sábado, 2 de diciembre de 2023

«La egoísta», de Curtis Bernhardt o el retrato de la ambición.

 


Un melodrama intenso y amargo de la mano de una intérprete soberbia del género: Bette Davis: el cine clásico para las emociones eternas.

 

 

Título original: Payment on Demand

Año: 1951

Duración: 86 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Curtis Bernhardt

Guion: Curtis Bernhardt, Bruce Manning

Música: Victor Young

Fotografía: Leo Tover (B&W)

Reparto:  Bette Davis; Barry Sullivan; Betty Lynn; Peggie Castle: Jane Cowl; Kent Taylor;

Walter Sande; Brett King.

 

          A veces las películas escritas «al servicio de» no pasan de vehículo de lucimiento de ese actor o actriz, y da igual que la película haga aguas por todos lados. No es el caso de Bette Davis, una de las grandes «trágicas» del cine de todos los tiempos. En La egoísta, título que en sí parece un destripamiento de la historia, hay una historia de ambición y desamor a partes iguales que refleja, incluso sociológicamente, lo que al inicio de la década de los 50 significaba el divorcio para mujeres sin otra vida propia que la de su familia, el marido y los hijos; mujeres dependientes y, como en el caso de la protagonista, autoritarias y seductoras para conseguir sus fines o caprichos o ambiciones o sueños. Sí que hay un amor auténtico en los inicios de una relación que se produce en la época de escasez y estrecheces propia de cualquier pareja que inicia su andadura en el mundo de los adultos, pero desde muy pronto advertimos que es ella quien aguijonea a su marido para conseguir trepar por la escala social hasta conseguir «una posición» a la desmesurada altura de sus expectativas. La obra arranca con la petición de divorcio, tras el gélido distanciamiento entre ambos esposos que no puede ser ocultado por más tiempo. A partir de ese momento se van a suceder los flashbacks que nos enseñaran el proceso que han seguido ambos cónyuges para acabar divorciándose. La técnica cinematográfica para conseguirlo mezcla a partes iguales lo cinematográfico y lo teatral, porque la cámara pasa del primer plano de la actriz sentada en el salón de su «mansión» a un escenario tras ella, en penumbra, que se va iluminando para «entrar» en uno de los episodios que fraguaron su éxito social y familiar y, al final, su fracaso. Una técnica novedosa y muy efectista, amén de eficaz, porque se trata de una transición hacia el recuerdo muy emotiva, dado el terrible presente de la mujer «abandonada» a la que su mundo se le ha roto en mil pedazos, por más que trate de aparentar, con no poca soberbia, que ella es muy capaz de seguir viviendo sin necesitar emocionalmente a nadie. ¡Y cómo sabe la Davis hacerse fuerte en esos papeles de situaciones límites en las que el carácter tanto te apoya como te traiciona! ¡Menudo recital de sentimientos contradictorios! Rodada justo en la mitad de su arco biográfico, aún puede representar la casada joven y, perfectamente caracterizada, la casada mayor ante quien se abre un futuro tenebroso de soledad y amargura.

          El recorrido vital de la protagonista tiene momentos estelares que el director potencia con una sabiduría que eleva el tono de la película al nivel de los grandes clásicos del melodrama, lugar que, a mi juicio, debería ocupar por mérito propio, no por el simple criterio de este crítico, sujeto a la lascivia de la subjetividad… La entrevista con la anfitriona de una influyente familia que puede contribuir a impulsar la carrera de su marido no tiene desperdicio. Le da la réplica, además, una actriz muy poco conocida, Jane Cowl, quien fue exitosa dramaturga y cuyo fallecimiento se produjo muy poco después del estreno de la película. El diálogo de las dos mujeres, lleno de cinismo y complicidad, está a la altura de los de Eva al desnudo, de Mankiewicz, por ejemplo. Ambas mujeres volverán a encontrarse después, ya divorciadas, y el tono patético de su encuentro estará muy lejos del alegre y frívolo de su primer encuentro.

          Lo mismo sucede con la reunión con sus amigas divorciadas, cuando llega a sus oídos que su marido se ve con una mujer, una profesora de universidad que representa justo lo contrario de ese círculo en el que le recomiendan no conceder jamás el divorcio al marido, sino explotarlo hasta donde dé de sí… Cuando el detective de «matrimoniales» contratado por la protagonista roba la foto de un beso de su marido con su amante, el marido responde inmediatamente con un «nos casaremos» para evitar el posible escándalo. Que la profesora lo eche con cajas destempladas sirve de contrapeso de otra concepción de la mujer frente a la degradada que nos muestra la historia por la parte de las mujeres dependientes, no autónomas. Insisto, estamos en 1951, y, como cualquier obra de arte, no puede separarse del momento histórico en el que nace.

          Desde el comienzo, el carácter de la protagonista se va forjando, para su demérito, en reacciones como la clasista que tiene ante el enamoramiento de su hija de un inmigrante checoeslovaco, Polanski, compañero de estudios en la universidad y con quien quiere casarse, diga o piense su madre lo que quiera, como, finalmente, sucede. En esa boda, curiosamente, es donde vuelven a encontrarse, los dos divorciados, cuyos destinos han confluido en una idéntica situación: la soledad. Y aquí me detengo, porque el resto han de verlo los espectadores. Del final, no obstante, conviene revelar que intervino el productor, aunque me abstengo de decir en qué sentido.

          Me ha llamado la atención que el coprotagonista de la película no fuera una estrella de relumbrón, pero la Davis debió de imponer la presencia de un actor como Barry Sullivan, con quien ella recorrió Estados Unidos haciendo lecturas poéticas teatralizadas de Carl Sandburg. Sullivan triunfaría al año siguiente, por cierto, tras rodar Cautivos del mal, de Vincente Minnelli. Aquí le da la réplica perfecta a la Davis, del mismo modo que están a su altura la dramaturga y la hija menor, que representa un tipo de mujer en las antípodas de su madre.

          Que conste que había comprado el DVD de la película hacía años y que la he «redescubierto» por pura chiripa. ¡Qué afortunado he sido! Qué afortunados serán, espero, quienes deseen verla.

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