Título original: April,
April!
Año: 1935
Duración: 82 min.
País: Alemania
Dirección: Douglas Sirk
Guion: H.W. Litschke, Rudo Ritter
Reparto: Erhard Siedel, Lina Carstens,
Charlott Daudert, Werner Finck, Paul Westermeier, Carola Höhn, Albrecht
Schönhals, Annemarie Korff, Hilde Schneider, Hubert von Meyernick, Herbert
Weissbach
Música: Werner Bochmann
Fotografía: Willy Winterstein (B&W)
Título original: Stützen der Gesellschaft (Pillars of Society)
Año: 1935
Duración: 85 min.
País: Alemania
Dirección: Douglas Sirk
Guion: Karl Peter Gillmann, Georg C. Klaren. Obra: Henrik Ibsen
Reparto: Heinrich George; Maria Krahn; Horst Teetzmann; Albrecht
Schönhals; Suse Graf; Oskar Sima; Karl Dannemann; Hansjoachim Büttner; Walther
Süssenguth.
Música: Franz R. Friedl
Fotografía: Carl Drews
(B&W).
Título original: Das Mädchen vom Moorhof (The Girl from the Marsh Croft)
Año: 1935
Duración: 78 min.
País: Alemania
Dirección: Douglas Sirk
Guion: Philipp Lothar Mayring. Novela: Selma Lagerlöf
Reparto: Hansi Knoteck; Ellen Frank; Kurt Fischer-Fehling; Friedrich
Kayßler; Eduard von Winterstein; Theodor Loos; Lina Carstens; Franz Stein;
Erich Dunskus;
Música: Hans-Otto Borgmann
Fotografía: Willy Winterstein (B&W).
Los inicios alemanes de Douglas Sirk: de la comedia al
melodrama, pasando por un clásico de Ibsen.
Tras tres cortos en que Sirk desarrolló
una comicidad heredada del gran genio de la comedia que fue Ernst Lubitsch, no
era extraño que su estreno en el largo, su ópera prima, fuera también una obra
cómica. Pero tras la excelente No empieces nada en abril, pronto se
sintió absolutamente seguro en lo que habría de ser su gran éxito futuro: el
melodrama, las pasiones arrebatadas y los personajes abducidos por un amor tan
intenso como a cualquier espectador le encanta ver en pantalla, sobre todo si actores
y actrices están a la altura de esos sentimientos hiperbólicos.
No empieces
nada en abril toma el título de una canción que se interpreta en la
película y que merece una breve explicación para entender el tono festivo de la
historia. El día 1 de abril, de acuerdo con la tradición anglo-sajona, es el
equivalente a nuestro día de los Santos Inocentes, esto es, el día de las
bromas, de ahí que cualquier decisión tomada ese día pueda asumir un carácter
ambiguo que acabe no comprometiendo a quienes la toman, especialmente en el
terreno amoroso, que es en el que se centra la película. Un exitoso fabricante
de harinas ha extendido su negocio a la fabricación de fideos. En el transcurso
de una velada lírica, a cargo de la hija del empresario, este recibe una carta
de un noble alemán, explorador en África, pidiéndole que lo reciba para
tramitar un pedido para su nueva expedición. A partir de ese momento, después de comunicarles a los presentes la
llegada de dicha carta, dos de los asistentes deciden contratar a un tercero
para que se haga pasar por el príncipe y darles una lección de humildad a los «nuevos
ricos». Cuando estos se enteran de ese
plan, reciben al verdadero príncipe de la nobleza como si fuera el sustituto y
a este como si fuera el auténtico. Y aquí comienza un juego de enredos, malos
entendidos y bajas pasiones de ascensión social que se van a desarrollar
milimétricamente, gracias, sobre todo, a unas interpretaciones colosales, entre
las que destaca la de Werner Fink, aunque en papel secundario. Werner Finck,
para quienes lo ignoren es el actor, presentador, cantante y cabaretista alemán
en el que se inspiró Bob Fosse para el maestro de ceremonias de su famosísima
película Cabaret. Se trata de un actor que fue represaliado por los
nazis, pero que logró sobrevivir al régimen de Hitler. La crítica de los nuevos
ricos, con sus ansias de figurar, y la dignidad de una trabajadora frente a la
seducción de un príncipe, porque no quiere que nadie, príncipe o no, se ría de
ella, son bazas del relato que, junto con otros episodios menores, logran la creación
de una comedia muy graciosa, con un ritmo excelente y con un acertado
desenlace. Diríase que Sirk estaba llamado a ser el sucesor de Lubitsch, en vez
de quien acabó siéndolo, Wilder. La interpretación del fabricante, a cargo de Erhard
Siedel es antológica. ¡Pero qué inagotable vis cómica la de ese hombre, por
favor! Su escena con Werner Finck para «liberarlo» del sometimiento a su esposa
es buenísima, por ejemplo. Recordemos que su actuación ya me pareció admirable
en El enfermo imaginario, que criticamos hace unos días.
Pilares de
la sociedad, basada en una obra de Ibsen, de las consideradas «menores», Las
columnas de la sociedad, aúna la crítica social y el drama psicológico familiar
de un modo que, si no llega a la intensidad de El enemigo del pueblo, sí
que puede ser reconocida, tras una obra de realismo fantástico como su Peer
Gynt, como el inicio de sus obras de madurez. El comienzo de la obra, con
las escenas americanas del cuñado del protagonista, el cónsul que, honrado por sus conciudadanos públicamente,
por la iniciativa de construir unos astilleros que, sin embargo, van a
enfrentarlo con los pescadores de la ciudad, dado que va a privarlos del puerto
seguro desde donde partir y al que volver para faenar, muestra ese lado exótico
al que tanta afición tenían las producciones UFA, porque la exhibición de
mundos lejanos en la pantalla, africanos, americanos o asiáticos, seducía a la
audiencia. El cuñado, propietario de un rancho, decide viajar a Europa, a su
Noruega natal —donde menos vivió Ibsen, a lo largo de su vida, por lo que bien
puede considerársele como un «ciudadano europeo» Avant la UE…—, al mismo
tiempo que lo hace el circo de un amigo suyo, y, como miembro de él, se presenta
en su vieja ciudad para ver a su hermana y a su cuñado, el cónsul, aunque quien
primero sale a recibirlo es su sobrino, el «heredero» del cónsul, único ser en
el mundo para quien forja todos sus planes de supremacía económica, quien, apasionado
del Far West y de los indios en particular, recibe la visita de su tío,
que se le aparece disfrazado de cowboy, como el mejor de los regalos. La
historia, tras este planteamiento, va desarrollándose lentamente para descubrir
que tanto en el ascenso social del cónsul como en la presencia de su sobrina en
su casa esconden historias capaces de sacarle los colores al más pintado. El drama
familiar acaba imponiéndose a la crítica social, pero esta no se descuida. El
conato de amor entre el cuñado exiliado y la sobrina del protagonista, que
acaba no siéndolo, nos sitúa más cerca del melodrama de lo que hubiéramos sospechado,
porque la joven, maltratada por la hermana del cuñado, quiere irse con él a su
rancho americano, para evitar ser humillada tanto como habitualmente lo es en
la casa del cónsul. Y hasta aquí puedo decir. La intrahistoria de una pequeña
comunidad está tan bien descrita como la legítima pasión de un hombre por su
hijo para que continúe su labor social y engrandezca su patrimonio y su nombre,
aunque no todo, al final, resultará como se lo propone. ¿Qué se interpone? La
verdad oculta, silenciada, y cuyo conocimiento todo lo cambia. El tramo final
de la película, una tormenta durante la cual se hace a la mar el barco que ha
de llevar al cuñado y a la tía del niño, está rodada de tal manera que se
consigue un efecto dramático espectacular, lo cual no deja de ser meritorio
para aquellos primeros años de la industria cinematográfica.
La muchacha
del páramo cae ya dentro de las estrictas reglas del melodrama, porque nos
habla de una relación imposible entre un pequeño propietario y su proyectada
boda con la hija de un gran propietario que mira al primero por encima del
hombro. Antes de ello, sin embargo, tenemos un excelente prólogo antropológico —toda
la obra es una muestra de las tradiciones rurales alemanas del primer tercio de
siglo— que nos describe un juicio en el que una mujer demanda al padre de su
hijo, juicio que se celebra el día del «mercado» de las doncellas para servir
en las familias de la zona, donde los propietarios escogen a las jóvenes,
deseosas de tener, imaginamos que sin estudios, el único puesto al que podían
aspirar: trabajadoras en una granja para ayudar en casa a los progenitores ya
mayores. En el juicio, el hombre no quiere reconocer la paternidad y en el
momento en que se le obliga a jurar ante la biblia si es o no es el padre del
hijo de la joven algo arisca y altanera, a pesar de su imagen de fragilidad,
ella se niega de un modo furibundo que deja atónitos a todos los presentes. ¿La
razón? Que prefiere no tener a su hijo reconocido que tenerlo de un padre
perjuro. El protagonista que ha visto el desarrollo del juicio acaba proponiéndole
a la joven que vaya a trabajar con él a su granja, lo cual ella hace encantada.
A partir de entonces, iremos viendo cómo progres la trama en dos direcciones
que alejan a los protagonistas y, al tiempo, los acercan al drama: los preparativos
para la boda con la novia orgullosa de haber vencido la resistencia de su padre
para dejarla casar con un propietario de menor categoría social que ellos y,
por otro, el lento acercamiento de la infatigable trabajadora y el amo que,
llegado el momento, ha de optar entre su complacencia con la nueva criada y el
requisito que le impone su futura mujer: que antes de entrar ella en la casa,
casada, haya desaparecido la sirvienta, en quien la mujer ha visto una poderosa
rival, la más temible: la «mosquita muerta» que, sin embargo, es tal cúmulo de
virtudes genuinas que a la otra se le hace insoportable su devoción al amo y su
buena predisposición constante para realizar cualesquiera tareas que se le
encomienden. La trama tiene una dimensión «exterior» cuya puesta en escena
recuerda enormemente las dos versiones de Ordet, aunque esta es anterior
a ambas, pero conecta con una visión del paisaje que refuerza la plasmación de
los sentimientos de los protagonistas, de un modo totalmente romántico. El
desenlace es extraordinario, porque las secuencias que le preceden nos hablan
de una despedida de soltero que acaba como el rosario de la aurora y la
sospecha de un muerto en la conciencia del protagonista y la consecuente
anulación de la boda, cuyos preparativos se han ido viendo de forma contrapuntística
al desarrollo de estos hechos luctuosos. En la trama hay también cabida para
una leve forma de humor que está encarnada en la figura del padre, un hombre lacónico
de naturaleza y vehículo, en esa calidad, de un gag excepcional, trabajado a lo
largo del desarrollo de la película, como mandan los cánones, muy al estilo,
pero sin el espíritu transgresor, del final de Jack Lemmon en Con faldas y a
lo loco: «nadie es perfecto»…
No hay comentarios:
Publicar un comentario