Entre Mean
streets y Taxi Driver, una road movie con un descubrimiento estelar:
la inconmensurable tomboy Jodie Foster.
Título original: Alice Doesn't Live Here Anymore
Año: 1974
Duración: 113 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Martin Scorsese
Guion: Robert Getchell
Reparto: Ellen Burstyn; Alfred Lutter; Kris Kristofferson; Diane Ladd; Harvey
Keitel; Jodie Foster; Billy Green Bush; Lelia Goldoni; Vic Tayback; Lane
Bradbury; Valerie Curtin.
Música: Richard LaSalle
Fotografía: Kent L. Wakeford.
Pues sí, se cumple
el cincuentenario de esta película de Scorsese que no vimos en su momento,
disuadidos me imagino por alguna crítica tibia sobre lo que por aquel joven
entonces debíamos considerar como una película excesivamente usamericana, pero
no lo suficientemente crítica como para gastar los buenos dineros del estreno.
Vista a tanta distancia, puede apreciarse la influencia que tuvo en ella una
película excepcional como La última película, de Peter Bogdanovich, sobre todo
en esos planos panorámicos de las pequeñas localidades por donde pasas los
protagonistas de esta road movie algo endulzada pero con secuencias muy
logradas y con interpretaciones muy notables, y no es la mejor la de la
protagonista que recibió el Oscar, Ellen Burstyn, a la mayor gloria de quien se
hizo la película tras haber adquirido los derechos sobre el guion, porque el
niño Alfred Lutter y, sobre todo, la aparición estelar de una gloriosa y
espectacular Jodie Foster, en un papel de tomboy, de chica masculina, se
lleva la palma, por breves que sean sus intervenciones, y su dosificación es
una injusticia de la que solo la repararía cuando la contrató para trabajar en Taxi
Driver.
El tono
paródico de la dura vida de una ama de casa insatisfecha con su vida y su
marido, y con un hijo que, antes de cumplir os 12, hace prácticamente lo que le
viene en gana, se refleja en la selección de la puesta en escena, de los
colores vivos del vestuario y los decorados y en las situaciones casi
artificiales de una deteriorada vida en común, pero sin comunidad. La muerte
súbita del marido en un accidente de coche con el camión de reparto de una
bebida refrescante, obliga a la mujer a liquidar sus bienes y, tras perder el
piso que aún estaba bajo una hipoteca, decide emprender un viaje con su hijo
hacia sus raíces, en Monterey, para dedicarse a cantar, su verdadera vocación,
aunque la primera canción que intenta «refrescar» con el piano, da ya a entender
que acaso ese no sea el verdadera camino que la hará feliz. Todas las
secuencias del largo camino por los paisajes desérticos que atraviesan y esos
pueblos perdidos en medio de la nada, como el de Bogdanovich, son excelentes,
lo mismo que los diálogos con el espabilado hijo empeñado en mostrar una
suficiencia muy graciosa. Las diferentes aventuras laborales de la madre, en
una de las cuales demuestra cierta capacidad canora para las baladas, como pianowoman
en un bar, con el instrumento, curiosamente, ubicado dentro del espacio oblongo
de la barra, alrededor de la cual se distribuyen las mesas del local, acaban
cuando tiene una aventura con un Harvey Keitel que hace gala de una capacidad
expresiva descomunal, un vaquero psicópata ya casado que acaba entrando por la
fuerza en su motel para maltratar violentamente a la que se presenta a la
cantante como su esposa abandonada, y de quien sale huyendo hasta recalar en otro pueblo donde encuentra trabajo como
camarera. Aquí la acción se remansa y se centra, más allá de sus aspiraciones
canoras, en sacar adelante a su reducida familia. Estamos ante una suerte de
sitcom movido en el que el restaurante, con insólita vida propia, y usamericanísimo
hasta la médula, añade dos brillantes actrices, en dos papeles muy dispares, uno
cómico y el otro patético, hablo de Diane Ladd y de Valerie Curtin. La primera,
que se come a la protagonista en todo este tramo de la película, y los espectadores
la recordarán en el magnífico papel de madre de su hija en Corazón salvaje,
de David Lynch, tiene un papel destacadísimo y, como ya digo, se convierte en
el centro de atracción de trama, sobre todo cuando esta deriva hacia el romance
de la protagonista con el atractivo Kris Kristofferson, quien, a pesar de ser cantante,
no canta, a diferencia de ella, que no siéndolo, lo hace con cierto decoro. La
trama no decae, porque las relaciones humanas tienen siempre un gancho muy
potente y las tres mujeres en el restaurante acaban formando una piña de
consuelo que se impone incluso a las necesidades del negocio. La conversación
de la madre desesperada y Dianne Ladd en el retrete es toda una cima de la
película.
Monterey
figura en la película como Eldorado de los conquistadores: llegar allí va a
significar «tener la vida resuelta», por las idílicas oportunidades de triunfar
que imaginan ambos: madre e hijo; pero cuando se cruza el amor en el camino,
por difícil que sea acabar congeniando con un desconocido, hasta que deje de
serlo, todo se complica. Ahí la historia hace aguas, porque peca de almibarada,
y cuando se intenta encauzar, como hace el hombre, una deseducación constante
del hijo, como la practicada por la protagonista, todo, forzosamente, ha de
complicarse.
Por supuesto,
Ellen Burstyn cumple con creces en su papel, aunque tiende a la sobreactuación,
pero cuando brilla propiamente es en la convivencia con su hijo y a través del
viaje o como cuando va a recogerlo a la comisaría después de que la tomboy,
amiga, suya, haya contribuido a emborracharlo con vino. La despedida de Jodi
Foster en esa secuencia es absolutamente antológica.
No está entre
las cintas «memorables» de Scorsese, pero siempre es agradable ver cómo ha
sabido sacar partido de una historia de «perdedores» en el corazón de la Usamérica
profunda.
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