Un melodrama
intenso y amargo de la mano de una intérprete soberbia del género: Bette Davis: el cine clásico para las emociones eternas.
Título original: Payment on
Demand
Año: 1951
Duración: 86 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Curtis Bernhardt
Guion: Curtis Bernhardt, Bruce Manning
Música: Victor Young
Fotografía: Leo Tover
(B&W)
Reparto: Bette Davis; Barry
Sullivan; Betty Lynn; Peggie Castle: Jane Cowl; Kent Taylor;
Walter Sande; Brett King.
A veces las películas
escritas «al servicio de» no pasan de vehículo de lucimiento de ese actor o
actriz, y da igual que la película haga aguas por todos lados. No es el caso de
Bette Davis, una de las grandes «trágicas» del cine de todos los tiempos. En La
egoísta, título que en sí parece un destripamiento de la historia, hay una
historia de ambición y desamor a partes iguales que refleja, incluso
sociológicamente, lo que al inicio de la década de los 50 significaba el divorcio
para mujeres sin otra vida propia que la de su familia, el marido y los hijos;
mujeres dependientes y, como en el caso de la protagonista, autoritarias y
seductoras para conseguir sus fines o caprichos o ambiciones o sueños. Sí que
hay un amor auténtico en los inicios de una relación que se produce en la época
de escasez y estrecheces propia de cualquier pareja que inicia su andadura en
el mundo de los adultos, pero desde muy pronto advertimos que es ella quien
aguijonea a su marido para conseguir trepar por la escala social hasta
conseguir «una posición» a la desmesurada altura de sus expectativas. La obra arranca
con la petición de divorcio, tras el gélido distanciamiento entre ambos esposos
que no puede ser ocultado por más tiempo. A partir de ese momento se van a
suceder los flashbacks que nos enseñaran el proceso que han seguido ambos cónyuges
para acabar divorciándose. La técnica cinematográfica para conseguirlo mezcla a
partes iguales lo cinematográfico y lo teatral, porque la cámara pasa del
primer plano de la actriz sentada en el salón de su «mansión» a un escenario
tras ella, en penumbra, que se va iluminando para «entrar» en uno de los
episodios que fraguaron su éxito social y familiar y, al final, su fracaso. Una
técnica novedosa y muy efectista, amén de eficaz, porque se trata de una
transición hacia el recuerdo muy emotiva, dado el terrible presente de la mujer
«abandonada» a la que su mundo se le ha roto en mil pedazos, por más que trate
de aparentar, con no poca soberbia, que ella es muy capaz de seguir viviendo
sin necesitar emocionalmente a nadie. ¡Y cómo sabe la Davis hacerse fuerte en
esos papeles de situaciones límites en las que el carácter tanto te apoya como
te traiciona! ¡Menudo recital de sentimientos contradictorios! Rodada justo en
la mitad de su arco biográfico, aún puede representar la casada joven y,
perfectamente caracterizada, la casada mayor ante quien se abre un futuro
tenebroso de soledad y amargura.
El recorrido
vital de la protagonista tiene momentos estelares que el director potencia con
una sabiduría que eleva el tono de la película al nivel de los grandes clásicos
del melodrama, lugar que, a mi juicio, debería ocupar por mérito propio, no por
el simple criterio de este crítico, sujeto a la lascivia de la subjetividad… La
entrevista con la anfitriona de una influyente familia que puede contribuir a
impulsar la carrera de su marido no tiene desperdicio. Le da la réplica,
además, una actriz muy poco conocida, Jane Cowl, quien fue exitosa dramaturga y
cuyo fallecimiento se produjo muy poco después del estreno de la película. El
diálogo de las dos mujeres, lleno de cinismo y complicidad, está a la altura de
los de Eva al desnudo, de Mankiewicz, por ejemplo. Ambas mujeres
volverán a encontrarse después, ya divorciadas, y el tono patético de su
encuentro estará muy lejos del alegre y frívolo de su primer encuentro.
Lo mismo
sucede con la reunión con sus amigas divorciadas, cuando llega a sus oídos que
su marido se ve con una mujer, una profesora de universidad que representa
justo lo contrario de ese círculo en el que le recomiendan no conceder jamás el
divorcio al marido, sino explotarlo hasta donde dé de sí… Cuando el detective
de «matrimoniales» contratado por la protagonista roba la foto de un beso de su
marido con su amante, el marido responde inmediatamente con un «nos casaremos»
para evitar el posible escándalo. Que la profesora lo eche con cajas
destempladas sirve de contrapeso de otra concepción de la mujer frente a la
degradada que nos muestra la historia por la parte de las mujeres dependientes,
no autónomas. Insisto, estamos en 1951, y, como cualquier obra de arte, no
puede separarse del momento histórico en el que nace.
Desde el
comienzo, el carácter de la protagonista se va forjando, para su demérito, en
reacciones como la clasista que tiene ante el enamoramiento de su hija de un
inmigrante checoeslovaco, Polanski, compañero de estudios en la universidad y
con quien quiere casarse, diga o piense su madre lo que quiera, como,
finalmente, sucede. En esa boda, curiosamente, es donde vuelven a encontrarse,
los dos divorciados, cuyos destinos han confluido en una idéntica situación: la
soledad. Y aquí me detengo, porque el resto han de verlo los espectadores. Del
final, no obstante, conviene revelar que intervino el productor, aunque me
abstengo de decir en qué sentido.
Me ha llamado
la atención que el coprotagonista de la película no fuera una estrella de relumbrón,
pero la Davis debió de imponer la presencia de un actor como Barry Sullivan,
con quien ella recorrió Estados Unidos haciendo lecturas poéticas teatralizadas
de Carl Sandburg. Sullivan triunfaría al año siguiente, por cierto, tras rodar Cautivos
del mal, de Vincente Minnelli. Aquí le da la réplica perfecta a la Davis,
del mismo modo que están a su altura la dramaturga y la hija menor, que
representa un tipo de mujer en las antípodas de su madre.
Que conste que
había comprado el DVD de la película hacía años y que la he «redescubierto» por
pura chiripa. ¡Qué afortunado he sido! Qué afortunados serán, espero, quienes deseen
verla.
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