipnotizarlos para descubrir el interior de cada uno de ellos.

 ¡Menudo final catártico, el de la proyección!

Llevado de una sabiduría del alma humana que rehúye los tópicos de «abrir los ojos a la realidad, a la vida, a los demás, a lo que nos rodea, etc.», Erice ha sabido captar el verdadero movimiento del espíritu, es decir, cerrar los ojos después de haber visto la verdadera realidad para meterla dentro de nosotros, para asimilarla, para integrarla en nuestra más irreductible intimidad; y eso es lo que hace Julio apenas la realidad se le ha impuesto desde la ficción como un milagro en todo equivalente al poder taumatúrgico de la «palabra» en Ordet. ¡No es un «final», es una experiencia íntima catártica que te sacude de un modo terrible y amoroso; feroz y compasivo!

         

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